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Como si fuera la llegada del anticristo al mundo cristiano, los japoneses temen una nueva erupción del monte Fuji desde hace al menos tres siglos y, a medida que se acercan celebraciones periódicas, como las fiestas de fin de año o el tributo a los antepasados, se intensifican los estudios sesudos y las predicciones sensacionalistas sobre la posible actividad del emblemático volcán. (Lea aquí más columnas de Gonzalo Robledo sobre Japón).
La última gran erupción de la montaña más famosa del país nipón tuvo lugar en 1707. Con motivo de su bicentenario y tricentenario, los medios japoneses se prodigaron en reportajes y entrevistas a expertos.
Cuando ocurrieron el terremoto de Kobe en 1995 y el gran terremoto del este de Japón en 2011 —que dio lugar al tsunami y al accidente nuclear de Fukushima—, la vulnerabilidad sísmica del archipiélago nipón se hizo tendencia en la conversación social y se volvió a hablar de la posible erupción del monte Fuji.
El majestuoso cráter de 3.776 metros de altura está situado entre la prefecturas de Yamanashi y Shizuoka, cuya población conjunta se acerca al millón y medio de personas. Algunas localidades están situadas en los valles adjuntos a sus faldas y, como ha sido costumbre desde Pompeya, sus pobladores priorizan la fertilidad de la tierra volcánica y el atractivo de una icónica montaña sobre un riesgo en el que prefieren no pensar muy a menudo.
Incluso el fabricante de automóviles Toyota construyó al lado del monte Fuji una ciudad experimental con el propósito de investigar nuevas formas de movilidad.
Se llama Woven City (ciudad tejida) en homenaje a la fábrica de telares que dio origen al gigante del motor. Unos cien empleados e investigadores vivirán en sus 47.000 metros cuadrados (el equivalente a unas 6,5 canchas de fútbol).
Aunque el proyecto se promociona como una inversión visionaria, puede ser considerado un reto temerario si se miran los estudios de los vulcanólogos japoneses del Consejo Central de Gestión de Desastres, quienes advierten que en los últimos 5.600 años el Fuji tuvo 180 erupciones.
Los expertos prevén que una erupción como la de 1707 produciría miles de millones de metros cúbicos de cenizas volcánicas peligrosas para el ser humano, por su alto contenido de cristales, y colapsaría los sistemas de transporte. El volumen de ceniza llegaría hasta Tokio y cubriría el centro de la capital nipona con unos tres centímetros de polvo volcánico.
La espera junto a la bestia dormida sigue siendo incierta y solo los estudios e informes oficiales perturban la rutina de un vecindario idílico con un volcán tan atractivo, que el gobierno local ha decidido, a partir de este verano, cobrar US$26 a quien quiera escalarlo, para evitar las aglomeraciones.
* Periodista y documentalista colombiano radicado en Japón.
Por Gonzalo Robledo * @RobledoEnJapon / Especial para El Espectador, Tokio
