“Un lugar donde pueda ser yo”: Orlando Gómez y su lucha por los migrantes LGBT
En un país donde la diversidad sexual aún es tabú, un periodista se atrevió a levantar la voz. Desde su programa de radio en Venezuela hasta su lucha como migrante en Colombia, Orlando Gómez ha enfrentado obstáculos, discriminación y violencia, pero su determinación y valentía lo han convertido en un símbolo de esperanza para la comunidad LGBT.
José David Escobar Franco
María Mónica Acuña Berrío
Para 2012, Orlando Manuel Gómez estaba feliz, emocionado y lleno de expectativas para sí mismo y su familia. Tenía 21 años y dirigía Sexodiverso, un programa radial sobre temas LGBT, en su natal Punto Fijo, en la península de Paraguaná, en la costa al norte del estado Falcón de Venezuela. Su país seguía siendo uno en donde no era seguro que un hombre besara a otro en la calle. Aun así, su programa cultivó una vasta audiencia en las madrugadas, mientras la ciudad dormía. Para entonces el régimen venezolano marcaba la línea editorial en la mayoría de los medios. Cuando llegó la época electoral, Orlando se rehusó a parcializar su programa y favorecer la campaña presidencial de Hugo Chávez.
“Entendí que solo querían usar mi programa para proselitismo y no lo permití. Quizás en el fondo nunca tuvieron intención de apoyar a la comunidad LGBT, sino ganar votos”, recuerda. No lo dejaron continuar.
Luego de esa experiencia decidió marcharse de su pueblo y orientar su vida a un nuevo lugar: la ciudad de Falcón, fuera del área rural. Allí, en sus propias palabras, “podría ser tal cual era, sin restricciones”. Pero en 2018, y ya con su título de comunicador social, era un periodista menos feliz, pues trabajaba para un diario oficialista, cubriendo temas que le interesaban poco y con un sueldo que no le alcanzaba para vivir. Por eso, cuando sus amigos le plantearon migrar a Colombia, la idea, en otro tiempo remota, se hizo una decisión inevitable.
No todos tenían claro a dónde llegar, pero sabían que había que irse. En cuestión de una semana Orlando diseñó una ruta junto a sus tres amigos y acordó encontrarse con Mariom, una amiga que había migrado dos años antes y que ahora trabajaba limpiando casas en Barranquilla. El 13 de mayo de 2018 se aseguró de pasar con su mamá todo el día de las madres y, al otro día, partió a Colombia. Los dos lloraron. Ella temía no volverlo a ver; él le hacía la promesa incierta de que algún día sí volverían a verse.
“Nunca se me olvidará esa imagen de mi madre en la terraza con mis dos hermanas y mi sobrinita llorando”, dijo.
En su maleta llevaba utensilios de cocina, comida para los próximos días y un “tostiarepas” por expresa recomendación de su mamá: una especie de horno portátil que, aunque engorroso, él sabía que le serviría para sobrevivir recordando las recetas de su madre. También guardó una camiseta que tenía bordada en la espalda la palabra “Periodista”, un regalo que se hizo a sí mismo cuando logró la proeza de graduarse. Ambos objetos integraron el kit de supervivencia para él. Con ellos, él repetía con especial devoción: “Esto me va a recordar siempre de dónde vengo, lo que soy y para dónde voy”.
El lunes 14 de mayo “salimos de Punto Fijo a Coro, capital de Falcón y de ahí hasta Maracaibo. Llegamos a las dos de la madrugada y seguimos por carretera hasta la frontera con Colombia, en Paraguachón, La Guajira”, señala. Orlando tenía su pasaporte y pudo pasar a sellarlo: “Mejor entrar de manera formal”, señaló. Pero aun así tuvo que tomar pasos irregulares y toparse con retenes. Primero la Guardia Bolivariana, luego el Ejército colombiano, seguido de los indígenas wayuus y los grupos armados en la trocha… todos ellos les exigieron dinero o dejar sus pertenencias, lo que tuvieran. Pero no a todos de la misma manera. Entre sus tres acompañantes de viaje estaba Laura*. A Laura “se le notaba” que era una mujer trans y por ello la Guardia Bolivariana la violentó.
