Cuando Margaret Thatcher llegó al poder en el Reino Unido: “Nuestra victoria”
A propósito de los diez años de la muerte de la “dama de hierro”, fragmento de su libro autobiográfico “Los años de Downing Street”, disponible en Colombia bajo el sello editorial Debate.
Margaret Thatcher * / Especial para El Espectador
CAPÍTULO I
Gánale la carrera a la desinformación NO TE QUEDES CON LAS GANAS DE LEER ESTE ARTÍCULO
¿Ya tienes una cuenta? Inicia sesión para continuar
CAPÍTULO I
La llegada a la tienda
Primeros días y primeras decisiones
A PALACIO
En la madrugada del viernes, 4 de mayo, ya sabíamos que habíamos ganado, pero sólo en la tarde de ese mismo día conseguimos la clara mayoría de escaños que necesitábamos: 44, como después pudimos comprobar. El Partido Conservador formaría el próximo Gobierno. (Recomendamos: Siga lo último de la guerra en Ucrania: Acusan a Rusia de destruir una gran presa e inundar varios poblados).
Me acompañaban muchos amigos en las largas horas de espera de resultados en la sede central del Partido Conservador. Sin embargo, recuerdo una curiosa sensación de soledad, además de los nervios por lo que iba a suceder, cuando recibí la llamada telefónica que me convocaba a Palacio.
Estaba preocupada por no equivocarme en los detalles de procedimiento y protocolo; es asombroso cómo en ocasiones realmente importantes la mente suele fijarse en cosas que a la fría luz del día parecen insignificantes. Pero no se me quitaban de la cabeza los rumores de episodios embarazosos cuando un primer ministro se iba y otro lo reemplazaba: la salida de Ted Heath del Número 10 era un perfecto ejemplo de ello.
No pude evitar apiadarme de James Callaghan, que poco antes había admitido nuestra victoria en un breve discurso tan digno como generoso. Cualesquiera que fueran nuestras desavenencias pasadas y futuras, lo consideraba un patriota preocupado por los intereses de Gran Bretaña, y cuyos mayores disgustos se los había provocado su propio partido.
En torno a las tres menos cuarto de la tarde me llamaron a Palacio. Salí de la sede central, atravesando una multitud de partidarios, para coger el coche que nos llevaría a Denis y a mí en mi último viaje como líder de la oposición.
La mayoría de los primeros ministros suelen acudir a la audiencia en que se recibe autorización de la Reina para formar gobierno solamente una vez en su vida. La autorización inicial sigue siendo válida cuando un primer ministro electo gana las elecciones por segunda vez consecutiva, de modo que nunca tuve que renovarla en los años que ocupé mi cargo en el Gobierno.
Todas las audiencias con la Reina son estrictamente confidenciales, esta reserva es vital para el funcionamiento del Gobierno y de la Constitución. Yo celebraría estas audiencias con Su Majestad una vez por semana, normalmente los martes, cuando ella se encontraba en Londres, y en ocasiones en otros lugares, cuando la familia real se desplazaba a Windsor o a Balmoral.
Quizás me esté permitido aclarar dos puntos en lo tocante a estas reuniones. Quien imagine que eran una mera formalidad, o que se limitaban a un intercambio de cumplidos sociales, está muy equivocado: no son tensas, pero sí eficaces, y Su Majestad manifiesta una formidable comprensión de temas de actualidad, además de una amplísima experiencia. Y a pesar de que la prensa no se resistiera a la tentación de sugerir que había disputas entre Palacio y Downing Street, especialmente en lo que a temas de la Commonwealth se refiere, siempre me pareció absolutamente correcta la actitud de la Reina hacia la labor del Gobierno.
Claro está que, teniendo en cuenta las circunstancias, era muy apetitoso inventar historias sobre supuestos choques entre “dos mujeres poderosas”. En general, se escribieron más tonterías sobre el “factor femenino” durante mi época de jefe del Gobierno que sobre casi cualquier otra cosa. Siempre se me preguntaba cómo me sentía siendo una primera ministra de sexo femenino. Y yo siempre contestaba: “No lo sé: nunca he probado la otra posibilidad”.
Tras la audiencia, sir Philip Moore, secretario de la Reina, me llevó a su despacho por lo que se conoce como “las escaleras del primer ministro”. Allí encontré esperándome a mi nuevo secretario privado principal, Ken Stowe, listo para acompañarme a Downing Street. Ken había acudido a Palacio con el primer ministro saliente, James Callaghan, hacía escasamente una hora. Los funcionarios ya conocían bastante bien nuestra política, porque siempre examinan a fondo el manifiesto de la oposición, con vistas a una precipitada preparación del programa legislativo de una nueva Administración.
Naturalmente, como pronto descubrí, algunos altos funcionarios necesitarían algo más que una concienzuda lectura de nuestro manifiesto y unos cuantos discursos para comprender realmente los cambios que teníamos la firme intención de implantar. Además, lleva su tiempo establecer relaciones con subalternos que vayan más allá del nivel formal de respeto para convertirse en relaciones de confianza. Pero la enorme profesionalidad de los funcionarios británicos, que permite que los gobiernos entren y salgan con el mínimo trastorno y la máxima eficacia, es algo de lo que otros países con sistemas diferentes tienen mucho que envidiar.
Denis y yo abandonamos Buckingham Palace en el coche del primer ministro; mi coche anterior ya había pasado al señor Callaghan. Al salir por las puertas de Palacio, Denis observó que esta vez los guardias me saludaban. En aquellos días inocentes, antes de que las medidas de seguridad se hicieran mucho más férreas por temor al terrorismo, había multitud de personas queriendo darme la enhorabuena, turistas, periodistas y equipos de televisión esperándonos en Downing Street. La muchedumbre ocupaba toda la calle y se extendía hasta Whitehall. Denis y yo salimos del coche y avanzamos hacia ellos. Esto me dio oportunidad de repasar mentalmente lo que iba a decir en la puerta del Número 10.
Cuando nos volvimos hacia las cámaras y los periodistas, la ovación fue tan ensordecedora que nadie en la calle pudo oírme hablar. Afortunadamente, los micrófonos que me habían puesto delante recogieron mis palabras y las retransmitieron por radio y televisión.
Cité una famosa oración atribuida a San Francisco de Asís, que empieza diciendo: “Allí donde haya discordia, llevemos armonía”. Posteriormente, esta elección mía daría lugar a mucho sarcasmo, pero con frecuencia se olvida el resto de la cita. San Francisco pedía algo más que paz; la oración sigue diciendo: “Donde haya error, llevemos la verdad. Donde haya dudas, llevemos la fe. Y donde haya desesperación, llevemos la esperanza”.
Las fuerzas del error, la duda y la desesperación estaban tan firmemente atrincheradas en la sociedad británica, como el “invierno del descontento” había demostrado tan nítidamente, que no sería posible vencerlas sin alguna medida de discordia.
* Se publica con autorización de Penguin Random House Grupo Editorial.