Solos y en peligro: el drama de los niños venezolanos que huyen de su país
Desafiar la geografía, pasando por trochas, ríos y montañas, es solo el principio de la travesía que emprenden los niños, niñas y adolescentes separados y no acompañados provenientes de Venezuela. El informe “Pequeños en movimiento” (2021), elaborado por el Centro de Derechos Humanos de la Universidad Católica Andrés Bello, cuenta los obstáculos sociales e institucionales que enfrenta esta población dentro de la ola migratoria del vecino país.
María José Noriega Ramírez
Abandonar Venezuela por falta de oportunidades y ver en Colombia la posibilidad de un mejor futuro, ya sea para quedarse o para hacer una parada previa a su país de destino. Tener de un lado de la frontera la incapacidad de acceder a comida, implementos personales y educación, pero encontrarse al otro lado del borde con más incertidumbres que certezas. Los niños, niñas y adolescentes separados y no acompañados son un fenómeno invisibilizado en medio de la ola de migración venezolana, y varias alertas se han prendido en torno a la vulnerabilidad de esta población. Los pronunciamientos van y vienen: no hay una guía a la cual remitirse para trabajar con ellos, la institucionalidad colombiana, además de funcionar bajo principios ajenos a la población migrante, pues aquellos están centrados en los mecanismos de protección de la niñez nacional, a veces termina siendo perjudicial para ellos y el reclutamiento forzado, así como la trata de personas, se convierten en una amenaza latente para quienes toman la decisión de cruzar la frontera.
Desafiar la geografía, pasando por trochas, ríos y montañas, es solo el principio. Aquellos que deberían estar ocupando los salones de clase, que deberían estar viviendo la adolescencia en espacios seguros, como la casa o la escuela, entran a un mundo desconocido en donde la desinformación reina. No solo se trata de adentrarse a un espacio físico ajeno, sino que los niños, niñas y adolescentes separados y no acompañados, que usualmente tienen entre 12 y 17 años, deciden cruzar la frontera sin tener una ruta establecida. Su caminar está supeditado a lo que otros les dicen. Así, transitan a ciegas con la intención de, eventualmente, reencontrarse con sus padres o acceder a un trabajo que les permita sostener a sus familias a distancia.
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“En Venezuela no había nada. Vine a buscar recursos por otro lado”, afirmó una adolescente de 15 años, madre de un niño de tres meses, entrevistada por Ligia Bolívar y Carlos Rodríguez, quienes desarrollaron el informe “Pequeños en movimiento” (2021), de la Universidad Católica Andrés Bello. Y es que los anhelos de encontrar mejores condiciones de vida chocan con una realidad que los acerca más a la informalidad y al peligro. Según datos del portal Hijos Migrantes, para finales de 2020 había 1,9 millones de niños, niñas y adolescentes venezolanos en situación de movilidad y, para 2019, se calculaba que cerca del 55 % transitaba sin documentos. Esto no es un dato menor, pues no contar con papeles de viaje e identificación les impide seguir con sus estudios en los países de llegada (como Colombia) y los orilla a continuar con un camino en donde las niñas se exponen a caer en redes de trata de personas y de abuso sexual (bajo la promesa de encontrar un empleo) y los niños corren el riesgo de terminar involucrados en actividades de transporte y manejo de armas y de químicos, así como de procesamiento de drogas y sustancias ilícitas. Y es que la frontera, ese espacio que se muestra más etéreo que preciso, reúne a grupos ilegales venezolanos y colombianos.
“Nosotros, históricamente, hemos sido un país que expulsa a su población a través de sus fronteras. No hay una claridad, y eso apenas lo estamos entendiendo todos, con relación a las problemáticas y situaciones que se presentan en el contexto de una migración, y específicamente con la niñez separada y no acompañada”, afirma Gloria Patricia Vergara, directora técnica de Apoyar, a los investigadores del Centro de Derechos Humanos de la UCAB. La funcionaria comenta que el número de niños y adolescentes venezolanos en Arauca es significativo: hay 248 separados, es decir, que están sin sus padres (pero con algún familiar), y 180 no acompañados, que no tienen a ningún miembro de su familia al lado. En 2019 el país recibió a más de 20.000 niños y adolescentes que llegaron solos, ya sea porque buscaban cumplir sus metas en un lugar distinto, porque querían huir de la crisis humanitaria o porque aspiraban dejar atrás la inseguridad que vive la región a manos de organizaciones ilegales transfronterizas, dada la desprotección del Estado venezolano. También hay que recordar que, según Save the Children Colombia, el 70 % de ellos saliaron de Venezuela buscando la reunificación familiar, mientras que otros dejaron sus casas para huir de la violencia doméstica.