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En el puente del río Limón, poco antes de llegar a Paraguachón, los oficiales -relata Orlando- la detuvieron y la separaron del grupo, la llevaron a un cuartito con la excusa de revisar que no estuviera transportando dólares escondidos en algún rincón de su cuerpo. Laura no llevaba dólares, pero los guardias, recuerda Orlando, no se detuvieron y allí, entre un grupo de hombres, la requisaron a la fuerza, la manosearon, se burlaron de ella y la intimidaron para que no contara lo sucedido. Asegura que en todo momento ella fue víctima de estigmatización y que en los controles eran siempre más insistentes con ella.
Pero lograron pasar y llegaron a Barranquilla, a un apartamento en donde apenas podían dormir y recobrar fuerzas para juntar dinero y seguir a los países que ellos veían como destino. Para tres de ellos Colombia era un lugar de tránsito; para Orlando, era su nuevo hogar. En Barranquilla se encontró con su amiga Mariom, y ella le recomendó empezar con un nuevo trabajo como lavador de carros mientras conseguía un “empleo formal” como periodista.
Lo emplearon en el turno nocturno y allí fue víctima del acoso de tres compatriotas que trabajaban con él. Un día, uno de los más experimentados colegas cerró el capó de uno de los automóviles mientras Orlando lo limpiaba y le lesionó de forma intencional el dedo meñique de su mano izquierda, el cual se quedó atorado por unos minutos en el interior del carro. Todavía conserva una cicatriz, como un tatuaje imborrable, de aquel cruel momento. Orlando recuerda que temía perder su dedo y pidió ayuda entre llantos, mientras el resto de sus compañeros se burlaban hasta que le ayudaron para calmar sus gritos.
Una noche, por un sueño, Orlando terminó odiando el agua. Nadaba en un mar que parecía no mojar su cuerpo. Era el de las playas de Adícora, en la Península de Paraguaná, al noreste de Venezuela, donde había pasado su adolescencia. Por un momento tuvo paz, pero luego sintió que el agua sí lo mojó. Despertó. En realidad estaba en el techo del lavadero de carros, durmiendo en una gomaespuma, “raquítica y mugrosa que podía ser una alfombra”.
La gomaespuma había absorbido el aguacero propio de la ribera del Magdalena. Orlando solía ser trasnochador. Seis meses antes seguramente hubiera estado despierto, escribiendo en su computador un reportaje para algún periódico, cobijado con su manta azul y entusiasmado por hacer lo que le gustaba: ser periodista. Ahora era víctima del agua: tenía la espalda molida por las ondas del tejado de asbesto, las manos entumecidas por la presión de la manguera, sus manos y sus pies arrugados por la humedad, y dedicaba unas 14 horas diarias a lavar carros.
El único lugar seco donde podía descansar era el techo, y su ritual consistía en ponerse ropa seca, para no resfriarse y contar estrellas en el cielo hasta dormir. Fue la medianoche en que su cansancio no le permitió contar estrellas ni considerar la posibilidad de la lluvia, que el agua lo invadió también en ese lugar. “La vida me había puesto en el otro extremo”, escribió tres años más tarde en una crónica.
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Orlando odiaba ese trabajo, pero al mismo tiempo lo apreciaba: era lo mejor que había podido conseguir y era el resultado de un esfuerzo enorme por encajar en una realidad nueva. Se grabó los consejos de Mariom: que cuando la señora cristiana dueña del parqueadero te entreviste, no se note que eres venezolano. “Intenta que tu acento pase por barranquillero, si te preguntan si sabes lavar carros, miente y di que sí, que tienes experiencia, no hables de tu carrera profesional y, sobre todo, que no se te note que eres gay”, le dijo Mariom.
La última era una tarea difícil en un entorno de “machos”, como el de los lavaderos de carros, pero Orlando se reprimió durante 10 meses. Sin embargo, un espacio de tanto contacto expondría lo que a su modo de ver para ese momento no era evidente. Algunos de sus compañeros intuyeron su orientación sexual y lo matonearon.
