Salud para la población migrante: los esfuerzos para que no sea cuestión de suerte
Acompañamos una de las brigadas de salud de la organización Mercy Corps en Antioquia. La de Zulmary es la historia de cientos de miles de personas que de Venezuela han llegado al país en busca de oportunidades, un camino obstaculizado muchas veces por la xenofobia y el desconocimiento.
Tomás Tarazona Ramírez
Zulmary se mostraba precavida, alerta y silenciosa. La vida en la calle la volvió reservada y prudente: una mujer de muchos pensamientos y pocas palabras. “Tengo 31 años”, dijo con un tono de pocas ganas de hablar. Sus ojos canela inspeccionaban con sigilo cada centímetro de la zona. Por primera vez en varios días no había peligro. Una vez entró en confianza, los labios le dieron permiso de decir todo lo que no había podido contar en tres años.
En el calor de Apartadó, el primer municipio de Urabá en concentración de población migrante, Zulmary recordó la historia de cómo en cinco años pasó de ser una cocinera feliz en Barquisimeto y se convirtió en una madre de cinco niñas que deambula por las calles de Urabá, la región de Antioquia que más de 250.000 migrantes utilizaron como puerta de entrada a Centroamérica en 2022.
En medio del calor de Urabá, rememorar o pensar en las aspiraciones del futuro parece todo un desafío cuando las necesidades más fundamentales no son satisfechas, como la comida o el agua. Desde hace más de 15 días duerme en un pequeño socavón cerca de la Alcaldía de Apartadó, un edificio grisáceo que reúne todo el poder y la toma de decisiones en el municipio.
“Tengo cinco hijas”, dicen los labios; “a una me la atropelló un taxi, la otra es discapacitada”, cuenta. Antes de terminar la lista la garganta empieza a sabotear el mensaje que quiere transmitir. Una voz ronca, quebrada, aparece para explicar que otra de sus hijas tiene una enfermedad parasitaria de tanto recorrer las calles. Y la cuarta tiene indicios de disentería por comer solo harinas desde que es solo una bebé, lo que genera que casi todo alimento que consuma le cause dolores intestinales.
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Mientras Zulmary habla suave agita un pequeño paquete en su mano. Una bolsita plástica que sus nudillos resguardan como si fuera un tesoro. No es comida: a la hora del almuerzo el grupo de venezolanos que duermen en el barrio Vélez lograron reunir unas cuantas papas, arroz, “lentejitas” y huevo para comer, una maratón diaria que deben hacer para alimentar no solo a las cinco hijas de Zulmary, sino a los otros siete adultos, los “buenos cristianos” que acampan en esa esquina. En la bolsa está la medicina que Mercy Corps, una de las ONG de ayuda humanitaria que hay en Apartadó, logró darle a Zulmary.
“Las recetas y las prescripciones no curan”, recuerda Zulmary, cada vez más aliviada de poder profanar ese cuarto oscuro de memorias tristes que tiene adentro. “Cuando me atropellaron a mi niña, el taxista que le pegó no la quiso auxiliar. Y luego en el hospital solo me dieron unas fórmulas”.
Sin embargo, agrega que ese día estuvo “de suerte”, pues al no tener pasaporte, o Permiso Especial de Permanencia (PEP), no puede ser afiliada a ningún sistema de salud, ya sea público o privado, que haga seguimiento o trate siquiera alguna cuestión médica. La única opción posible es pagar una consulta y atención particular, algo casi imposible para alguien sin una fuente de ingresos: sin dicho documento, además, los empleadores son reticentes a dar trabajo. Se le viene un ejemplo a la cabeza: “Mi esposo, Jefferson Alejandro, se fue a las bananeras (en Carepa) y le dijeron que solo contratan a colombianos, que nada de venezolanos”.
