Diálogos entre judíos y palestinos. Nacer entre bombas, morir entre cohetes
Crónica de una escritora de origen palestino sobre la vida en una región en guerra, pero donde siempre han convivido culturas diferentes, así la actual confrontación quiera mostrarlas como enemigas.
Yamila Fakhouri * @FakhouriYamila / ESPECIAL PARA EL ESPECTADOR
El día después de que Hamás asaltara un festival de música matando a cientos de personas y tomando rehenes, nació Nabil, el último miembro de mi familia palestina. Cuando hablo con mi prima por videollamada, ella, con la cabellera revuelta de recién levantada, me muestra al bebé vestido de azul, dormido plácidamente junto a su madre, que se recupera de una cesárea. Sonríe y yo le devuelvo la sonrisa con los ojos húmedos. Luego dirige la cámara a su cuarto, donde duermen Amyad, su esposo, y Rita, su hija de cuatro años, en una cama tan revuelta como su cabello. A continuación se dirige sigilosamente al patio. Pese a que ya no hay riesgo de despertar a nadie, no hablamos. Las dos lloramos mirándonos a los ojos cada una a un lado del teléfono. Ella, en Cisjordania; yo, en España. (Recomendamos: Lea la historia de Linda Guacharaca, la perra que inspiró libros de la escritora Yamila Fakhouri).
—Hola, Yamila. En estos momentos de horror estoy rezando por tu familia y los civiles inocentes —escribe Dani, días más tarde—. Daniela es la hermana de Steven, mi gran amigo colombiano, fallecido hace siete años en un atraco. Ambos son (o eran) judíos.
—Mis familiares están bien físicamente, aunque no pueden moverse de casa. Seis amigos han muerto por disparos desde la frontera.
El muro levantado por Israel a lo largo de su frontera con Palestina —declarado ilegal tanto por la ONU como por la Corte Penal Internacional— atraviesa el pueblo de mi padre —Irtah— y su ciudad aledaña —Tulkarem—. En concreto, la imponente pared gris se levanta al pie del campo de olivos de la casa de mis abuelos.
—Otros amigos que estaban viajando quedaron retenidos en Egipto mientras sus hijos y toda su familia está atrapada en Gaza… Su angustia es inenarrable.
—Yo también he perdido amigos en el Festival y las hijas de una amiga están secuestradas.
Muchos miles de personas han perdido la vida a causa de esta guerra fratricida: cerca del 90 % son palestinos. La inmensa mayoría, civiles como mi prima, Nabil, su primer nieto, y el resto de nuestra familia. Los palestinos han perdido además sus tierras, su libertad de movimiento y otros derechos básicos y, aunque en los últimos tiempos les fuera reconocido su derecho a la autodeterminación, este queda en papel mojado por la mera configuración actual del territorio.
Palestina ha quedado partida y reducida a dos áreas: Gaza, una franja desértica a orillas del Mediterráneo bloqueada por tierra, mar y aire desde 2007 que, a día hoy, tiene 41 kilómetros de largo y entre 12 y 6 kilómetros de ancho —lo que presumiblemente cambie tras la incursión de las tropas israelíes— y un puñado de manchas aisladas dentro de Cisjordania sembradas de asentamientos judíos promovidos y protegidos por Israel. Los gazatíes no pueden desplazarse a Cisjordania sin permiso israelí. Los habitantes de Tulkarem, Nablus o Jericó no pueden entrar en la parte palestina de Jerusalén ni otras zonas de Cisjordania sin permiso israelí.
Los palestinos en el extranjero no pueden acceder a Gaza o Cisjordania sin permiso israelí. Estos permisos son discrecionales, escasos y, para aquellos que hayan residido en países considerados enemigos por Israel (Irak, Irán…), están vetados de entrada. Por el contrario, todos los judíos del mundo son bienvenidos a Tierra Santa. La Ley del retorno otorga residencia y ciudadanía a los judíos hasta la tercera generación (hijos, nietos, sus cónyuges e hijos menores de edad de los cónyuges) que quieran instalarse en Israel.
