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En el papel estaba escrito que sería una corresponsalía tranquila. Casi una temporada sabática en la encopetada capital de los Estados Unidos, donde casi nada ocurre por fuera del libreto. Si bien la mayoría de las decisiones que afectan al mundo surgen aquí, es inusual ver a los reporteros trabajar a deshoras o por fuera de los edificios oficiales u organismos multilaterales. Así era hasta el primer miércoles de 2021, día en el que energúmenos seguidores de Donald Trump transformaron a la capital de la diplomacia mundial, la ciudad de las buenas maneras, la del espíritu conservador y conciliador, en epicentro del caos. Ese día estalló la mayor crisis política en la historia reciente de la hasta hoy primera potencia mundial que desnudó de tajo las falencias del sistema político que rige al mundo. Un miércoles de invierno, que traía una tragedia anunciada, de la que esta nación aún no logra reponerse.
Alertado por miembros de la derrotada campaña reeleccionista de Donald Trump de que ese miércoles ocurriría “algo muy grande”, “algo heroico”, “algo que hará que el mundo entero hable de nosotros”, llegué a las 9:27 a.m. al National Mall, la amplia y céntrica explanada que une el Monumento de Lincoln con el Capitolio. No llegué solo. Lo hice con Susan Zeier, activista por los derechos de los veteranos de guerra, y su amiga Gene Tobar, ambas acérrimas seguidoras de Trump, que aterrizaron dos días antes en el aeropuerto Dulles desde Ohio y que la noche anterior me hicieron partícipe de una de las reuniones previas a la marcha.
En dicho encuentro, que congregó a unas 40 personas en un restaurante del condado de Fall Church, localizado en el estado de Virginia, contiguo a Washington D. C., palpé de primera mano la rabia en los corazones de los participantes, su frustración y su convicción sincera de que la presidencia le había sido arrebatada a su líder Trump por parte de los demócratas a través de trampa en los sufragios. Hipnotizados con las acusaciones de fraude electoral, los participantes del encuentro ultimaban detalles logísticos sobre comida, transporte y refrigerios, y se distribuían tareas bajo la dirección de tres hombres y una mujer que hablaban dando instrucciones al estilo militar. Nadie protestaba.
Pero ¿quién pagó sus boletos de avión? ¿Quién financia esta marcha? ¿Por qué veo tantos buses movilizando a partidarios de Trump y escoltados por la Policía? ¿Es una marcha paga con recursos propios del presidente o por su comité de recolección de aportes de la campaña? Formulé esas preguntas a varias instancias, incluidos voceros de la campaña y dos congresistas republicanos de origen latino, sin obtener respuesta. La incógnita sigue hasta el día de hoy.
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En el Obelisco, me llamó la atención la gran cantidad de personas provenientes de varios estados y cada minuto se congregaban más y más. Vi algunas personas de origen latino, muy pocas. No recuerdo haber visto ni afroamericanos ni orientales. La marcha de ese día fue de los estadounidenses de tez blanca.
Con el pasar de los minutos el ambiente se ponía más denso. Arengas, gritos en contra de Biden, de la izquierda comunista, de los medios de comunicación, que según los manifestantes facilitaron el robo electoral a Trump. También hablaban de robo de niños y tráfico de órganos y daban por sentado que, en caso de permitirle asumir la presidencia a Biden, este abriría la frontera sur permitiendo el ingreso de millones de indocumentados, “violadores de niños y narcotraficantes”, repetían. Ese día confluyeron todas las desgracias imaginarias o reales que alimentaban la rabia del colectivo. A esas alturas, pasadas las 11 de la mañana, muchos comenzaron a exhibir desafiantes sus puños, bates de béisbol, palos y astas de las banderas.
Cuando pasado el mediodía Trump apareció en la tarima, con su corbata roja y envuelto en una gabardina negra, la masa llegó al clímax. Lo vitorearon, no dejaban de aplaudirlo y hasta los más corpulentos fueron incapaces de contener las lágrimas ante su presencia. El entonces presidente los conminó a demostrar valentía y no dejarse robar las elecciones. “Nuestra democracia está en juego y es tu obligación ir al Capitolio a pelear”, les dijo Trump. De inmediato, varias decenas de personas, sin esperar que terminase su discurso, comenzaron a desplazarse hacia el Capitolio. Miembros de los grupos de derecha Proud Boys y Oath Keepers ya estaban allí.
Ellos intentarían boicotear la sesión conjunta de Cámara y Senado en la que el vicepresidente Mike Pence, al que Trump había descalificado minutos atrás, y la presidenta de la Cámara, la demócrata Nancy Pelosi, formalizarían la victoria de Biden a través del conteo de los votos del colegio electoral de varios estados.