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Entre las alternativas está la asistencia humanitaria, como la de Mercy Corps, con la que El Espectador viajó a una de las jornadas de atención en salud. La organización, que trabaja en Colombia desde 2005, ha logrado dar atención a más de 50.000 personas de alguna forma para poder acceder a servicios básicos. Entre ellos salud, asesoría legal o carnetización. Programas como Avanzando el Futuro, que se financia con donantes y ayuda internacional, pone su lente en la población migrante venezolana. Sin embargo, trata de dar apoyo a personas de cualquier nacionalidad que lo requiera.
***
Vanessa lleva tres años como supervisora de servicios de salud de Mercy Corps. Se tomó su tiempo para responder a la pregunta de qué se siente haber ayudado a más de 50.000 migrantes en Colombia. Intentó rescatar una frase de su inconsciente, pero demoró otros instantes.
Lidera el equipo de salud en Antioquia, Cesar y Bolívar, dentro del proyecto Avanzando en el Futuro, una campaña de la ONG Mercy Corps que busca atender a la población migrante venezolana. El proyecto ofrece asistencia humanitaria a gran cantidad de personas que salieron de Venezuela en busca de mejores condiciones de vida, como en el caso de Zulmary, que al no poder acceder a atención médica recibe auxilios humanitarios para los tratamientos de sus hijas.
“Es gratificante el trabajo que hacemos desde Mercy”, dice Vanessa con tono de satisfacción. Desde hace tres años la organización se asentó en el Urabá para ofrecer servicios médicos que, en muchos casos, son indispensables para que cualquier migrante que llegue a ese territorio pueda asentarse o continuar su largo viaje.
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La tarea de la organización es un gran péndulo que oscila entre varios escenarios. Puede atender a una familia a conseguir uno que otro medicamento para tratar enfermedades leves, hasta convertirse en la principal ayuda que una persona venezolana no afiliada al sistema de salud colombiano utilice para tratamientos como el cáncer u otros padecimientos degenerativos. No obstante, la entidad “ayuda de una u otra forma. Ya sea sirviendo de intermediario entre una IPS y el paciente o remitiéndolo a un centro de salud para recibir atención”, cuenta una de sus trabajadoras.
Aparte del apoyo en salud que ofrece Mercy Corps, el programa funciona con otros socios que ayudan a que la ayuda humanitaria que recibe la población migrante venezolana sea más “integral”. Así pues, la ONG hizo vínculos, por ejemplo, con Opción Legal, una entidad que asesora a los migrantes en Colombia para hacer trámites legales, especialmente los relacionados con sus permisos de permanencia o documentos migratorios.
Dentro de la baraja de ayudas que ofrece Mercy también están otros socios que no solo se encargan de procurar los servicios fundamentales. También está, por ejemplo, Caribe Afirmativo, que “es un socio muy potente en todos los temas de población LGTBIQ+”, como cuenta Vanessa.
***
Una pregunta corta, paradójicamente, no tuvo respuesta sencilla. Andreína Jordán planteó con voz firme a los demás: “¿Por qué migran?”, y los asistentes tuvieron que cuestionárselo una o dos veces más antes de poder contestar.
La ONU asegura que puede deberse a “los efectos adversos del cambio climático, desastres naturales u otros factores ambientales”. Pero no es el caso de Zulmary. El anhelo de “poner a estudiar a las niñas” fue la principal razón para, además, haber considerado cruzar la selva del Darién. Sin olvidar “tener que morderme la lengua en Venezuela por el hambre” que vivía antes de salir de ese país.
Andreína volvió a lanzar una de sus preguntas a las 13 personas que la miraban. Preguntas cortas para respuestas largas. Su propósito era capacitar a los miembros de una IPS sobre cómo tener un sistema de salud en el que no haya xenofobia o rechazo a los migrantes que se atienden en Apartadó.
Por unos instantes nadie supo responder el significado de xenofobia o aporofobia. Los médicos se mostraban dubitativos y el personal administrativo mantenía mudez absoluta. Andreína continuó con su charla: qué es un migrante; cómo, cuando llegan a Colombia, entran a vivir a un mundo completamente nuevo, y, finalmente, las barreras sociales que deben superar una vez en su nuevo hogar.
