Cuando el papa vio a Jesús: crónica de Gabriel García Márquez
Con motivo de la Semana Santa, rescatamos un texto sobre Pío XII enviado desde Roma por el entonces corresponsal de El Espectador en Europa y publicado en diciembre de 1955.
Gabriel García Márquez / Especial para El Espectador
En el preciso instante en que algunos periódicos de grande influencia en Italia vinculaban la actividad de Pío XII a las inminentes elecciones administrativas, alguien estrechamente vinculado al Vaticano permitió que se filtrara una noticia que ha conmovido al catolicismo: durante su crisis del año pasado, el Papa vio a Jesús junto a su lecho. En el trueno de la revelación, se pensó que, en efecto, el instante para divulgar el milagro había sido sabia y habilidosamente escogido. (Recomendamos: Crónica de Nelson Fredy Padilla sobre la obsesión de García Márquez con la muerte).
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En el preciso instante en que algunos periódicos de grande influencia en Italia vinculaban la actividad de Pío XII a las inminentes elecciones administrativas, alguien estrechamente vinculado al Vaticano permitió que se filtrara una noticia que ha conmovido al catolicismo: durante su crisis del año pasado, el Papa vio a Jesús junto a su lecho. En el trueno de la revelación, se pensó que, en efecto, el instante para divulgar el milagro había sido sabia y habilidosamente escogido. (Recomendamos: Crónica de Nelson Fredy Padilla sobre la obsesión de García Márquez con la muerte).
Pero todo parece indicar ahora que se trató de una imprudencia, de una indiscreción de alguien que quiso poner su grano de arena, espontáneamente, en el programa de popularización de Su Santidad. La noticia apareció modestamente disuelta en el curso de una crónica que el periodista católico Luigi Cavichioli publicó en el semanario de variedades Oggi, que se edita en Milán como todas las buenas revistas italianas. Ése ha sido no sólo el reportaje más completo y documentado que se ha publicado sobre la vida privada de Pío XII, sino que estaba ilustrado con una docena de fotografías exclusivas. La revista distribuyó y agotó en todo el mundo, en una semana, medio millón de ejemplares.
Pero antes de que saliera a la calle, casi todos los periódicos de Italia y las agencias internacionales habían reproducido el párrafo pertinente al milagro. La noticia es de una incalculable trascendencia para los católicos: en toda la historia de la Iglesia solamente una vez ha sido visto Jesús por un Papa, San Silvestre. En su desenfrenado y fervoroso entusiasmo, un periodista católico le puso a la noticia un título de escalofriante objetividad: «Cristo en el Vaticano». La revista apareció un viernes. El domingo, un semanario que se edita en el Vaticano, L’Osservatore della Domenica, confirmó plenamente la noticia.
El terremoto
La revelación ocasionó un terremoto periodístico. Pero las reacciones fueron muy diferentes. En primer término, los círculos más prudentes esperaron que el Vaticano diera una explicación más detallada a través de su órgano oficial, L’Osservatore Romano, que no se había ocupado del caso, a pesar de que tuvo dos días más que L’Osservatore della Domenica para publicar la confirmación.
Se creía que la forma en que estaba manejándose aquel delicadísimo material podría ocasionar una peligrosa onda de incredulidad. Algunos periódicos creyeron confirmada su tesis: una revelación de esa índole era un instrumento decisivo para la democracia cristiana. Pero en otros produjo un sentimiento de celo profesional la extraordinaria primicia de Oggi, y empezaron a buscarse nuevos milagros. La revista Epoca, anunció una semana más tarde que Pío XII había curado un niño ciego. Pero esta vez no hubo confirmación. En realidad, ya el problema era demasiado grande para acabar de complicarlo.
L’Osservatore Romano no se ocupó del caso, a pesar de la presión de la opinión pública y especialmente del mundo católico, que esperaba que el delicado material fuera manejado por el Vaticano y no por los redactores de los periódicos. Pero el Vaticano se encerró en una campana neumática. Y entonces fue cuando se llegó a la conclusión de que se había tratado, en el caso de la revelación, de una imprudente indiscreción. Y en el caso de la confirmación, de una interpretación no muy precisa de una orden cuyo origen no se ha podido precisar.
Pasos en falso
Sin embargo, los católicos siguen creyendo que no fue oportuna la actitud hermética del Vaticano, pues ella permitió que los periódicos dieran rienda suelta a su imaginación y al sarcasmo. El 22 de noviembre, el Paese preguntaba irrespetuosamente: «¿Fue la Madonna o il Figlio?». Y otros más arriesgados insistieron en que se precisara la fecha de la aparición, para demostrar que Pío XII no estuvo solo en su alcoba en ningún momento de su crisis.
La actitud de los sectores más respetuosos parece coincidir con la que asumió el escritor y periodista Curzio Malaparte, que no es propiamente católico ni propiamente nada. En su sección «Battibacco», de la revista Tempo, Malaparte decía:
«Que el Santo Padre haya visto a Jesús, o mejor, que Cristo en persona se haya dignado visitar al Santo Padre durante su grave enfermedad, es cosa posible y no seré yo ciertamente quien lo ponga en duda. Ni haré como esos intelectuales extranjeros, de gran fama y grande autoridad en materia de fe, que con el aire de acoger la noticia con profundo respeto han dejado escapar declaraciones que de todo tienen menos de respetuosas».