Desde la creación de Israel en suelo palestino, en 1948, Naciones Unidas ha dictado más de 15 resoluciones que obligan al nuevo Estado a permitir a los refugiados regresar a sus hogares, indemnizar a aquellos que decidan no hacerlo, retirarse de los territorios ocupados durante la Guerra de los Seis Días, de 1967, así como a respetar y reconocer la soberanía y la integridad territorial y la independencia política de los palestinos. Varias señalan que la creación de asentamientos en estos territorios no tiene validez legal y constituye un serio obstáculo para el logro de una paz completa, justa y duradera en el Oriente Medio.
En otras se exhorta a Israel para que, “como potencia ocupante, respete escrupulosamente los Convenios de Ginebra relativos a la protección de civiles en tiempo de guerra y desista de adoptar medida alguna que ocasione el cambio del estatuto jurídico y la naturaleza geográfica y que afecte apreciablemente la composición demográfica de los territorios árabes ocupados desde 1967, incluso Jerusalén, y, en particular, que no traslade partes de su propia población civil a los territorios árabes ocupados”. Igualmente, Naciones Unidas considera nula la ley israelí que declara Jerusalén como su capital.
Sin embargo, 75 años después la situación perdura. En primer lugar, porque estas resoluciones no son vinculantes. En segundo lugar, porque los sucesivos dirigentes israelíes que deberían responder ante la Corte Penal Internacional por crímenes de guerra, lesa humanidad y genocidio —entendido como a) matanza de miembros de un grupo, b) lesión grave a la integridad física o mental de sus miembros; c) sometimiento intencional a condiciones de existencia tendentes a destruir total o parcialmente a un grupo nacional, étnico, racial o religioso conforme al art. 6 del Estatuto de Roma— actúan impunemente al abrigo de EE. UU., quien veta sistemáticamente cualquier acción en contra de Israel. El imperio es el primer interesado en mantener un agente desestabilizador en una región árabe y musulmana que aglutina los mayores recursos petroleros del mundo.
La respuesta palestina para recuperar su tierra (o parte de ella) y su derecho a la autodeterminación fueron durante años la diplomacia y las intifadas —revueltas populares detonadas por actos de violencia arbitrarios por parte del ejército israelí contra civiles— y, con el paso del tiempo, los atentados suicidas. La frustración, la falta condiciones de vida dignas y de oportunidades, las muertes diarias y el régimen de apartheid impuesto por Israel impulsaron la subida de Hamás en un territorio históricamente moderado en lo que respecta a la religión (cuando mi padre vivía en Palestina, 20 años después de la creación de Israel, las mujeres usaban falda por la rodilla y no llevaban velo).
Esta organización yihadista cocreada y financiada inicialmente por Israel a fin de desestabilizar la hegemónica OLP de Yasser Arafat, es, desde hace décadas, el chivo expiatorio, la excusa perfecta (como antes lo fueron las intifadas) para continuar con la estrategia israelí de anexión de territorio y castigo a la población palestina bajo la bandera de la legítima defensa.
No comparto los postulados religiosos de Hamás ni sus métodos, como tampoco apruebo los de Israel. Con sus actos de violencia contra civiles como fue el asalto al Festival, Hamás no solo atenta contra el derecho internacional humanitario, sino que se opone al propio derecho islámico bajo el que se rige que, al igual que las Convenciones de Ginebra, recalca la protección de civiles dentro del conflicto armado. Pese a sus deseos de diferenciarse y victimizarse a fin de justificar sus respectivos ataques en legítima defensa frente al otro, ambos actores —el grupo yihadista Hamás y el Gobierno de Israel— están al mismo nivel de salvajismo (aunque el de Hamás es más mediático), con un matiz: en esta lucha, Hamás es David, Israel es Goliat.
