Capítulo del libro “Palestina en pedazos”
A propósito de la guerra en la Franja de Gaza, ayer publicamos la visión pacifista del novelista israelí Amos Oz. Hoy, la reciente crónica del viaje a sus raíces palestinas de una escritora que busca que la historia de su nación y de sus ancestros no desaparezca. En Colombia bajo el sello editorial Literatura Random House (2021).
Lina Meruane * / Especial para El Espectador
Volveres prestados
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Volveres prestados
Regresar. Ese es el verbo que me asalta cada vez que pienso en la posibilidad de Palestina. Me digo: no sería un volver sino apenas un visitar una tierra en la que nunca estuve, de la que no tengo ni una sola imagen propia. Lo palestino ha sido siempre para mí un rumor de fondo, un relato al que se acude para salvar de la extinción un origen compartido. No sería un regreso mío. Sería un regreso prestado, un volver en el lugar de otro. De mi abuelo. De mi padre. Pero mi padre no ha querido poner pie en esos territorios ocupados. Solo se ha acercado a la frontera. Una vez, desde El Cairo, dirigió sus ojos ya viejos hacia el este y los sostuvo un momento en el punto lejano donde podría ubicarse Palestina. (Recomendamos: La reflexión del escritor israelí Amos Oz sobre el histórico conflicto Israel-Palestina y su llamado a la paz).
Soplaba el viento, se levantaba un arenal de película y pasaban junto a él centenares de turistas de predecibles zapatillas y pantalones cortos y mochilas, turistas estrangulados por sus cámaras japonesas, las manos sudorosas llenas de paquetes. Turistas rodeados de guías y de intérpretes a los que no prestaban atención. Mi padre asomó la cabeza entre ellos. Extendió la mirada hacia ese pedacito de Palestina pegado al borde de Egipto, esa Palestina que se sentía distante y distinta a la idea que él tenía de Beit Jala. Esa era la Gaza cercada, acosada, musulmana y ajena. Estuvo, otra vez, mi padre, en el borde de Jordania; su vista pudo abarcar el desierto que atravesaba la frontera. Habría sido cosa de acercarse al cruce pero sus grandes pies permanecieron hundidos en la arena escurridiza de la indecisión. Viendo una oportunidad en la duda mi madre señaló, a lo lejos, su pequeño índice estirado y tieso, el extenso valle del río Jordán que se desprendía del monte Nebo, todas las aguas apuradas que la religión cristiana da por benditas, e insistió en pasar a Cisjordania. Tenemos que ir, le dijo con urgencia, como si fuera ella la palestina. Después de tantos años juntos así había llegado a sentirse mi madre, otra voz en ese clan rumoroso. Pero mi padre se dio la vuelta y caminó en dirección opuesta. No iba a someterse a la espera arbitraria, a la meticulosa revisión de su maleta, al abusivo interrogatorio de la frontera israelí y de sucesivos puestos de control. No iba a exponerse a ser tratado con sospecha. A ser llamado extranjero en una tierra que considera suya, porque ahí sigue, todavía invicta, la casa de su padre. Ahí, del otro lado, se encuentra esa herencia de la que nadie nunca hizo posesión efectiva. Quizás le espante la posibilidad de llegar a esa casa sin tener la llave, tocar la puerta de ese hogar vaciado de lo propio y lleno de desconocidos. Debe espantarle recorrer las calles que pudieron ser, si solo las cosas hubieran sido de otro modo, su patio de juegos. El martirio de encontrar, en el horizonte antes despejado de esas callejuelas, las pareadas viviendas de los colonos. Los asentamientos y sus cámaras de vigilancia. Los militares enfundados en sus botas y sus trajes verdes, sus largos rifles. Los alambres de púas y los escombros. Troncos de añosos olivos rebanados a ras de suelo o convertidos en muñones. O quizás es que cruzar la frontera significaría para él traicionar a su padre, que sí intentó volver. Volver una vez, en vano. La guerra de los Seis Días le impidió ese viaje. Se quedó con los pasajes comprados, con la maleta llena de regalos y la amargura de la desastrosa derrota que significó la anexión de más territorios palestinos. Esa guerra duró apenas una semana, pero el conflicto seguía su curso infatigable cuando murió mi abuela: la única compañera posible de su retorno. Esa pérdida lo lanzó a una vejez repentina e irreparable. Sin vuelta atrás. Como la vida de tantos palestinos que ya no pudieron o no quisieron regresar, que olvidaron incluso la palabra árabe del regreso; palestinos que llegaron a sentirse, como mis abuelos, chilenos comunes y corrientes. Los cuerpos de ambos están ahora en un mausoleo santiaguino al que yo no he vuelto desde el último entierro. Me pregunto si alguien habrá ido a visitarlos en estos últimos treinta años. Sospecho que no. Sospecho incluso, pero no pregunto, que nadie sabría decirme en qué lugar del cementerio están sus huesos.