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Logré llegar hasta unos cien metros de donde un reducido grupo de policías del Capitolio y cientos de manifestantes forcejeaban. La turba estaba frenética, gritando “1776″. Pregunté y aludían al año en el que los ciudadanos se revelaron contra el gobierno de Inglaterra, obteniendo su independencia. Los manifestantes estaban convencidos de tener la legitimidad de impedir a toda costa la proclamación de Biden como presidente y hacer que Trump permaneciera en el poder. Esa era su motivación y estaban dispuestos a hacerlo “aquí y ahora”, según gritaron. Lo que vino después es de conocimiento público: hacia las 2:15 de la tarde quienes estaban adelante lograron ingresar al Capitolio, hubo enfrentamientos con la Policía, granadas de humo, gas pimienta, catorce heridos y cinco muertos: un agente de la policía del Capitolio y cuatro manifestantes.
Fueron cuatro horas de desórdenes por los que hoy, según medios locales, 700 personas ya han sido acusadas de delitos federales, 70 ya fueron condenados y más de una veintena está en prisión. Por lo que ocurrió esa tarde de invierno, cuatro policías del Capitolio decidieron quitarse la vida.
Me asombré al ver la destreza de algunos manifestantes para subir las paredes y llegar a una de las terrazas del Capitolio, me pareció estar en una escena de Spiderman. Las tres granadas aturdidoras que escuché no amedrentaban a los manifestantes. Al contrario, les daban nuevos bríos. Y desde donde estaba parado los rumores se esparcieron más rápido que el gas pimienta: “Lograron entrar”, “la Policía del Capitolio se retiró”, “ya estamos en la casa del pueblo”, “necesitamos voluntarios para que vayan al frente”… pasaban la voz.
Muchos seguíamos las transmisiones en directo, a través de las redes sociales de quienes intentaban ingresar. Hasta que una noticia apacigüó los ánimos e hizo que varios decidieran irse del lugar: “Están disparándonos. Acaba de caer una chica”. En caso de ser verdad, la situación se tornaría más grave. Confirmé ese rumor con la oficina de Ashley Savage, vocera de la Policía de Arlington, que, además, confirmó que un equipo policial de ese condado apoyaría a sus colegas del Capitolio.
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La noticia de la muerte de Ashli Babbitt, exintegrante de la Fuerza Aérea de 35 años de edad, que recibió un disparo en el pecho dentro del Capitolio, cambió las cosas. Fue un golpe moral. Los cánticos y las arengas dieron paso a instantes de incertidumbre y a un silencio con sabor a derrota. Luego vinieron más golpes: el mensaje de Trump ordenándoles ir a casa, lo que interpretaron como un símbolo de abandono por parte de su líder, el anuncio de toque de queda en la ciudad de la alcaldesa Muriel Bowser y la llegada de los miembros de la Guardia Nacional, lo que confirmaba que el país estaba en estado de máxima alerta.
A partir de ese momento, Washington fue otra. Durante el día, interminables filas de automóviles intentaban sobrepasar los puestos de control militar. De noche fue una ciudad fantasma, aislada, sin habitantes a la vista. Solo los repartidores de comida, taxistas y periodistas podíamos circular de manera restringida por el centro de Washington, aunque las requisas eran permanentes.
El estado de tensión y desconfianza estuvo a la orden del día. Los políticos no confiaban entre sí, tampoco los miembros de la Guardia Nacional y la Policía. Unos y otros dieron declaraciones encontradas. Después de salir de cada rueda de prensa, yo me preguntaba si Donald Trump seguía al mando del país después del miércoles 6 de enero. Tengo mis dudas.
En más de 20 años de ejercicio profesional, el periodismo me ha llevado a reportar para agencias internacionales de prensa y medios del continente desde lugares como Israel, Palestina, Kenia, Argelia, China, México, Salvador, Nicaragua, Cuba y, por supuesto, Colombia. Pero en la segunda semana de 2021, fui testigo del mayor despliegue militar de arsenal y tropa de una potencia mundial tratando de hacerle frente a un enemigo invisible. Por primera vez, el Pentágono tuvo que hablar de estar luchando con un enemigo interno, al cual no podían dar de baja con las armas.
El 6 de enero y los días que le siguieron convirtieron a Washington en una ciudad sitiada por cuatro mil efectivos de la Guardia Nacional, tanques de guerra, vehículos de seguridad de última tecnología, helicópteros que sobrevolaban a pocos metros de las calles y edificios. Toda una superproducción al estilo Hollywood, salvo que en esta ocasión estaba pasando en la vida real.
Y lejos de llegar a su final, la película que comenzó ese miércoles 6 de enero aún no termina. El capítulo de hoy se centra en el precio que debería pagar Trump por su responsabilidad en los hechos. Los reflectores están sobre Mark Meadows, exjefe de la Casa Blanca de Trump, a quien el Departamento de Justicia está a punto de mandar a prisión por negarse a testificar sobre la responsabilidad de su exjefe. Mientras, los abogados del expresidente hacen esfuerzos para impedir que se hagan públicos los registros de ese día.
Lo que comenzó como una cobertura de una marcha de apoyo a Trump me convirtió en testigo, en el momento y el lugar indicados, de la noticia más trascendental del año, quizás en décadas, en Estados Unidos y, de paso, en el mundo.
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