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Una montaña de basura barrida por el viento. Debajo, cadáveres. Durante dos años, en el centro de Canadá, los restos de mujeres nativas americanas se han estado pudriendo en un vertedero donde un asesino en serie las arrojó.
Morgan Harris, de 39 años, Marcedes Myran, de 26 y una mujer no identificada: violadas, asesinadas, descuartizadas y tiradas a la basura en Winnipeg. Sus familiares no han podido enterrarlas y su búsqueda aún no ha comenzado. El cuerpo de Rebecca Contois, de 24 años, que sufrió la misma suerte, fue hallado en un contenedor.
Este es el último capítulo de una larga historia de violencia contra las mujeres aborígenes en Canadá: a menudo blanco de asesinos y desprotegidas por las autoridades, a las que se acusa de prestar poca atención a estos casos.
Además, suelen ser “apartadas por todo el mundo”, afirma Elle Harris, de 19 años, miembro de la nación de Long Plain, que lleva trenzas y una falda tradicional. Su madre, Morgan, tuvo una vida problemática, cuenta. Pasó años sin hogar tras perder la custodia de sus cinco hijos por su adicción a las drogas. “Se la llevaron así, como si no pasara nada. Me hubiera gustado verla una vez más...”.
Justo al lado del vertedero Prairie Green de Winnipeg, Elle Harris y su familia han instalado tipis, un fuego sagrado, vestidos rojos y una pancarta que pregunta: “¿Y si ésta fuera tu hija?”
Con frío, nieve y viento, llevan meses turnándose en este campamento improvisado “para ser visibles”, dice Harris, “para demostrar que no somos basura”. Pero también para poner en marcha las excavaciones. Hace tiempo que luchan por ello, alertando a los medios de comunicación, con manifestaciones e incluso una reunión con el primer ministro canadiense, Justin Trudeau.
Finalmente se llegó a un acuerdo después de que Wab Kinew asumiera la jefatura de la provincia de Manitoba a finales de 2023, siendo la primera persona indígena en la historia del país en ocupar este tipo de cargo. Pero a medida que pasaban los meses, la basura se acumulaba, complicando la búsqueda.
Hubo que desenterrar toneladas de escombros. Una operación así entraña “riesgos considerables”, según informes de expertos independientes, sobre todo en términos de exposición a productos tóxicos como el amianto. Al final, podría llevar años y costar varios millones de dólares.
La familia de Morgan Harris ha jurado que no se moverá hasta tanto hayan sacado su cuerpo.
“Historia devastadora”
El asesino en serie Jeremy Skibicki, un agitador racista, tenía como objetivo específico a las mujeres aborígenes que conocía en los refugios para personas sin hogar, según explicaron los fiscales durante el juicio que comenzó a finales de abril. El veredicto está previsto para el 11 de julio.
En el momento de su detención, el entonces ministro de la Corona y Relaciones con los Aborígenes, Marc Miller, reconoció que el caso era “el legado de una historia devastadora que tiene repercusiones en la actualidad”.
“Nadie puede decir con seguridad que esto no volverá a ocurrir y creo que es una vergüenza”. Las mujeres aborígenes representan alrededor de una cuarta parte de las víctimas de feminicidio en Canadá, a pesar de conformar menos del 4 % de la población femenina, según cifras oficiales.
Según estas estadísticas, tienen tres veces más probabilidades de ser asesinadas que las mujeres no aborígenes. La situación empeoró: a principios de los años 1980, las mujeres aborígenes representaban el 8 % de las víctimas. Y aunque a menudo son víctimas de algún allegado o un vecino, tienen más probabilidades de ser asesinadas por un desconocido que las no indígenas.
“Canadá es visto como un país que defiende los derechos humanos, pero está claro que algo falla”, afirma Hilda Anderson-Pyrz, una activista que lleva años defendiendo la causa de las mujeres aborígenes.
En 2019, tras dos años de investigación, una comisión nacional llegó a calificar de “genocidio” los miles de asesinatos y desapariciones de mujeres de los pueblos originarios de Canadá, como los dene, mohawk, ojibway, cree y algonquin, entre otros.
Aislamiento y marginación social, racismo, sexismo, prejuicios culturales: las mujeres indígenas se enfrentan a un nivel de violencia desproporcionadamente alto como consecuencia de “acciones e inacciones del Estado enraizadas en el colonialismo” y “una presunción de superioridad”, concluyó la comisión.
“Autopista de las lágrimas”
Los hijos pequeños de Marcedes Myran, otra de las víctimas de Skibicki, no entienden “por qué su madre está en un vertedero”.
“No sé qué decirles”, admite su bisabuela, Donna Bartlett, que los crió sola en su pequeña casa de un barrio periférico de Winnipeg.
Era una joven muy dulce, recuerda la matriarca, que no puede dejar de hablar de las travesuras de una niña a la que “le encantaba gastar bromas”.
“Sólo quiero recuperar un pedazo de ella para tenerlo con nosotros”, dice la mujer de 66 años, con el pelo largo teñido de rojo y la cara curtida. “Si hubiesen sido mujeres blancas, habrían buscado enseguida en el vertedero, eso es seguro”, afirma.