La violencia contra civiles con una finalidad política ha sido históricamente la vía de los pueblos para acabar con la colonización y ocupación. Lo que antes se llamaba guerrillero, héroe nacional, libertador —como Simón Bolívar— o partisano, desde el 11-S se denomina terrorista. El terrorismo no es, sin embargo, exclusivo de grupos armados fuera de la ley, sino que también se ejerce desde los Estados: Israel es un claro ejemplo de ello.
Por parte de los árabes, este no es un conflicto religioso, sino por la tierra. La violencia en nombre de Alá surgida en los últimos años se ha encumbrado como una forma de lucha, la única visible en Occidente, de un pueblo anulado y oprimido por un Estado, aparentemente democrático, fundado hace 75 años precisamente sobre y en torno a una religión: la tierra prometida y el judaísmo. La situación en Oriente Medio está resuelta sobre el papel. Si Israel aplicara las resoluciones de Naciones Unidas, Hamás desaparecería o se convertiría en un actor insignificante.
—Lo lamento muchísimo, Dani. Ojalá esas chicas puedan volver pronto a casa sanas y salvas.
—Yo también lo siento por tu familia y amigos. Hay que rezar mucho.
—Yo no sé rezar, Dani. Mi herramienta no es la fe, sino la palabra.
—Entonces habla con Steven y los familiares que tengas allá arriba y pídeles que nos ayuden a que pare esta pesadilla. Seguro que nos oyen... Un abrazo, Yamila. Te quiero mucho.
El diálogo, el amor y el respeto entre judíos y palestinos es posible. Como pedí hace 10 años en un artículo que escribí con motivo de otra tanda de bombardeos a Gaza, que fue publicado por el diario El País (España), ¡no nos metan a todos los palestinos en el mismo saco con Hamás y Osama Bin Laden! Y, añado, tampoco metan a todos los judíos en el mismo saco junto con aquellos que no respetan el derecho a la existencia y la libertad del pueblo palestino.
Somos vecinos. Somos hermanos. Podemos y queremos vivir en paz.
* Escritora, docente, doctora en Derecho Penal, experta en Derecho Internacional y asesora del Ministerio de Ambiente colombiano para la educación en protección y bienestar animal.
El día después de que Hamás asaltara un festival de música matando a cientos de personas y tomando rehenes, nació Nabil, el último miembro de mi familia palestina. Cuando hablo con mi prima por videollamada, ella, con la cabellera revuelta de recién levantada, me muestra al bebé vestido de azul, dormido plácidamente junto a su madre, que se recupera de una cesárea. Sonríe y yo le devuelvo la sonrisa con los ojos húmedos. Luego dirige la cámara a su cuarto, donde duermen Amyad, su esposo, y Rita, su hija de cuatro años, en una cama tan revuelta como su cabello. A continuación se dirige sigilosamente al patio. Pese a que ya no hay riesgo de despertar a nadie, no hablamos. Las dos lloramos mirándonos a los ojos cada una a un lado del teléfono. Ella, en Cisjordania; yo, en España. (Recomendamos: Lea la historia de Linda Guacharaca, la perra que inspiró libros de la escritora Yamila Fakhouri).
—Hola, Yamila. En estos momentos de horror estoy rezando por tu familia y los civiles inocentes —escribe Dani, días más tarde—. Daniela es la hermana de Steven, mi gran amigo colombiano, fallecido hace siete años en un atraco. Ambos son (o eran) judíos.
—Mis familiares están bien físicamente, aunque no pueden moverse de casa. Seis amigos han muerto por disparos desde la frontera.
El muro levantado por Israel a lo largo de su frontera con Palestina —declarado ilegal tanto por la ONU como por la Corte Penal Internacional— atraviesa el pueblo de mi padre —Irtah— y su ciudad aledaña —Tulkarem—. En concreto, la imponente pared gris se levanta al pie del campo de olivos de la casa de mis abuelos.
