El fenómeno Trump analizado en el libro “Por qué se rompió Estados Unidos”
Fragmento de “Por qué se rompió Estados Unidos. Populismo y polarización en la era Trump” (2024), libro de un experto en política estadounidense que explica cómo el germen de los escándalos del reelegido presidente responde a las raíces históricas de una democracia. En Colombia con el sello editorial Debate.
Roger Senserrich * / Especial para El Espectador
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La (no) excepción de Trump
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La (no) excepción de Trump
UNA IMAGEN PARA DEFINIR UNA PRESIDENCIA
Un hombre con el torso desnudo, envuelto en tatuajes, blandiendo una bandera de Estados Unidos. Su cabeza está cubierta por un inverosímil gorro de piel con cuernos. Su cara, pintada con colores patrióticos, se desencaja en un grito a medio camino entre la indignación y la euforia. El hombre se llama Jacob Chansley, y está de pie, desafiante, orgulloso y audaz, presidiendo la cámara del Senado de la nación más poderosa de la tierra.
El asalto al Capitolio del 6 de enero de 2021 definió, en gran medida, la presidencia de Donald Trump. Durante cuatro años caóticos, el otrora magnate inmobiliario y estrella televisiva dirigió Estados Unidos entre escándalos y polémicas constantes. Trump siempre había mostrado un abierto desdén por las instituciones de su país, incluso durante la campaña de primarias. Cualquiera que hubiera escuchado con atención sus palabras hasta entonces no se sorprendió cuando la misma madrugada electoral se negó a aceptar los resultados. Tampoco fue una sorpresa que, durante los dos meses largos entre la votación y el 6 de enero, el presidente y una estrafalaria banda de acólitos, chiflados y lamebotas hicieran todo lo posible para intentar revertir su derrota en las urnas.
La lista de demandas judiciales, bobadas y pleitos espurios, intentos chusqueros de enviar a electores fraudulentos, presiones a responsables electorales y maniobras ineptas en los tribunales del presidente tras perder los comicios fue extensa y probablemente ilegal. Trump se enfrenta a múltiples imputaciones judiciales por esas tramas. El asalto al Capitolio era un intento a la desesperada de mantenerlo en el poder, recurriendo a la violencia si fuera necesario.
El Congreso, ese 6 de enero, se reunía para hacer el recuento de votos emitidos por el Colegio Electoral y así confirmar formalmente la victoria de Joe Biden. Durante más de un siglo, esta sesión había sido un trámite; los legisladores leían los resultados, hacían la cuenta y proclamaban a un presidente. Trump y sus cómplices, sin embargo, querían invocar un puñado de artículos de una ley medio olvidada de 1877 (la Electoral Count Act) y, basándose en esta norma, legisladores de ambas cámaras presentarían objeciones a los resultados de varios estados, alegando fraude. El vicepresidente, Mike Pence, en su rol de presidente del Senado, debería rechazar esos votos, enviando la decisión final a la Cámara de Representantes o al Tribunal Supremo, o arrogándosela él mismo para mantener a Trump en la Casa Blanca.
Era, sin demasiados ambages o discusión posible, un golpe de Estado. Cuando Mike Pence, la figura indispensable en este complot, se negó a saltarse la Constitución y dejó claro a Trump que iba a certificar los resultados, decidieron ir más allá. Tras semanas diciéndoles a sus seguidores que se «prepararan» para «algo salvaje», el 6 de enero Trump les pidió en su mitin junto a la Casa Blanca que marcharan hacia el Capitolio y «lucharan» por su país.
No está del todo claro, por ahora, quién estuvo detrás del asalto al Capitolio. Personajes cercanos a la Casa Blanca (Roger Stone, Mike Flynn, Steve Bannon) llevaban semanas en contacto con milicianos de ultraderecha (Proud Boys, Oath Keepers y Three Percenters, los más destacados) hablando sobre posibles protestas. Fue, indudablemente, un ataque organizado por el que muchos de los líderes de estas milicias recibieron largas condenas de cárcel por sedición. Es posible que nunca lleguemos a saber con certeza si hubo una coordinación tácita o explícita entre alguien en la Casa Blanca y los manifestantes o si todo fue una infeliz coincidencia.
Lo que es obvio, sin embargo, es que los hechos que acabaron con Jacob Chansley vestido de chamán aullando por los pasillos del Capitolio rodeado de exaltados, paramilitares, activistas, manifestantes y periodistas horrorizados haciendo fotos nunca deberían haber sucedido. La imagen de un hombre estrafalario y cornudo con la bandera americana pintada en el rostro asaltando la sede del poder legislativo del país más poderoso de la tierra quedará para siempre asociada a la era Trump.
La pregunta, por supuesto, es por qué. Mi intención, en las páginas de este libro, es tratar de explicar las causas y eventos que llevaron a Estados Unidos a elegir a un personaje como Donald Trump presidente en 2016, tras una de las campañas electorales más extrañas de la historia del país. Con ello, quiero también intentar responder si la era Trump y los sucesos del 6 de enero son una anomalía o una consecuencia natural de años de disputas y conflicto en la política americana, y si representan el fin de una era de populismo antiélites o el principio de algo nuevo y peligroso.
Responder a estas dos preguntas no es en absoluto sencillo, porque Estados Unidos es un lugar de una complejidad casi inabarcable. Cualquier democracia es, por definición, un sistema complicado, y la americana es especialmente barroca. Estados Unidos es un país enorme, colosal, mucho más diverso cultural e ideológicamente que cualquier nación del Viejo Continente. Es más del doble de grande que toda la Unión Europea y, aunque tiene menos habitantes, su población no se queda atrás (333 millones por los 446 de la UE). Al contrario que el resto del mundo desarrollado,[1] la población del país sigue creciendo con fuerza, merced de su casi infinita capacidad de atraer inmigración.