Contra este desprecio, contra este “racismo sistémico”, lucha desde hace años Gladys Radek, un poco más al oeste, en la “autopista de las lágrimas”.
A lo largo de esta franja perdida del norte de la Columbia Británica, la provincia de la costa del Pacífico, entre 40 y 50 mujeres -y algunos hombres- han desaparecido desde los años 1960.
El tramo de 725 km entre Prince Rupert, cerca de Alaska, y Prince George se ha convertido en el símbolo del feminicidio aborigen, la punta del iceberg. Pero es una realidad aún desconocida para la inmensa mayoría de los canadienses.
Lana Derrick, de 19 años, Alishia Germaine, de 15, Gloria Moody, de 26, Alberta Williams, de 24 y tantas otras: lo que suelen tener en común es que son jóvenes e indígenas. Muchas desaparecieron mientras hacían autostop o volvían a casa caminando por la autopista 16. Ninguna comunidad de la región se salvó.
Allí todo es espléndido y espectacular: las montañas nevadas, los inmensos árboles, el serpenteante río Skeena, las cascadas, la abundante fauna: zorros, osos, águilas...
Pero, periódicamente, los transeúntes tienen un recordatorio de la siniestra historia de la zona: a un lado de la carretera aparecen vestidos rojos clavados en postes, mensajes que prometen una recompensa por cualquier pista y viejas fotos de jovencitas con sonrisas deslumbrantes.
Jamás resuelto
El 21 de septiembre de 2005 al final de la tarde Tamara Chipman, miembro de la Nación Wet’suwet’en, se dirigía a Prince Rupert para ver a unos amigos cuando fue vista por última vez. Ese día hacía autostop. Tenía 22 años y un hijo.
Gladys Radek, su tía, la describe como “una joven enérgica a la que le encantaban las lanchas rápidas y la pesca”. Y, sobre todo, “la vida”. En estas comunidades aisladas y pobres, unidas únicamente por esta carretera bordeada de inmensos bosques donde no hay red telefónica ni transporte público, muchos jóvenes se ven obligados a hacer autostop para desplazarse. A menudo se cruzan con los numerosos trabajadores temporales que llegan a las minas: hombres solteros, bastante bien pagados.
El caso de Chipman, como la mayoría de las desapariciones y asesinatos en esa ruta, nunca se ha resuelto. “No se trata de un caso aislado, sino de una tragedia colectiva que el país se niega a afrontar”, afirma Radek, de 69 años y pelo largo y negro, que lamenta la fallida investigación.
Con voz profunda, describe cómo se propuso recorrer el país para contar la historia de todas esas mujeres cuyas vidas fueron destrozadas, para “ser la voz de esas familias, porque habían sido silenciadas”.
Cuando su destartalada furgoneta, cubierta de fotos de las desaparecidas, recorre los pueblos de la zona, la gente suele llamarla. Su lucha la lleva ahora fuera de Canadá para crear conciencia sobre el destino de estas mujeres. “Nunca dejaré de buscar”, afirma.
No estuvieron “a la altura”
“Cuando mi prima Lana desapareció hace 25 años, nos costó que la policía nos apoyara, porque no se tomaban el caso en serio”, dice Wanda Good. El padre de la joven nunca se recuperó.
Muchas familias han hecho la misma observación: investigaciones negligentes sobre mujeres que siguen siendo estigmatizadas y a menudo consideradas como drogadictas, prostitutas o alcohólicas. A menudo, dicen, han tenido que organizar ellas mismas las primeras búsquedas de pruebas o testigos.
La jefa de la policía nacional reconoció en 2018 durante la investigación nacional que sus servicios “no habían estado a la altura”.
Como demuestran todos los estudios, no hay confianza entre la policía y la población local. Estas malas relaciones tienen raíces históricas: durante décadas, la policía ha sido el brazo armado de las autoridades, imponiendo una política de asimilación forzosa a los pueblos originarios del país.
En la sede de la policía de la Columbia Británica, en las afueras de Vancouver, el veterano investigador de homicidios Wayne Clary intenta explicar la tragedia de la “autopista de las lágrimas”.
“Las zonas del norte están muy, muy aisladas. Algunas de las actividades que realizan estas mujeres, no sólo las indígenas, las ponen a disposición de hombres que se aprovechan de ellas”, dice. Y reconoce: “En el pasado, es posible que no hubiera comunicación”. Pero rechaza la acusación de que las investigaciones fueran negligentes.
Clary forma parte de la unidad E-Pana, creada en 2005, más de 30 años después de los primeros asesinatos, cuyo trabajo es “determinar si uno o más asesinos en serie son responsables de los crímenes de las jóvenes”.
Dieciocho mujeres figuran en la lista de la unidad: 13 homicidios y cinco desapariciones entre 1969 y 2006. Aún no se ha establecido ninguna relación entre los casos. Las investigaciones siguen abiertas, pero la unidad especial no se ocupa de nuevos homicidios.
Desde los primeros asesinatos, ha habido progresos, señala Wanda Good: la policía escucha más a las familias y se han instalado nuevas estaciones base para hacer la carretera más segura. “Estamos progresando, pero muy, muy lentamente”.
El homicidio más reciente, como el de Chelsey Quaw, una aborigen de 29 años, se remonta a noviembre.
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