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“El sueño de ellos no es el Urabá”, dijo una voz ronca dentro del eco del salón. Uno de los integrantes del personal médico con el que Mercy Corps atiende a los migrantes insistió en dar su opinión. El doctor reconoció que “su sueño es el americano. (…) Pero debemos evitar la generalización, porque con ella rechazamos a la población. Y se debe generar empatía para las personas migrantes que reciben atención médica”.
Andreína permaneció estática. Antes de continuar, recordó que cuando llegó a Colombia, escapando de la situación económica de Venezuela, tuvo que esconderse de la xenofobia por miedo a sufrir lo que la Organización Internacional para las Migraciones cataloga como “una expresión de rechazo hacia la población” que existe en Colombia.
Mientras seguía su charla, Andreína sacó de sus memorias un episodio en el que incluso tuvo que fingir su acento y esconder sus documentos de identidad venezolanos para no sentir el rechazo por parte de la población colombiana o las autoridades. Pero reconoce que en su caso tuvo suerte de haber encontrado a en su camino a la organización con la que hoy trabaja.
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Al no haber podido homologar su título de periodista de Venezuela en Colombia, Andreína tuvo que dedicarse a todo tipo de labores que le permitieran quedarse en Medellín y asentarse allí, lejos de las condiciones difíciles de Venezuela. Una vacante se abrió en Mercy Corps, Andreína la aprovechó, y desde hace tres años logra ayudar a los venezolanos que emulan una situación similar a la suya cuando llegó a Colombia: la de la incertidumbre y las barreras sociales y económicas que deben superar al llegar a un mundo completamente nuevo.
“Hay momentos en que uno siente que pudo haber hecho más”, reconoce Vanessa. Alude a circunstancias que involucran incluso a niños o adultos mayores en las que aunque se les da una mano, aún carecen de otro tipo de ayudas, como por ejemplo qué comer a lo largo del día o cómo financiar el viaje hacia Estados Unidos sin asumir riesgos.
“Es retador y doloroso muchas veces. Hay historias que definitivamente nos marcan. Pero vamos haciendo lo que podemos y es lo importante”, asegura Vanessa. Tiene la tranquilidad de que desde “todos los cargos de la organización” se apoyó la idea de auxiliar a la población migrante venezolana.
Aunque Vanessa asegura que estos flujos migratorios no se van a detener, cree que los gobiernos locales y otro tipo de organizaciones en el futuro podrán estar preparadas para enfrentar no solo la llegada de miles de ciudadanos extranjeros, sino de brindarles todos los niveles de atención e incluirlos dentro de los engranajes en los que funciona una sociedad. “Todo se hace con un granito de arena”.
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Zulmary se mostraba precavida, alerta y silenciosa. La vida en la calle la volvió reservada y prudente: una mujer de muchos pensamientos y pocas palabras. “Tengo 31 años”, dijo con un tono de pocas ganas de hablar. Sus ojos canela inspeccionaban con sigilo cada centímetro de la zona. Por primera vez en varios días no había peligro. Una vez entró en confianza, los labios le dieron permiso de decir todo lo que no había podido contar en tres años.
En el calor de Apartadó, el primer municipio de Urabá en concentración de población migrante, Zulmary recordó la historia de cómo en cinco años pasó de ser una cocinera feliz en Barquisimeto y se convirtió en una madre de cinco niñas que deambula por las calles de Urabá, la región de Antioquia que más de 250.000 migrantes utilizaron como puerta de entrada a Centroamérica en 2022.
En medio del calor de Urabá, rememorar o pensar en las aspiraciones del futuro parece todo un desafío cuando las necesidades más fundamentales no son satisfechas, como la comida o el agua. Desde hace más de 15 días duerme en un pequeño socavón cerca de la Alcaldía de Apartadó, un edificio grisáceo que reúne todo el poder y la toma de decisiones en el municipio.