Traducción definitiva
¿Con qué nombre se los despidió? ¿Con el Salvador del castellano o con el Issa árabe que significa Jesús? ¿Con el Milade o el María? Mi madre da un respingo en su silla y yo doy otro al escuchar por primera vez esos nombres: los de la lengua perdida. Mi padre se remueve en su asiento intentando recordar cuáles de ellos se tallaron en las lápidas.
Falsa pista de un apellido
Empiezo por escribir la palabra Meruane. Oprimo la lupa que inicia la búsqueda en una base de datos. El único resultado que me devuelve la pantalla es un artículo publicado en una revista británica. «Sahara en 1915»: así se titula. Echo a andar la máquina de la imaginación. Un Meruane explorador-de-cantimplora en el desierto. Un Meruane negro trasladado a Palestina (pasan por mi memoria las fotografías de mi padre treintañero, su pelo corto de pequeños rizos, grandes anteojos oscuros cubriendo su piel asoleada, labios anchos como los míos). El eslabón perdido de África en mi sangre, pienso. Pero las fechas no cuadran: alrededor de 1915 fue que mi abuelo emigró a Chile desde Levante. Me sumerjo de todos modos en la lectura y me enredo en datos de una topografía interrumpida y destrozada por la construcción de una vía ferroviaria. Se citan seis oasis argelinos y cauces de ríos deshidratados, trozos desolados de desierto, trechos de costra salmuera. Líneas más abajo aparece, por fin, la palabra. Meruane: otro lago salado y seco que nunca tuvo importancia y ha sido completamente borrado del mapa.
Recapitular
La recapitulación del pasado se ha vuelto dudosa incluso para mi padre. No le contaron suficiente o no prestó atención o lo que le llegó era material demasiado reciclado. Delega a menudo el relato en las hermanas que le quedan. Seguro tus tías saben, dice él deshaciéndose de mis preguntas, seguramente sabrán más que yo, repite, empujándome un poco más lejos con esa frase porque teme que también en sus hermanas el tiempo haya sembrado sus olvidos. Invariablemente mi tía-la-primogénita se defiende diciendo, cuando le pregunto cualquier detalle: ¿Cómo tu papá no te ha contado? Mi padre se encoge de hombros desde el otro extremo de la mesa. ¿Y no lees la revista Al Damir?, sigue la misma tía, la más memoriosa. Me obliga a recordarle que hace años me fui de Chile y no tengo acceso a esa publicación. ¿Y tu papá por qué no te la manda? Soy yo la que se encoge ahora. Hay una acusación de indiferencia en el aire. Una acusación que cae sobre mí y sobre mi padre aunque él mantiene, como muchos paisanos de esa generación, un vínculo solidario con Beit Jala del que jamás hace alarde. Ayudas monetarias que sumadas sostienen, allá, un colegio llamado Chile. Una plaza llamada Chile. Unos niños, palestinos de verdad, si acaso la verdad de lo palestino todavía existe.
Superstición musulmana
Esa es una superstición islámica, me dice Asma cuando llego a conocerla en Nueva York y le cuento esta parte chilena de nuestra historia palestina. ¿Qué es?, pregunto confundida, levantando la voz porque ha aumentado la bulla alrededor. Eso de no declarar lo que se hace por caridad es una creencia muy arraigada en el mundo musulmán, responde. El hecho debe permanecer en secreto o pierde su gracia. Pero mi padre no es musulmán, le digo a Asma, que sí lo es. No lo será, pero tu padre tiene una superstición islámica, insiste ella; como mi marido, agrega: él que también es cristiano está lleno de nuestras supersticiones.