Otro día, otro colega que prefería trabajar en su mismo turno, le dijo a la jefa que tener un hombre gay en el lavadero iba a “contaminar el negocio”. La jefa, una cincuentona cristiana que no pensaba que Dios amara a todos por igual, echó a Orlando un Domingo de Ramos, mediante un mensaje de Whatsapp, Orlando casi sin poder creerlo, solo se conmovió hasta las lágrimas.
Orlando no sabía que en Colombia esa forma de discriminación laboral está prohibida y que aun siendo migrante podía denunciar. “No sabía que tenía derechos”, afirma, pero ya intuía que el país al que había llegado era uno más seguro para ser gay. En los meses anteriores había experimentado lo que para él era algo nuevo: ir por la calle tomado de la mano de su novio en plena vía pública. Su novio, paciente, le explicaba que no pasaba nada, que había ciertos lugares al sur de la ciudad donde era mejor no dar papaya, pero que en Colombia, donde ya se había legalizado el matrimonio entre parejas del mismo sexo, tomarse de la mano era algo básico. Mayor era su miedo a ser agredido cuando su novio se despedía de él con un beso antes de subirse al bus, pero nunca pasó nada. “Pese a lo difícil que es ser LGBT en Colombia, salir de mi país también fue una forma de vivir mi orientación sexual en libertad”, apunta.
Luego de la experiencia laboral fallida en el lavadero consiguió un trabajo como mesero y luego otro como cocinero, en el que debía preparar comidas rápidas. Sus meses pasaron de un empleo a otro hasta que un día, mientras buscaba información sobre cómo acceder a pruebas de VIH para ayudar a otras personas migrantes que necesitaban apoyo, conoció a Frank, un alegre compatriota que trabajaba en Caribe Afirmativo, una fundación que lucha por los derechos de la población LGBT y que ha hecho particular esfuerzo en la inclusión de la población migrante. Rápidamente se hicieron amigos y Frank le propuso formar parte de un proyecto nuevo llamado Red Integra: un espacio dirigido a población LGBTIQ venezolana. Orlando aceptó y, meses más tarde, ya estaba adelantando agenda como activista LGBT migrante en la ciudad. Fue como un “resurgir de su vida como activista, líder diverso y profesional de las comunicaciones”.
Pero la inclusión no era suficiente. Para Orlando era urgente que hubiera un colectivo dedicado exclusivamente a la población migrante LGBT que se asegurara de que nadie pasara por lo que él pasó. Ya existían en Barranquilla varios colectivos de migrantes que se ayudaban entre sí, pero estos no tenían enfoques diferenciales y, en algunos, existía discriminación hacia las personas diversas. Pero ahora tenía herramientas que antes no: conocía sus derechos, tenía una red de apoyo y conocía la cooperación internacional que apoyaba proyectos como el suyo. Por eso, con un grupo de amigos, fundó Identidades diversas, un colectivo para informar a personas migrantes LGBT sobre sus derechos y trabajar por su integración. Pese a que no existiera otra iniciativa así, le tomó por sorpresa que un proyecto pequeño captase la atención del alto comisionado de las Naciones Unidas para los Refugiados (Acnur).
La Acnur le ayudó a identificar las necesidades de más migrantes LGBT. Conoció a más personas que habían pasado por lo mismo que él, pero también otras que lo habían tenido peor: trata de personas, retención de documentos, explotación sexual..., eran algunas vivencias comunes. Atención psicosocial, asistencia jurídica para la migración, empleabilidad, vivienda, ayuda humanitaria y prevención de violencias eran algunas de las necesidades que encontraron. Aun con aquellos que habían pasado vejámenes como él, como hombre cisgénero, no alcanzaba a imaginar, compartió el haber vivido la angustia de no saber que como migrante y como persona LGBT tenía derechos en Colombia.
