EE. UU., China, Rusia y el peligro nuclear, según Henry Kissinger
Fragmento de “Liderazgo”, el más reciente libro del premio nobel de paz de 1973 e influyente exsecretario de Estado de los Estados Unidos. Analiza el caso del líder ruso Vladimir Putin.
Henry Kissinger * / Especial para El Espectador
Hace tres siglos, en su ensayo “Sobre la paz perpetua”, el filósofo Immanuel Kant escribió que la humanidad estaba destinada a la paz universal, ya fuera a través de la perspicacia humana o de conflictos de una magnitud y capacidad de destrucción tales que no dejarían alternativa. Las posibilidades que enunciaba eran demasiado absolutas; el problema del orden internacional no se ha planteado como una disyuntiva. En la historia reciente, la humanidad ha vivido en un equilibrio entre la seguridad relativa y la legitimidad que establecían e interpretaban sus líderes. (Recomendamos: Video sobre orden de captura contra Vladimir Putin por posibles crímenes de guerra en Ucrania).
Gánale la carrera a la desinformación NO TE QUEDES CON LAS GANAS DE LEER ESTE ARTÍCULO
¿Ya tienes una cuenta? Inicia sesión para continuar
Hace tres siglos, en su ensayo “Sobre la paz perpetua”, el filósofo Immanuel Kant escribió que la humanidad estaba destinada a la paz universal, ya fuera a través de la perspicacia humana o de conflictos de una magnitud y capacidad de destrucción tales que no dejarían alternativa. Las posibilidades que enunciaba eran demasiado absolutas; el problema del orden internacional no se ha planteado como una disyuntiva. En la historia reciente, la humanidad ha vivido en un equilibrio entre la seguridad relativa y la legitimidad que establecían e interpretaban sus líderes. (Recomendamos: Video sobre orden de captura contra Vladimir Putin por posibles crímenes de guerra en Ucrania).
En ningún período anterior fueron más graves y catastróficas las consecuencias de un desequilibrio. La era contemporánea introdujo un grado de destructividad que ha permitido a la humanidad acabar con la propia civilización. Esto se refleja en las grandes estrategias que se establecieron en este período, resumidas en la famosa expresión “destrucción mutua asegurada” (MAD por sus siglas en inglés, que en ese idioma significa “loco”). Estas estrategias se desarrollaron no tanto para lograr una victoria tradicional como para prevenir la guerra, y es evidente que no se concibieron para el conflicto —que se sabía que era potencialmente suicida—, sino para la disuasión.
Poco después de Hiroshima y Nagasaki, el riesgo de desplegar armas nucleares se volvió incalculable; la apuesta estaba desconectada de las consecuencias. Durante más de siete décadas, aunque las armas avanzadas han ido ganando en potencia, complejidad y precisión, ningún país ha pensado en utilizarlas de verdad, ni siquiera en conflictos con países sin armas nucleares. Como ya se ha explicado, tanto la Unión Soviética como Estados Unidos han aceptado derrotas frente a países que no tienen armas nucleares sin recurrir a sus armas más mortíferas.
Estos dilemas de la estrategia nuclear nunca han desaparecido; se han transformado cuando otros Estados también han desarrollado armas avanzadas y cuando la distribución esencialmente bipolar de las capacidades destructivas que hubo durante la Guerra Fría ha sido sustituida por un caleidoscopio de opciones de alta tecnología más complicado y potencialmente menos estable. Las armas cibernéticas y las aplicaciones de la inteligencia artificial (IA) (como los sistemas de armas autónomos) agravan los peligros existentes. A diferencia de las armas nucleares, las armas cibernéticas y la inteligencia artificial están por todas partes, son relativamente baratas de desarrollar y es tentador utilizarlas. Las armas cibernéticas combinan la capacidad de impacto masivo con la posibilidad de ocultar la atribución de los ataques.
La IA es capaz incluso de operar sin humanos, lo que permite que las armas se lancen por sí solas basándose en sus propios cálculos y en su capacidad para elegir objetivos con un discernimiento casi absoluto. Dado que el umbral para su uso es tan bajo y su capacidad destructiva tan grande, recurrir a estas armas —o incluso amenazar de manera formal con ellas— puede convertir una crisis en una guerra o transformar una guerra limitada en una nuclear mediante una escalada involuntaria o incontrolable.
El impacto de la tecnología revolucionaria hace que la aplicación plena de estas armas sea catastrófica, al tiempo que hace que su uso limitado sea difícil o hasta incontrolable. Todavía no se ha inventado la diplomacia que permita amenazar de manera explícita con su uso sin el riesgo de una acción preventiva en respuesta. Las exploraciones sobre el control del armamento han quedado empequeñecidas por estas enormidades.
Ha sido una paradoja que, en la era de la alta tecnología, las operaciones militares reales se hayan limitado a las armas convencionales o al despliegue táctico de armas de alta tecnología a pequeña escala, como los ataques con drones o los ciberataques. Al mismo tiempo, se espera poder contener las armas avanzadas mediante una destrucción mutua asegurada. Este patrón es demasiado precario para el futuro a largo plazo.