«Malaparteando»
Malaparte se refería, evidentemente, a François Mauriac, que dijo: «Mi reacción es de profunda emoción e igual respeto. Pero como cristiano, no me siento demasiado impresionado por la noticia». Y se refería también a la declaración del existencialista católico Gabriel Marcel: «Lo que más me impresiona es que un hombre cuyo juicio no ha sido afectado por la edad, haya declarado que la visión de Cristo se le presentó en estado de vigilia y no tuvo por tanto un carácter alucinatorio». Por su parte, uno de los más autorizados teólogos de la curia romana, el padre Raimondo Spiazzi, manifestó: «Este hecho no proporciona un nuevo motivo a nuestra fe, ni concede al Papa más autoridad como Papa». A esta última declaración, Malaparte respondió concretamente: «Me parece, padre Spiazzi, que en esto hay un error: porque un Papa que ve a Cristo tiene sin duda mucha más autoridad que un Papa que no lo ve».
«Declaraciones de tal género —comenta Malaparte—, si bien legítimas en una materia como ésta, me parecen sutilmente dubitativas. Y por eso las refuto. Sin embargo, habría sido mucho mejor que una noticia de semejante importancia (e importante no sólo para el Papa, sino para los católicos en general, y éste es su punto débil) hubiera sido comunicada al mundo no a través de un periódico, de una manera anónima, sino de la propia voz del pontífice. Se trata de un milagro y no de un suceso de crónica».
«Yo —concluyó Malaparte— creo en esta noticia. Pero con todo el respeto que tengo por la Iglesia, por la fe católica y por el Papa, no vacilo en afirmar que creería en ella mucho más si me la hubiera dado el Papa en persona y no el colaborador de un periódico».
La historia de la noticia
Como sucede con todas las grandes noticias, algo empezó entonces a ser más interesante que la noticia misma: la historia de la noticia. ¿Cómo salió aquella indiscreción de las habitaciones herméticamente privadas de Su Santidad? ¿Cuál fue el mecanismo que provocó su confirmación en L’Osservatore della Domenica y no en el órgano oficial del Vaticano? Parece indiscutible que las primeras voces salieron de sor Pascualina Lenher, la primera persona que habló en público de una aparición de Cristo en el Vaticano. Pero, evidentemente, no fue ella quien hizo la revelación a Luigi Cavicchioli. «Este secreto —dice el mencionado periodista— fue confiado por el Santo Padre a poquísimas personas, a las cuales pidió no divulgarlo. En efecto, el secreto ha sido mantenido hasta ahora y sólo la afectuosa indiscreción de uno de sus depositarios nos ha permitido conocer y divulgar este maravilloso episodio que sin duda conmoverá profundamente a todos los católicos del mundo».
La noticia fue dada sin espectacularidad, pero había un hecho que concedía a su redactor una grande autoridad: su crónica estaba ilustrada con fotografías exclusivas de Pío XII en el soleado patio de Castelgandolfo y en ella se hacían algunas revelaciones de la vida privada del pontífice, que hasta entonces eran absolutamente desconocidas. Por eso no se consideró como un folletín, sino que se atribuyó a una revelación personal de Pío XII.
Sin embargo, a pesar de que las fotografías y los preciosos datos son todos auténticos, estos últimos no fueron suministrados por Su Santidad. Fueron suministrados por el padre jesuita Virgilio Rotondi, a quien ahora se señala como el autor de «la defectuosa indiscreción».
De todos modos, no fue ése el origen verdadero del escándalo. Si el Vaticano hubiera guardado un hermético silencio, el interés periodístico hubiera tomado otros rumbos, arrastrado por nuevos acontecimientos, y la noticia se hubiera olvidado en pocos días. La verdadera alarma empezó con la confirmación de L’Osservatore della Domenica. Una confirmación que no esperaba nadie.
Cinco minutos decisivos
Ahora que la tempestad empieza a calmarse, los periódicos tratan de explicar el mecanismo de aquella confirmación. Desde el momento en que la noticia trascendió al público, el teléfono 55 01 41, de la Secretaría de Estado del Vaticano, empezó a sonar insistentemente. Eran telefonemas de periodistas impacientes que solicitaban a monseñor Angelo Dell’Acqua para conocer su opinión sobre la noticia. Monseñor Dell’Acqua se encontraba en una encrucijada: no podía negar una explicación, ni se atrevía a confirmar la noticia abiertamente por temor a que ella siguiera siendo objeto de una peligrosa especulación por parte de los periódicos. El Vaticano tiene una experiencia: hace algunos meses, cuando Pío XII vio a la Virgen de Fátima, L’Osservatore Romano publicó una fotografía espectacular. La publicó de buena fe, porque alguien, traspasado de fervor religioso, la llevó hasta la redacción del diario oficial de la Santa Sede. Y sólo después de publicada y divulgada por todo el mundo, se descubrió que era un truco fotográfico.
Temeroso seguramente de incurrir en un error semejante, monseñor Dell’Acqua distrajo a los periodistas, tratando de ganar tiempo. Pero simultáneamente, en la oficina de prensa del Vaticano se estaban recibiendo telefonemas de los periódicos de todo el mundo, para pedir confirmación de la noticia. Entonces fue cuando sucedió algo que nadie se ha podido explicar y que L’Europeo entiende de la siguiente manera: «La oficina de prensa se dirigió a monseñor Dell’Acqua, porque monseñor Dell’Acqua pertenece a la secretaría de Estado. Interpelado, monseñor Dell’Acqua dio su punto de vista: “Sería conveniente hacer un discreto comentario en L’Osservatore della Domenica, que no es un órgano oficial, mientras Su Santidad decide qué se hace”». Era un punto de vista de monseñor Dell’Acqua, pero dada su elevada autoridad, con un tiempo apremiante y los insistentes telefonemas de todo el mundo, el punto de vista fue interpretado como una orden. Al día siguiente, la confirmación apareció en el semanario cuando todo el mundo esperaba una noticia en L’Osservatore Romano.