A la fecha, Orlando divide su tiempo entre ser mesero y trabajar en Identidades Diversas, donde lleva un año brindando acompañamiento a personas migrantes LGBT en Colombia. En colectivo han creado redes seguras para que los migrantes vivan con tranquilidad su sexualidad y su identidad de género y puedan, a la vez, integrarse al país. Orlando aún tiene la esperanza de trabajar como comunicador social para cumplirles la promesa a su mamá y a su natal Venezuela.
*El nombre de algunos personajes en esta historia fue cambiado para proteger su identidad.
**Este reportaje fue posible gracias al apoyo del pueblo de Estados Unidos a través de su Agencia para el Desarrollo Internacional (Usaid). El contenido no representa las opiniones de Usaid ni del gobierno de Estados Unidos de América.
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Para 2012, Orlando Manuel Gómez estaba feliz, emocionado y lleno de expectativas para sí mismo y su familia. Tenía 21 años y dirigía Sexodiverso, un programa radial sobre temas LGBT, en su natal Punto Fijo, en la península de Paraguaná, en la costa al norte del estado Falcón de Venezuela. Su país seguía siendo uno en donde no era seguro que un hombre besara a otro en la calle. Aun así, su programa cultivó una vasta audiencia en las madrugadas, mientras la ciudad dormía. Para entonces el régimen venezolano marcaba la línea editorial en la mayoría de los medios. Cuando llegó la época electoral, Orlando se rehusó a parcializar su programa y favorecer la campaña presidencial de Hugo Chávez.
“Entendí que solo querían usar mi programa para proselitismo y no lo permití. Quizás en el fondo nunca tuvieron intención de apoyar a la comunidad LGBT, sino ganar votos”, recuerda. No lo dejaron continuar.
Luego de esa experiencia decidió marcharse de su pueblo y orientar su vida a un nuevo lugar: la ciudad de Falcón, fuera del área rural. Allí, en sus propias palabras, “podría ser tal cual era, sin restricciones”. Pero en 2018, y ya con su título de comunicador social, era un periodista menos feliz, pues trabajaba para un diario oficialista, cubriendo temas que le interesaban poco y con un sueldo que no le alcanzaba para vivir. Por eso, cuando sus amigos le plantearon migrar a Colombia, la idea, en otro tiempo remota, se hizo una decisión inevitable.
No todos tenían claro a dónde llegar, pero sabían que había que irse. En cuestión de una semana Orlando diseñó una ruta junto a sus tres amigos y acordó encontrarse con Mariom, una amiga que había migrado dos años antes y que ahora trabajaba limpiando casas en Barranquilla. El 13 de mayo de 2018 se aseguró de pasar con su mamá todo el día de las madres y, al otro día, partió a Colombia. Los dos lloraron. Ella temía no volverlo a ver; él le hacía la promesa incierta de que algún día sí volverían a verse.
“Nunca se me olvidará esa imagen de mi madre en la terraza con mis dos hermanas y mi sobrinita llorando”, dijo.
En su maleta llevaba utensilios de cocina, comida para los próximos días y un “tostiarepas” por expresa recomendación de su mamá: una especie de horno portátil que, aunque engorroso, él sabía que le serviría para sobrevivir recordando las recetas de su madre. También guardó una camiseta que tenía bordada en la espalda la palabra “Periodista”, un regalo que se hizo a sí mismo cuando logró la proeza de graduarse. Ambos objetos integraron el kit de supervivencia para él. Con ellos, él repetía con especial devoción: “Esto me va a recordar siempre de dónde vengo, lo que soy y para dónde voy”.
El lunes 14 de mayo “salimos de Punto Fijo a Coro, capital de Falcón y de ahí hasta Maracaibo. Llegamos a las dos de la madrugada y seguimos por carretera hasta la frontera con Colombia, en Paraguachón, La Guajira”, señala. Orlando tenía su pasaporte y pudo pasar a sellarlo: “Mejor entrar de manera formal”, señaló. Pero aun así tuvo que tomar pasos irregulares y toparse con retenes. Primero la Guardia Bolivariana, luego el Ejército colombiano, seguido de los indígenas wayuus y los grupos armados en la trocha… todos ellos les exigieron dinero o dejar sus pertenencias, lo que tuvieran. Pero no a todos de la misma manera. Entre sus tres acompañantes de viaje estaba Laura*. A Laura “se le notaba” que era una mujer trans y por ello la Guardia Bolivariana la violentó.
