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Mábel, de 33 años, huyó de Tolima por el conflicto armado colombiano, por el temor al reclutamiento de menores. Tiene cuatro hijos. Su idea era llegar a Canadá, atravesar Estados Unidos para llegar hasta allá, o eso le contó a EFE, pero fue deportada justo cuando Washington se alistaba para ponerle fin al Título 42. En un centro de detención de migrantes en Texas “sufrió un trato inhumano”. Allí, dijo, la obligaron, como a otros más, a entregar sus pertenencias, no le permitieron bañarse ni cepillarse los dientes y las comidas que le proporcionaron estaban en mal estado. “Nos encadenaron las manos, pies y cintura”. Los oficiales la acusaron de “llevar cocaína”.
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Jerson, que desde Bucaramanga emprendió viaje con su esposa e hijos pequeños, en busca de “mejores oportunidades”, le señaló a la agencia de noticias que sufrió maltratos en su intento de cruzar la frontera desde México. Dividieron a su familia y los enviaron a una cárcel. Los mantuvieron bajo vigilancia las 24 horas y les impidieron dormir. A él y a su hijo, según contó, les proporcionaron ropa interior femenina. Cree que no intentará de nuevo llegar a Estados Unidos, seguirá siendo carpintero aquí.
Como ellos, cientos de colombianos llegaron la semana pasada al aeropuerto internacional El Dorado desde Estados Unidos. “Nos impactaron un poco las condiciones en las que lo hicieron”, afirmó Iván Mauricio Gaitán Gómez, consejero para asuntos migratorios para la Alcaldía de Bogotá, quien, además, comentó que se ha tratado de atender a los 380 migrantes que llegaron la semana pasada, 70 de los cuales fueron alojados en hogares de paso en la capital. Él tiene una preocupación, y esa tiene que ver con las capacidades de dar respuesta al desafío que supone la migración, pues, según afirmó el defensor del Pueblo, Carlos Camargo, en los próximos meses estarían llegando 14.000 colombianos más retornados desde Estados Unidos. “Es un momento para que la cooperación internacional cumpla un rol fundamental en esta nueva coyuntura de retornados, de inadmisiones, de deportados. Se vienen momentos fuertes”.
Daniella Monroy, investigadora adscrita al Observatorio de Venezuela de la Universidad del Rosario, cree que se ha roto un pacto de confianza. “Lo que se evidencia con este ciclo de deportaciones es que, por un lado, hay un gobierno de Estados Unidos agradecido por la política de acogida de Colombia con respecto a los migrantes venezolanos, pero, por otro, hay medidas hostiles que no solo incluyen deportaciones a los colombianos, sino los procedimientos en presuntas condiciones indignas y violatorias de derechos humanos por parte de las autoridades estadounidenses”. Esto, en momentos en los que el manejo de la migración se ha convertido en un tema central en la relación bilateral y en los que si bien en el marco del fin del Título 42 se anunció la creación de los centros de procesamiento para migrantes en Colombia y Guatemala, así como de un plan de reunificación familiar al que pueden aplicar los colombianos, un punto crítico han sido los vuelos de repatriación.
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El subsecretario de Política Fronteriza e Inmigración del Departamento de Seguridad Nacional, Blas Núñez-Neto, a través de una rueda de prensa telefónica, aseguró la semana pasada que Estados Unidos se toma “muy en serio” las alegaciones de maltrato y que todas ellas se investigan. Sin embargo, dijo que ha habido “incidencias de violencia o desorden en muchos (o algunos) vuelos de repatriación, y que a veces se ha necesitado contener a las personas en los vuelos”. Monroy cree que no es posible negar que conductas de este tipo se hayan presentado en algunos casos, no obstante, enfatiza en que esta es una narrativa cada vez más común en la que se trata a los migrantes irregulares como personas que están delinquiendo o que tienen un comportamiento de “bestias”, tendiendo a la generalización. Gaitán Gómez añadió: “Estas medidas de contención pueden traer más problemas que beneficios y, bajo el argumento de seguridad, podemos incurrir en fallas en el tratamiento a los migrantes”. Es una cuestión, además, de salud, comentó.
Esta semana, según afirmaron fuentes cercanas al asunto, no han llegado más aviones con deportados al país, mientras que en Migración Colombia le confirmaron a este diario que “en estos días” no se esperan más vuelos de familias retornadas. Lo cierto, y en lo que coinciden Monroy y Gaitán Gómez, es que esta medida, más la suspensión del Título 42, no desincentiva la migración. Hay hambre y necesidades, habrá más migración. El temor es que se desarrolle una crisis de movilidad humana, en la que Colombia está en medio del paso por el Tapón del Darién, y es el canal más apetecido para emprender la ruta hacia el norte de las Américas, y que, al no poder pasar y sean retornados, las ciudades entren a asumir los retos detrás de la migración. Habrá personas que tomen la decisión de migrar en condiciones más peligrosas y difíciles, sí. Habrá otras que decidan no hacerlo, pero que podrían entrar a figurar entre las cifras de desempleo y pobreza.
Andrés Besserer, investigador doctoral en la Universidad de Nueva York, dice que hay varios riesgos asociados a las deportaciones que no están circunscritos a las personas: maltratos físicos y psicológicos, incumplimiento de los derechos y del Estado de derecho, pues la deportación “debe ocurrir en un marco jurídico pulcro y no debe ser un acto unilateral”, la separación familiar y, finalmente, que quede gente entre países, es decir, que no se les deporte a sus lugares de origen y lleguen a un territorio donde no son reconocidos como nacionales. Entretanto, Gaitán Gómez cree que Colombia y las ciudades deben empezar a dialogar para que los vuelos sean graduales, tengan una caracterización detallada de quiénes llegan, para así darles condiciones óptimas en el retorno a sus ciudades. “Debe haber una ruta democrática de integración, un pacto para las nuevas movilidades humanas”.
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