Lo cierto es que los niños y adolescentes migrantes llegan en extrema vulnerabilidad al país. La falta de documentación en torno a esa población es una problemática para su atención, pues muchas veces los mismos migrantes (o sus familiares) no reportan ante las autoridades su paso por el país, teniendo en cuenta que entran a través de corredores no controlados por el Estado y que muchos de ellos rechazan el sistema de protección nacional, que consideran una barrera para trabajar o para seguir su camino. Además, las instituciones encargadas de la protección de menores no cuentan con directrices claras para atenderlos, pues los sistemas fueron creados para dar respuestas ante problemáticas locales, como abandono familiar, maltrato, explotación e infracciones a la ley penal, pero no para atender a la población migrante.
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Al 31 de agosto de 2019, según el Plan de Respuesta Regional para Refugiados y Migrantes de Venezuela (RMRP), 1.641 niños de nacionalidad venezolana estaban bajo la protección del Instituto Colombiano de Bienestar Familiar (ICBF), entre los que había 152 niños y adolescentes no acompañados. Si bien esta entidad se encarga de garantizar los mínimos vitales en cuanto a techo, alimentación, vestido y educación, la atención resulta insuficiente. Las directrices de la institución no toman en cuenta las dinámicas del conflicto armado y lo vulnerable que es esta población ante las organizaciones ilegales, así como tampoco prevén la dificultad que tienen los niños a la hora de adaptarse a entornos educativos donde predominan la xenofobia y la discriminación, lo que provoca deserción escolar. Por eso, Nicolás Mantilla, investigador de niñez y adolescencia migrante y refugiada, asegura que se debe crear una política pública específica para esta población, enfocada en el interés superior del niño y en el principio de no discriminación.
Ante este escenario, el ICBF y Acnur firmaron un acuerdo para fortalecer el trabajo de los defensores de familia y sus equipos, con la idea de garantizar la protección de los derechos de los niños y adolescentes provenientes de Venezuela.
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Abandonar Venezuela por falta de oportunidades y ver en Colombia la posibilidad de un mejor futuro, ya sea para quedarse o para hacer una parada previa a su país de destino. Tener de un lado de la frontera la incapacidad de acceder a comida, implementos personales y educación, pero encontrarse al otro lado del borde con más incertidumbres que certezas. Los niños, niñas y adolescentes separados y no acompañados son un fenómeno invisibilizado en medio de la ola de migración venezolana, y varias alertas se han prendido en torno a la vulnerabilidad de esta población. Los pronunciamientos van y vienen: no hay una guía a la cual remitirse para trabajar con ellos, la institucionalidad colombiana, además de funcionar bajo principios ajenos a la población migrante, pues aquellos están centrados en los mecanismos de protección de la niñez nacional, a veces termina siendo perjudicial para ellos y el reclutamiento forzado, así como la trata de personas, se convierten en una amenaza latente para quienes toman la decisión de cruzar la frontera.
Desafiar la geografía, pasando por trochas, ríos y montañas, es solo el principio. Aquellos que deberían estar ocupando los salones de clase, que deberían estar viviendo la adolescencia en espacios seguros, como la casa o la escuela, entran a un mundo desconocido en donde la desinformación reina. No solo se trata de adentrarse a un espacio físico ajeno, sino que los niños, niñas y adolescentes separados y no acompañados, que usualmente tienen entre 12 y 17 años, deciden cruzar la frontera sin tener una ruta establecida. Su caminar está supeditado a lo que otros les dicen. Así, transitan a ciegas con la intención de, eventualmente, reencontrarse con sus padres o acceder a un trabajo que les permita sostener a sus familias a distancia.
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“Nosotros, históricamente, hemos sido un país que expulsa a su población a través de sus fronteras. No hay una claridad, y eso apenas lo estamos entendiendo todos, con relación a las problemáticas y situaciones que se presentan en el contexto de una migración, y específicamente con la niñez separada y no acompañada”, afirma Gloria Patricia Vergara, directora técnica de Apoyar, a los investigadores del Centro de Derechos Humanos de la UCAB. La funcionaria comenta que el número de niños y adolescentes venezolanos en Arauca es significativo: hay 248 separados, es decir, que están sin sus padres (pero con algún familiar), y 180 no acompañados, que no tienen a ningún miembro de su familia al lado. En 2019 el país recibió a más de 20.000 niños y adolescentes que llegaron solos, ya sea porque buscaban cumplir sus metas en un lugar distinto, porque querían huir de la crisis humanitaria o porque aspiraban dejar atrás la inseguridad que vive la región a manos de organizaciones ilegales transfronterizas, dada la desprotección del Estado venezolano. También hay que recordar que, según Save the Children Colombia, el 70 % de ellos saliaron de Venezuela buscando la reunificación familiar, mientras que otros dejaron sus casas para huir de la violencia doméstica.
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