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En el puente del río Limón, poco antes de llegar a Paraguachón, los oficiales -relata Orlando- la detuvieron y la separaron del grupo, la llevaron a un cuartito con la excusa de revisar que no estuviera transportando dólares escondidos en algún rincón de su cuerpo. Laura no llevaba dólares, pero los guardias, recuerda Orlando, no se detuvieron y allí, entre un grupo de hombres, la requisaron a la fuerza, la manosearon, se burlaron de ella y la intimidaron para que no contara lo sucedido. Asegura que en todo momento ella fue víctima de estigmatización y que en los controles eran siempre más insistentes con ella.
Pero lograron pasar y llegaron a Barranquilla, a un apartamento en donde apenas podían dormir y recobrar fuerzas para juntar dinero y seguir a los países que ellos veían como destino. Para tres de ellos Colombia era un lugar de tránsito; para Orlando, era su nuevo hogar. En Barranquilla se encontró con su amiga Mariom, y ella le recomendó empezar con un nuevo trabajo como lavador de carros mientras conseguía un “empleo formal” como periodista.
Lo emplearon en el turno nocturno y allí fue víctima del acoso de tres compatriotas que trabajaban con él. Un día, uno de los más experimentados colegas cerró el capó de uno de los automóviles mientras Orlando lo limpiaba y le lesionó de forma intencional el dedo meñique de su mano izquierda, el cual se quedó atorado por unos minutos en el interior del carro. Todavía conserva una cicatriz, como un tatuaje imborrable, de aquel cruel momento. Orlando recuerda que temía perder su dedo y pidió ayuda entre llantos, mientras el resto de sus compañeros se burlaban hasta que le ayudaron para calmar sus gritos.
Una noche, por un sueño, Orlando terminó odiando el agua. Nadaba en un mar que parecía no mojar su cuerpo. Era el de las playas de Adícora, en la Península de Paraguaná, al noreste de Venezuela, donde había pasado su adolescencia. Por un momento tuvo paz, pero luego sintió que el agua sí lo mojó. Despertó. En realidad estaba en el techo del lavadero de carros, durmiendo en una gomaespuma, “raquítica y mugrosa que podía ser una alfombra”.
La gomaespuma había absorbido el aguacero propio de la ribera del Magdalena. Orlando solía ser trasnochador. Seis meses antes seguramente hubiera estado despierto, escribiendo en su computador un reportaje para algún periódico, cobijado con su manta azul y entusiasmado por hacer lo que le gustaba: ser periodista. Ahora era víctima del agua: tenía la espalda molida por las ondas del tejado de asbesto, las manos entumecidas por la presión de la manguera, sus manos y sus pies arrugados por la humedad, y dedicaba unas 14 horas diarias a lavar carros.
El único lugar seco donde podía descansar era el techo, y su ritual consistía en ponerse ropa seca, para no resfriarse y contar estrellas en el cielo hasta dormir. Fue la medianoche en que su cansancio no le permitió contar estrellas ni considerar la posibilidad de la lluvia, que el agua lo invadió también en ese lugar. “La vida me había puesto en el otro extremo”, escribió tres años más tarde en una crónica.
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Orlando odiaba ese trabajo, pero al mismo tiempo lo apreciaba: era lo mejor que había podido conseguir y era el resultado de un esfuerzo enorme por encajar en una realidad nueva. Se grabó los consejos de Mariom: que cuando la señora cristiana dueña del parqueadero te entreviste, no se note que eres venezolano. “Intenta que tu acento pase por barranquillero, si te preguntan si sabes lavar carros, miente y di que sí, que tienes experiencia, no hables de tu carrera profesional y, sobre todo, que no se te note que eres gay”, le dijo Mariom.
