Torre de Tokio: espantapájaros eternos
Columna para acercar a los hispanohablantes a la cultura japonesa.
Gonzalo Robledo * @RobledoEnJapon / Especial para El Espectador, Tokio
El hambre voraz de los corresponsales extranjeros en Japón por informar sobre las tendencias exóticas e inusuales del país del sol naciente fue saciada con creces a principios de este siglo con la noticia de una remota aldea donde disfrazaban su menguante población con espantapájaros de tamaño real. (Lea aquí más columnas de Gonzalo Robledo sobre Japón).
El conductor desprevenido que atravesaba la carretera 439 a su paso por Nagoro, un pueblo situado en la isla de Shikoku, notaba con inquietud que los campesinos que labraban la tierra, las mujeres que esperaban un bus o los niños asomados en las ventanas de las escuelas estaban inusualmente quietos.
Trepados en los árboles o pescando al borde de un río, cada uno de los habitantes que aparecía en cada curva parecía congelado en un instante decisivo de su vida.
Al bajar la velocidad, o detenerse, el viajero confirmaba asombrado que los estáticos habitantes, casi todos con sombreros o gorras, vestían ropas reales, pero tenían caras de trapo blanco y ojos hechos con botones. Sus cuerpos, dispuestos en poses realistas, estaban rellenos de paja y algodón.
“Un sobrecogedor pueblo japonés donde los muñecos sustituyen a los difuntos”, dijo un titular que informó sobre las casi 350 esculturas de trapo dispersas por una aldea de unos treinta habitantes. Los medios lo describían como uno de los testimonios más elocuentes de la despoblación de las zonas rurales en una economía que, pese a seguir entre las primeras del mundo, suscitaba malos augurios.
Ayano Tsukimi, creadora del inquietante proyecto, contaba en repetidas entrevistas que había dejado su trabajo en la ciudad de Osaka, la segunda de Japón, para cuidar a su padre enfermo cuando, para proteger sus huertos de las aves, fabricó su primer espantapájaros.
Animada por la calidad de su obra, hizo un segundo muñeco de su madre fallecida. Luego otro de su vecina. Cuando se dio cuenta, había llenado un salón de clase de su abandonada escuela con alumnos fantasmales eternamente atentos al único gesto del profesor.
La atención mediática atrajo curiosos y el departamento de turismo de la isla vio una oportunidad para incrementar las visitas a la zona. Una agencia de turismo amablemente me envía fotos de espantapájaros y me pide ver su web donde descubro que en la isla de Shikoku se encuentra el camino de Henro, una de las pocas rutas de peregrinación religiosa que tiene forma circular en el mundo, con 88 templos.
En internet los comentarios de los visitantes a Nagoro suelen ser cándidos y bienintencionados tal vez, como sugiere un cínico youtuber, porque nadie lo ha visitado de noche cuando, advierte, puede ser espeluznante caminar por un pueblo donde todos sus habitantes quedaron convertidos en seres inanimados.
* Periodista y documentalista colombiano radicado en Japón.
El hambre voraz de los corresponsales extranjeros en Japón por informar sobre las tendencias exóticas e inusuales del país del sol naciente fue saciada con creces a principios de este siglo con la noticia de una remota aldea donde disfrazaban su menguante población con espantapájaros de tamaño real. (Lea aquí más columnas de Gonzalo Robledo sobre Japón).
El conductor desprevenido que atravesaba la carretera 439 a su paso por Nagoro, un pueblo situado en la isla de Shikoku, notaba con inquietud que los campesinos que labraban la tierra, las mujeres que esperaban un bus o los niños asomados en las ventanas de las escuelas estaban inusualmente quietos.
Trepados en los árboles o pescando al borde de un río, cada uno de los habitantes que aparecía en cada curva parecía congelado en un instante decisivo de su vida.
Al bajar la velocidad, o detenerse, el viajero confirmaba asombrado que los estáticos habitantes, casi todos con sombreros o gorras, vestían ropas reales, pero tenían caras de trapo blanco y ojos hechos con botones. Sus cuerpos, dispuestos en poses realistas, estaban rellenos de paja y algodón.
“Un sobrecogedor pueblo japonés donde los muñecos sustituyen a los difuntos”, dijo un titular que informó sobre las casi 350 esculturas de trapo dispersas por una aldea de unos treinta habitantes. Los medios lo describían como uno de los testimonios más elocuentes de la despoblación de las zonas rurales en una economía que, pese a seguir entre las primeras del mundo, suscitaba malos augurios.
Ayano Tsukimi, creadora del inquietante proyecto, contaba en repetidas entrevistas que había dejado su trabajo en la ciudad de Osaka, la segunda de Japón, para cuidar a su padre enfermo cuando, para proteger sus huertos de las aves, fabricó su primer espantapájaros.
Animada por la calidad de su obra, hizo un segundo muñeco de su madre fallecida. Luego otro de su vecina. Cuando se dio cuenta, había llenado un salón de clase de su abandonada escuela con alumnos fantasmales eternamente atentos al único gesto del profesor.
La atención mediática atrajo curiosos y el departamento de turismo de la isla vio una oportunidad para incrementar las visitas a la zona. Una agencia de turismo amablemente me envía fotos de espantapájaros y me pide ver su web donde descubro que en la isla de Shikoku se encuentra el camino de Henro, una de las pocas rutas de peregrinación religiosa que tiene forma circular en el mundo, con 88 templos.
En internet los comentarios de los visitantes a Nagoro suelen ser cándidos y bienintencionados tal vez, como sugiere un cínico youtuber, porque nadie lo ha visitado de noche cuando, advierte, puede ser espeluznante caminar por un pueblo donde todos sus habitantes quedaron convertidos en seres inanimados.
* Periodista y documentalista colombiano radicado en Japón.