—Otros amigos que estaban viajando quedaron retenidos en Egipto mientras sus hijos y toda su familia está atrapada en Gaza… Su angustia es inenarrable.
—Yo también he perdido amigos en el Festival y las hijas de una amiga están secuestradas.
Muchos miles de personas han perdido la vida a causa de esta guerra fratricida: cerca del 90 % son palestinos. La inmensa mayoría, civiles como mi prima, Nabil, su primer nieto, y el resto de nuestra familia. Los palestinos han perdido además sus tierras, su libertad de movimiento y otros derechos básicos y, aunque en los últimos tiempos les fuera reconocido su derecho a la autodeterminación, este queda en papel mojado por la mera configuración actual del territorio.
Palestina ha quedado partida y reducida a dos áreas: Gaza, una franja desértica a orillas del Mediterráneo bloqueada por tierra, mar y aire desde 2007 que, a día hoy, tiene 41 kilómetros de largo y entre 12 y 6 kilómetros de ancho —lo que presumiblemente cambie tras la incursión de las tropas israelíes— y un puñado de manchas aisladas dentro de Cisjordania sembradas de asentamientos judíos promovidos y protegidos por Israel. Los gazatíes no pueden desplazarse a Cisjordania sin permiso israelí. Los habitantes de Tulkarem, Nablus o Jericó no pueden entrar en la parte palestina de Jerusalén ni otras zonas de Cisjordania sin permiso israelí.
Los palestinos en el extranjero no pueden acceder a Gaza o Cisjordania sin permiso israelí. Estos permisos son discrecionales, escasos y, para aquellos que hayan residido en países considerados enemigos por Israel (Irak, Irán…), están vetados de entrada. Por el contrario, todos los judíos del mundo son bienvenidos a Tierra Santa. La Ley del retorno otorga residencia y ciudadanía a los judíos hasta la tercera generación (hijos, nietos, sus cónyuges e hijos menores de edad de los cónyuges) que quieran instalarse en Israel.
Desde la creación de Israel en suelo palestino, en 1948, Naciones Unidas ha dictado más de 15 resoluciones que obligan al nuevo Estado a permitir a los refugiados regresar a sus hogares, indemnizar a aquellos que decidan no hacerlo, retirarse de los territorios ocupados durante la Guerra de los Seis Días, de 1967, así como a respetar y reconocer la soberanía y la integridad territorial y la independencia política de los palestinos. Varias señalan que la creación de asentamientos en estos territorios no tiene validez legal y constituye un serio obstáculo para el logro de una paz completa, justa y duradera en el Oriente Medio.
En otras se exhorta a Israel para que, “como potencia ocupante, respete escrupulosamente los Convenios de Ginebra relativos a la protección de civiles en tiempo de guerra y desista de adoptar medida alguna que ocasione el cambio del estatuto jurídico y la naturaleza geográfica y que afecte apreciablemente la composición demográfica de los territorios árabes ocupados desde 1967, incluso Jerusalén, y, en particular, que no traslade partes de su propia población civil a los territorios árabes ocupados”. Igualmente, Naciones Unidas considera nula la ley israelí que declara Jerusalén como su capital.
Sin embargo, 75 años después la situación perdura. En primer lugar, porque estas resoluciones no son vinculantes. En segundo lugar, porque los sucesivos dirigentes israelíes que deberían responder ante la Corte Penal Internacional por crímenes de guerra, lesa humanidad y genocidio —entendido como a) matanza de miembros de un grupo, b) lesión grave a la integridad física o mental de sus miembros; c) sometimiento intencional a condiciones de existencia tendentes a destruir total o parcialmente a un grupo nacional, étnico, racial o religioso conforme al art. 6 del Estatuto de Roma— actúan impunemente al abrigo de EE. UU., quien veta sistemáticamente cualquier acción en contra de Israel. El imperio es el primer interesado en mantener un agente desestabilizador en una región árabe y musulmana que aglutina los mayores recursos petroleros del mundo.