La última era una tarea difícil en un entorno de “machos”, como el de los lavaderos de carros, pero Orlando se reprimió durante 10 meses. Sin embargo, un espacio de tanto contacto expondría lo que a su modo de ver para ese momento no era evidente. Algunos de sus compañeros intuyeron su orientación sexual y lo matonearon.
Otro día, otro colega que prefería trabajar en su mismo turno, le dijo a la jefa que tener un hombre gay en el lavadero iba a “contaminar el negocio”. La jefa, una cincuentona cristiana que no pensaba que Dios amara a todos por igual, echó a Orlando un Domingo de Ramos, mediante un mensaje de Whatsapp, Orlando casi sin poder creerlo, solo se conmovió hasta las lágrimas.
Orlando no sabía que en Colombia esa forma de discriminación laboral está prohibida y que aun siendo migrante podía denunciar. “No sabía que tenía derechos”, afirma, pero ya intuía que el país al que había llegado era uno más seguro para ser gay. En los meses anteriores había experimentado lo que para él era algo nuevo: ir por la calle tomado de la mano de su novio en plena vía pública. Su novio, paciente, le explicaba que no pasaba nada, que había ciertos lugares al sur de la ciudad donde era mejor no dar papaya, pero que en Colombia, donde ya se había legalizado el matrimonio entre parejas del mismo sexo, tomarse de la mano era algo básico. Mayor era su miedo a ser agredido cuando su novio se despedía de él con un beso antes de subirse al bus, pero nunca pasó nada. “Pese a lo difícil que es ser LGBT en Colombia, salir de mi país también fue una forma de vivir mi orientación sexual en libertad”, apunta.
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Pero la inclusión no era suficiente. Para Orlando era urgente que hubiera un colectivo dedicado exclusivamente a la población migrante LGBT que se asegurara de que nadie pasara por lo que él pasó. Ya existían en Barranquilla varios colectivos de migrantes que se ayudaban entre sí, pero estos no tenían enfoques diferenciales y, en algunos, existía discriminación hacia las personas diversas. Pero ahora tenía herramientas que antes no: conocía sus derechos, tenía una red de apoyo y conocía la cooperación internacional que apoyaba proyectos como el suyo. Por eso, con un grupo de amigos, fundó Identidades diversas, un colectivo para informar a personas migrantes LGBT sobre sus derechos y trabajar por su integración. Pese a que no existiera otra iniciativa así, le tomó por sorpresa que un proyecto pequeño captase la atención del alto comisionado de las Naciones Unidas para los Refugiados (Acnur).
La Acnur le ayudó a identificar las necesidades de más migrantes LGBT. Conoció a más personas que habían pasado por lo mismo que él, pero también otras que lo habían tenido peor: trata de personas, retención de documentos, explotación sexual..., eran algunas vivencias comunes. Atención psicosocial, asistencia jurídica para la migración, empleabilidad, vivienda, ayuda humanitaria y prevención de violencias eran algunas de las necesidades que encontraron. Aun con aquellos que habían pasado vejámenes como él, como hombre cisgénero, no alcanzaba a imaginar, compartió el haber vivido la angustia de no saber que como migrante y como persona LGBT tenía derechos en Colombia.
A la fecha, Orlando divide su tiempo entre ser mesero y trabajar en Identidades Diversas, donde lleva un año brindando acompañamiento a personas migrantes LGBT en Colombia. En colectivo han creado redes seguras para que los migrantes vivan con tranquilidad su sexualidad y su identidad de género y puedan, a la vez, integrarse al país. Orlando aún tiene la esperanza de trabajar como comunicador social para cumplirles la promesa a su mamá y a su natal Venezuela.
*El nombre de algunos personajes en esta historia fue cambiado para proteger su identidad.
**Este reportaje fue posible gracias al apoyo del pueblo de Estados Unidos a través de su Agencia para el Desarrollo Internacional (Usaid). El contenido no representa las opiniones de Usaid ni del gobierno de Estados Unidos de América.
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