“Tengo cinco hijas”, dicen los labios; “a una me la atropelló un taxi, la otra es discapacitada”, cuenta. Antes de terminar la lista la garganta empieza a sabotear el mensaje que quiere transmitir. Una voz ronca, quebrada, aparece para explicar que otra de sus hijas tiene una enfermedad parasitaria de tanto recorrer las calles. Y la cuarta tiene indicios de disentería por comer solo harinas desde que es solo una bebé, lo que genera que casi todo alimento que consuma le cause dolores intestinales.
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Mientras Zulmary habla suave agita un pequeño paquete en su mano. Una bolsita plástica que sus nudillos resguardan como si fuera un tesoro. No es comida: a la hora del almuerzo el grupo de venezolanos que duermen en el barrio Vélez lograron reunir unas cuantas papas, arroz, “lentejitas” y huevo para comer, una maratón diaria que deben hacer para alimentar no solo a las cinco hijas de Zulmary, sino a los otros siete adultos, los “buenos cristianos” que acampan en esa esquina. En la bolsa está la medicina que Mercy Corps, una de las ONG de ayuda humanitaria que hay en Apartadó, logró darle a Zulmary.
“Las recetas y las prescripciones no curan”, recuerda Zulmary, cada vez más aliviada de poder profanar ese cuarto oscuro de memorias tristes que tiene adentro. “Cuando me atropellaron a mi niña, el taxista que le pegó no la quiso auxiliar. Y luego en el hospital solo me dieron unas fórmulas”.
Sin embargo, agrega que ese día estuvo “de suerte”, pues al no tener pasaporte, o Permiso Especial de Permanencia (PEP), no puede ser afiliada a ningún sistema de salud, ya sea público o privado, que haga seguimiento o trate siquiera alguna cuestión médica. La única opción posible es pagar una consulta y atención particular, algo casi imposible para alguien sin una fuente de ingresos: sin dicho documento, además, los empleadores son reticentes a dar trabajo. Se le viene un ejemplo a la cabeza: “Mi esposo, Jefferson Alejandro, se fue a las bananeras (en Carepa) y le dijeron que solo contratan a colombianos, que nada de venezolanos”.
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Entre las alternativas está la asistencia humanitaria, como la de Mercy Corps, con la que El Espectador viajó a una de las jornadas de atención en salud. La organización, que trabaja en Colombia desde 2005, ha logrado dar atención a más de 50.000 personas de alguna forma para poder acceder a servicios básicos. Entre ellos salud, asesoría legal o carnetización. Programas como Avanzando el Futuro, que se financia con donantes y ayuda internacional, pone su lente en la población migrante venezolana. Sin embargo, trata de dar apoyo a personas de cualquier nacionalidad que lo requiera.
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Vanessa lleva tres años como supervisora de servicios de salud de Mercy Corps. Se tomó su tiempo para responder a la pregunta de qué se siente haber ayudado a más de 50.000 migrantes en Colombia. Intentó rescatar una frase de su inconsciente, pero demoró otros instantes.
Lidera el equipo de salud en Antioquia, Cesar y Bolívar, dentro del proyecto Avanzando en el Futuro, una campaña de la ONG Mercy Corps que busca atender a la población migrante venezolana. El proyecto ofrece asistencia humanitaria a gran cantidad de personas que salieron de Venezuela en busca de mejores condiciones de vida, como en el caso de Zulmary, que al no poder acceder a atención médica recibe auxilios humanitarios para los tratamientos de sus hijas.
“Es gratificante el trabajo que hacemos desde Mercy”, dice Vanessa con tono de satisfacción. Desde hace tres años la organización se asentó en el Urabá para ofrecer servicios médicos que, en muchos casos, son indispensables para que cualquier migrante que llegue a ese territorio pueda asentarse o continuar su largo viaje.
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Aparte del apoyo en salud que ofrece Mercy Corps, el programa funciona con otros socios que ayudan a que la ayuda humanitaria que recibe la población migrante venezolana sea más “integral”. Así pues, la ONG hizo vínculos, por ejemplo, con Opción Legal, una entidad que asesora a los migrantes en Colombia para hacer trámites legales, especialmente los relacionados con sus permisos de permanencia o documentos migratorios.