Letras que nadie ha visto
Otra tarde, en algún regreso mío a Chile, le propongo a mi padre empezar a retroceder. Refrescar esos lugares que se nos han ido secando. Lugares,esos,de los que nos fuimos yendo sin volver la vista atrás. Él, como antes sus padres la Beit Jala natal, abandonó hace mucho la pequeña ciudad-de-provincia donde nació. Y yo, como ellos, me he ido moviendo: he tenido distintas direcciones. Alguna vez intenté volver a la casa santiaguina donde crecí. Bajo el mismo techo, aunque ya sin las paredes divisorias, se alojaba una tienda de alfombras persas. En medio de la más absoluta desorientación fui levantando uno por uno los bordes de las alfombras hasta que encontré una señal inequívoca del lugar donde estuvo mi cama: la herida que una de las patas de hierro había ido abriendo en el parqué a lo largo de los años. Ya no estaba la muralla de la que había que separar la cama cada mañana, para hacerla. Pero tampoco esa tienda existe más, ni existen las casas vecinas, ni los árboles, ni las rejas que solían delimitarlas. Más de una vez buscando mi casa pasé de largo. Que regresemos a la suya, entonces, a su vieja casa todavía en pie, le digo a mi padre, para desempolvarla, para parchar nosotros nuestro recuerdo. Le digo que de esa casa-de-provincia guardo apenas la imagen de una franja de tierra cultivada en el jardín trasero y de un gallinero de rejas oxidadas, al fondo, ya sin gallinas, el suelo regado todavía de plumas y maíz. Guardo el ruido de una llave de agua corriendo. Un patio interior de naranjos, también eso conservo. Y el suelo de azulejos de un largo corredor. Un piano negro que nunca oí tocar y que ahora yace silencioso en la sala de mi tía-la-segunda. Un paragüero junto al espejo de la entrada que no se sabe dónde fue a parar tras la muerte de mi tía-la-última. Me queda la puerta de madera sobre la línea de la vereda y un par de árboles espigados pero ralos levantando el asfalto. Y, más allá, una plaza de armas con su fuente de bronce y sus frondosos robles o tilos o quizás cedros libaneses traídos de otro tiempo. Tiendas rubricadas con letreros de apellidos palestinos escritos en alfabeto romano. Volver, le digo, a esas calles con ritmo de pueblo y a esa casa suya y de sus hermanas. Pero esa casa hace años dejó de ser nuestra, corrige mi padre de espaldas a mí, preparándose su eterno café negro pesado de borra. Se vendió lo que quedaba en esa casa cuando tu tata, dice, evitando el cierre de la frase. Se desarmó y se arrendó, la casa, y después vino el incendio. Se deshicieron también de la tienda de esquina donde mi abuelo vendía telas por metro sacadas de las empresas textiles de los Yarur y de los Hirmas, y ropa hecha (de camisas a calzoncillos a calcetines) y zapatos traídos de las fábricas de la calle Independencia. Casimires de Bellavista Tomé y rollos de seda, precisa mi padre y la cabeza se me llena de hilachas y de texturas, de colores. Pero no queda de eso ya más que imágenes arrugadas que no hay modo de planchar. El pesado metro de madera, la afilada tijera haciendo un boquete en el borde del tejido antes de que sus manos lo partieran de un tirón, los hilos desmayados sobre el mostrador, las ruidosas cifras sumadas en la máquina registradora de oscuro metal que iba añadiendo los precios de lanas, cintas y cordones o incluso de los colchones almacenados en el desván donde mi hermano-el-mayor y yo, la-del-medio, nos empujábamos mutuamente para desmayarnos sobre almohadas envueltas en bolsas de nailon transparente. Esa agonía de las cosas es lo que quiero salvar, o resucitar, pienso, pero antes de decírselo mi padre deja caer sobre esas vejeces moribundas algo que huele a fresco. No te había contado esto, dice, el café humeando en su mano. La pequeña ciudad-de-provincia acaba de rendir homenaje a sus antiguos comerciantes. Entre ellos está mi abuelo. Está su nombre en el letrero de una calle recién inaugurada. Letras de molde que ningún Meruane ha ido a mirar, no todavía. No hubo ceremonia ni corte de cinta. No hay fotos que registren ese hecho. Mi padre no está muy seguro de dónde quedó estampado su apellido, que es también el mío, el nuestro. Y acaso porque pido explicaciones y detalles y levanto las cejas o las junto sorprendida, él por fin acepta conducirme hacia el pasado por una sinuosa carretera inclinada hacia el noreste. Vayamos, dice, terminándose de golpe su café. Vayamos, como si de pronto la idea lo entusiasmara y necesitara remarcarlo subiendo su voz que siempre es baja. Empecemos a volver, si podemos, pienso yo, y anoto esta frase o esta duda en un pedacito de papel.
* Se publica con autorización de Penguin Random House Grupo Editorial. Lina Meruane nació en Chile en 1970. Su obra de ficción incluye la colección de relatos Las Infantas, y las novelas Póstuma, Cercada, Fruta podrida y Sangre en el ojo; esta última ha sido traducida al inglés, francés, alemán, portugués e italiano. Ha recibido los premios literarios Cálamo Otra Mirada(España, 2016), Sor Juana Inés de la Cruz (México, 2012) y Anna Seghers (Berlín, 2011), así como becas de la Fundación Guggenheim (2004), de National Endowment for the Arts(2010) y de DAAD Artists in Berlin(2017). Entre sus libros de no ficción se cuentan el ensayo Viajes virales, el ensayo-diatriba Contra los hijos y la crónica-ensayo Volverse Palestina, merecedora del Premio del Instituto Chileno Árabe de Cultura en 2015.