La historia sigue imponiendo cargas de manera implacable, ya que la revolución tecnológica ha ido acompañada de una transformación política. En el momento de escribir esto, el mundo asiste al regreso de la rivalidad entre grandes potencias, magnificada por la difusión y el avance de tecnologías sorprendentes. Cuando, a principios de la década de 1970, China emprendió su reincorporación al sistema internacional, su potencial humano y económico era enorme, pero en comparación su tecnología y su poder real eran limitados.
En el tiempo transcurrido desde entonces, la creciente capacidad económica y estratégica de China ha obligado a Estados Unidos a enfrentarse, por primera vez en su historia, a un competidor geopolítico cuyos recursos se pueden comparar con los suyos. Es una tarea tan inusual para Washington como para Pekín, que históricamente ha tratado a las naciones extranjeras como tributarias del poder y la cultura chinos.
Cada parte se considera excepcional, pero de forma diferente. Estados Unidos actúa bajo la premisa de que sus valores son universalmente aplicables y acabarán adoptándose en todas partes. China espera que la singularidad de su civilización y sus impresionantes resultados económicos lleven a otras sociedades a mostrar respeto por sus prioridades. Tanto el impulso misionero de Estados Unidos como el sentido de distinción cultural de China implican cierta subordinación del uno al otro. Por la naturaleza de sus economías y su alta tecnología, cada nación está afectando —en parte por impulso, pero sobre todo intencionadamente— a lo que la otra ha considerado hasta ahora sus intereses fundamentales.
La China del siglo XXI parece lanzada a un papel internacional al que cree que tiene derecho por sus logros durante milenios. Estados Unidos actúa para proyectar poder, resolución y diplomacia en todo el mundo, con el fin de mantener un equilibrio global basado en su experiencia de posguerra, y responde a los desafíos tangibles y conceptuales a ese orden. Para los líderes de cada parte, estos requisitos de seguridad parecen evidentes. Y cuentan con el apoyo de la opinión pública. Pero la seguridad es solo una parte de la ecuación. La cuestión clave para el futuro del mundo es si los dos colosos pueden aprender a combinar la inevitable rivalidad estratégica con el concepto y la práctica de la coexistencia.
En cuanto a Rusia, es obvio que carece del poder de mercado, el peso demográfico y la diversificada base industrial de China. Rusia, que abarca 11 husos horarios y tiene pocas fronteras defensivas naturales, ha actuado de acuerdo con sus imperativos geográficos e históricos. La política exterior rusa transforma un patriotismo místico en un derecho imperial, con una permanente percepción de inseguridad que en esencia se deriva de la antigua vulnerabilidad del país a las invasiones a través de la llanura de Europa del este.
Durante siglos, sus líderes autoritarios han intentado aislar el vasto territorio de Rusia imponiendo un cinturón de seguridad en su difusa frontera. Hoy la misma prioridad vuelve a manifestarse en la agresión a Ucrania. El impacto mutuo que han tenido estas sociedades ha sido conformado por sus valoraciones estratégicas, que surgen de su historia. El conflicto ucraniano es un buen ejemplo.
Tras la desintegración de los Estados satélites soviéticos de Europa oriental y su surgimiento como naciones independientes, todo el territorio entre la línea de seguridad establecida en el centro de Europa hasta la frontera nacional rusa quedó abierto a un nuevo diseño estratégico. La estabilidad dependía de si la nueva disposición podía calmar los históricos temores europeos de dominación rusa, así como la tradicional preocupación rusa por las ofensivas de Occidente.
La geografía estratégica de Ucrania ilustra estas preocupaciones. Si Ucrania entrara en la OTAN, la línea de seguridad entre Rusia y Europa se situaría a menos de 500 kilómetros de Moscú, eliminando de hecho la histórica zona de separación que salvó a Rusia cuando Francia y Alemania intentaron ocuparla en siglos sucesivos. Si la frontera de seguridad se estableciera en el lado occidental de Ucrania, las fuerzas rusas estarían muy cerca de Budapest y Varsovia.
Por lo tanto, la invasión de Ucrania en febrero de 2022, una flagrante violación de la ley internacional, es, en esencia, el fruto de un diálogo estratégico fallido, o bien de uno mal acometido. La experiencia de dos entidades nucleares enfrentadas militarmente —incluso aunque no recurran a sus armas definitivas— subraya la urgencia del problema fundamental.
La relación triangular entre Estados Unidos, China y Rusia acabará reanudándose, aunque Rusia estará debilitada tras haber demostrado el límite de su capacidad militar en Ucrania, y por el rechazo generalizado a su conducta y el alcance e impacto de las sanciones en su contra. Pero conservará las capacidades nuclear y cibernética para los escenarios apocalípticos.
En las relaciones entre Estados Unidos y China, el dilema es si dos conceptos diferentes de grandeza nacional pueden aprender a coexistir en paz y cómo lograrlo. Con Rusia, el reto es si el país puede conciliar la visión que tiene de sí mismo con la autodeterminación y la seguridad de los países situados en lo que durante mucho se ha llamado su “extranjero cercano” (sobre todo en Asia central y Europa del este), y hacerlo como parte de un sistema internacional y no mediante la dominación.
* Se publica con autorización de Penguin Random House Grupo Editorial.