Dentro de la baraja de ayudas que ofrece Mercy también están otros socios que no solo se encargan de procurar los servicios fundamentales. También está, por ejemplo, Caribe Afirmativo, que “es un socio muy potente en todos los temas de población LGTBIQ+”, como cuenta Vanessa.
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Una pregunta corta, paradójicamente, no tuvo respuesta sencilla. Andreína Jordán planteó con voz firme a los demás: “¿Por qué migran?”, y los asistentes tuvieron que cuestionárselo una o dos veces más antes de poder contestar.
La ONU asegura que puede deberse a “los efectos adversos del cambio climático, desastres naturales u otros factores ambientales”. Pero no es el caso de Zulmary. El anhelo de “poner a estudiar a las niñas” fue la principal razón para, además, haber considerado cruzar la selva del Darién. Sin olvidar “tener que morderme la lengua en Venezuela por el hambre” que vivía antes de salir de ese país.
Andreína volvió a lanzar una de sus preguntas a las 13 personas que la miraban. Preguntas cortas para respuestas largas. Su propósito era capacitar a los miembros de una IPS sobre cómo tener un sistema de salud en el que no haya xenofobia o rechazo a los migrantes que se atienden en Apartadó.
Por unos instantes nadie supo responder el significado de xenofobia o aporofobia. Los médicos se mostraban dubitativos y el personal administrativo mantenía mudez absoluta. Andreína continuó con su charla: qué es un migrante; cómo, cuando llegan a Colombia, entran a vivir a un mundo completamente nuevo, y, finalmente, las barreras sociales que deben superar una vez en su nuevo hogar.
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Andreína permaneció estática. Antes de continuar, recordó que cuando llegó a Colombia, escapando de la situación económica de Venezuela, tuvo que esconderse de la xenofobia por miedo a sufrir lo que la Organización Internacional para las Migraciones cataloga como “una expresión de rechazo hacia la población” que existe en Colombia.
Mientras seguía su charla, Andreína sacó de sus memorias un episodio en el que incluso tuvo que fingir su acento y esconder sus documentos de identidad venezolanos para no sentir el rechazo por parte de la población colombiana o las autoridades. Pero reconoce que en su caso tuvo suerte de haber encontrado a en su camino a la organización con la que hoy trabaja.
📝 Sugerimos: Baches en el proceso de regularización e integración de los migrantes
Al no haber podido homologar su título de periodista de Venezuela en Colombia, Andreína tuvo que dedicarse a todo tipo de labores que le permitieran quedarse en Medellín y asentarse allí, lejos de las condiciones difíciles de Venezuela. Una vacante se abrió en Mercy Corps, Andreína la aprovechó, y desde hace tres años logra ayudar a los venezolanos que emulan una situación similar a la suya cuando llegó a Colombia: la de la incertidumbre y las barreras sociales y económicas que deben superar al llegar a un mundo completamente nuevo.
“Hay momentos en que uno siente que pudo haber hecho más”, reconoce Vanessa. Alude a circunstancias que involucran incluso a niños o adultos mayores en las que aunque se les da una mano, aún carecen de otro tipo de ayudas, como por ejemplo qué comer a lo largo del día o cómo financiar el viaje hacia Estados Unidos sin asumir riesgos.
“Es retador y doloroso muchas veces. Hay historias que definitivamente nos marcan. Pero vamos haciendo lo que podemos y es lo importante”, asegura Vanessa. Tiene la tranquilidad de que desde “todos los cargos de la organización” se apoyó la idea de auxiliar a la población migrante venezolana.
Aunque Vanessa asegura que estos flujos migratorios no se van a detener, cree que los gobiernos locales y otro tipo de organizaciones en el futuro podrán estar preparadas para enfrentar no solo la llegada de miles de ciudadanos extranjeros, sino de brindarles todos los niveles de atención e incluirlos dentro de los engranajes en los que funciona una sociedad. “Todo se hace con un granito de arena”.
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