La respuesta palestina para recuperar su tierra (o parte de ella) y su derecho a la autodeterminación fueron durante años la diplomacia y las intifadas —revueltas populares detonadas por actos de violencia arbitrarios por parte del ejército israelí contra civiles— y, con el paso del tiempo, los atentados suicidas. La frustración, la falta condiciones de vida dignas y de oportunidades, las muertes diarias y el régimen de apartheid impuesto por Israel impulsaron la subida de Hamás en un territorio históricamente moderado en lo que respecta a la religión (cuando mi padre vivía en Palestina, 20 años después de la creación de Israel, las mujeres usaban falda por la rodilla y no llevaban velo).
Esta organización yihadista cocreada y financiada inicialmente por Israel a fin de desestabilizar la hegemónica OLP de Yasser Arafat, es, desde hace décadas, el chivo expiatorio, la excusa perfecta (como antes lo fueron las intifadas) para continuar con la estrategia israelí de anexión de territorio y castigo a la población palestina bajo la bandera de la legítima defensa.
No comparto los postulados religiosos de Hamás ni sus métodos, como tampoco apruebo los de Israel. Con sus actos de violencia contra civiles como fue el asalto al Festival, Hamás no solo atenta contra el derecho internacional humanitario, sino que se opone al propio derecho islámico bajo el que se rige que, al igual que las Convenciones de Ginebra, recalca la protección de civiles dentro del conflicto armado. Pese a sus deseos de diferenciarse y victimizarse a fin de justificar sus respectivos ataques en legítima defensa frente al otro, ambos actores —el grupo yihadista Hamás y el Gobierno de Israel— están al mismo nivel de salvajismo (aunque el de Hamás es más mediático), con un matiz: en esta lucha, Hamás es David, Israel es Goliat.
La violencia contra civiles con una finalidad política ha sido históricamente la vía de los pueblos para acabar con la colonización y ocupación. Lo que antes se llamaba guerrillero, héroe nacional, libertador —como Simón Bolívar— o partisano, desde el 11-S se denomina terrorista. El terrorismo no es, sin embargo, exclusivo de grupos armados fuera de la ley, sino que también se ejerce desde los Estados: Israel es un claro ejemplo de ello.
Por parte de los árabes, este no es un conflicto religioso, sino por la tierra. La violencia en nombre de Alá surgida en los últimos años se ha encumbrado como una forma de lucha, la única visible en Occidente, de un pueblo anulado y oprimido por un Estado, aparentemente democrático, fundado hace 75 años precisamente sobre y en torno a una religión: la tierra prometida y el judaísmo. La situación en Oriente Medio está resuelta sobre el papel. Si Israel aplicara las resoluciones de Naciones Unidas, Hamás desaparecería o se convertiría en un actor insignificante.
—Lo lamento muchísimo, Dani. Ojalá esas chicas puedan volver pronto a casa sanas y salvas.
—Yo también lo siento por tu familia y amigos. Hay que rezar mucho.
—Yo no sé rezar, Dani. Mi herramienta no es la fe, sino la palabra.
—Entonces habla con Steven y los familiares que tengas allá arriba y pídeles que nos ayuden a que pare esta pesadilla. Seguro que nos oyen... Un abrazo, Yamila. Te quiero mucho.
El diálogo, el amor y el respeto entre judíos y palestinos es posible. Como pedí hace 10 años en un artículo que escribí con motivo de otra tanda de bombardeos a Gaza, que fue publicado por el diario El País (España), ¡no nos metan a todos los palestinos en el mismo saco con Hamás y Osama Bin Laden! Y, añado, tampoco metan a todos los judíos en el mismo saco junto con aquellos que no respetan el derecho a la existencia y la libertad del pueblo palestino.
Somos vecinos. Somos hermanos. Podemos y queremos vivir en paz.
* Escritora, docente, doctora en Derecho Penal, experta en Derecho Internacional y asesora del Ministerio de Ambiente colombiano para la educación en protección y bienestar animal.