Esto hace muy complicado hablar de Estados Unidos como de un país, ya que en muchas ocasiones parece comportarse como varios. Es un sitio confuso, caótico y a menudo ingobernable, donde hablar de grandes tendencias se topa con la realidad de que medio país está tirando en una dirección y el otro medio en la contraria.
UNA DEMOCRACIA DISFUNCIONAL
Antes de empezar la historia y la búsqueda de respuestas, fijémonos en un detalle que suele pasarse por alto al hablar de Trump y de la crisis política en años recientes: el asalto al Capitolio quizá fuera extraordinario, pero no fue inusual. La política americana siempre ha sido mucho más caótica de lo que parece, y el recuerdo de un pasado estable, gentil y razonable es más la excepción que la regla. El mito de una democracia que avanza lenta y decididamente en una senda de progreso inevitable es eso, un mito; esta siempre ha sido una democracia extraordinariamente disfuncional, con años de cambio seguidos con frecuencia por décadas de estancamiento político o retroceso.
Durante la campaña electoral y la presidencia de Donald Trump, una de las palabras más repetidas en todos los medios fue «unprecedented», sin precedentes. Trump hablaba, actuaba y se comportaba como ningún otro candidato presidencial lo había hecho nunca y, una vez en el cargo, tomó decisiones y respondió a problemas de forma completamente inusual. Su apego por las astracanadas, los insultos infantiles y las reacciones impulsivas lo diferenciaban de cualquier presidente anterior. No lo hacían, sin embargo, dentro del mundillo del movimiento conservador, tanto en el Partido Republicano como alrededor de él.
El Grand Old Party (GOP, el apodo tradicional de los republicanos) siempre ha tenido gente peculiar en el Congreso, o incluso cerca de la Presidencia. Este es, al fin y al cabo, el partido que nombró a Sarah Palin como candidata a la vicepresidencia en 2008. Listar todos los legisladores extravagantes del partido es un ejercicio que ocuparía varios libros. Tenemos desde libertarios inefables milenaristas como Rand Paul hasta gente que cree que existen láseres espaciales controlados por los judíos para provocar incendios forestales como Marjorie Taylor Greene. El Partido Republicano llevaba años tolerando a figuras la mar de estrafalarias entre sus filas, y sus bases siempre han regado sus campañas con donaciones.
El partido, además, lleva décadas rodeado de un ecosistema de medios y activistas increíblemente radicales. Pat Robertson, uno de los fundadores del activismo religioso conservador en los setenta y ochenta, fue un furibundo antisemita capaz de decir repetidas veces que desastres naturales como el Katrina o el terremoto de Haití eran una forma de castigo divino contra los homosexuales o las revueltas contra la esclavitud. Su cadena de televisión, Christian Broadcasting Network, precede a Fox News en más tres décadas (fue fundada en los sesenta), y ha movilizado a sus fieles contra políticos pecaminosos mucho antes que Roger Ailes.
La derecha evangélica ha creado todo un ecosistema paralelo de medios de comunicación, escuelas y universidades. Jerry Falwell, un pastor evangélico que tendría acceso directo a senadores y presidentes del GOP durante décadas, inició su carrera como activista a finales de los años sesenta abriendo un colegio religioso privado para estudiantes blancos en respuesta a las leyes de desegregación. Fue gente como Falwell, como veremos, la que fundó Moral Majority e hizo campaña a favor de Reagan en el sur. La retórica profamilia y pro valores tradicionales siempre ha estado a dos pasos del conflicto racial; no en vano, Falwell era de la clase de persona capaz de defender con vehemencia el régimen de apartheid en Sudáfrica.
Ni Reagan ni Bush padre, ni Bush hijo rehuyeron nunca la compañía de estos dos pastores. Para ellos, eran líderes de organizaciones amigas capaces de movilizar el voto conservador. Aunque evitaban repetir su retórica más extrema, no dudaron en cortejarlos y adoptar parte de su agenda.
En paralelo, surgió también un ecosistema de emisoras de radio AM con talk shows sobre política liderado por el carismático (y ultraconservador) Rush Limbaugh. Ningún político republicano que osara contradecir o criticar a Rush solía llegar muy lejos. Su estilo, una mezcla de humor, grandilocuencia, egomanía, diatribas reaccionarias y lenguaje patriótico, generó una horda de imitadores como Michael Savage, Mark Levin, Sean Hannity, Glenn Beck o Tucker Carlson. Basta con haber escuchado a cualquiera de ellos para reconocer los orígenes de la retórica populista y de las tendencias conspiranoicas en Trump.
Aunque hablaremos del movimiento conservador más adelante, alrededor del GOP existen multitud de organizaciones bien financiadas e ideológicamente extremas que sus líderes y candidatos no sólo deben tolerar, sino también cortejar sin tapujos. La Asociación Nacional del Rifle (NRA, por sus siglas en inglés) es, obviamente, la más célebre y extrema, pero grupos como Americans for Tax Prosperity (Americanos a Favor de la Prosperidad Fiscal) de manera rutinaria exigen a los candidatos que prometan, por escrito, que nunca van a subir impuestos. Durante el mandato de Obama, el Tea Party, una constelación de organizaciones más o menos espontáneas, opuestas al gasto público y la reforma de la sanidad, hizo la vida imposible a muchos legisladores.
Veamos un ejemplo de esta tendencia del GOP a cortejar a sus extremistas. Allá por 2012, un conocido personaje televisivo se pasó varios meses insistiendo en que Obama había nacido en Kenia, y por lo tanto no podía ser escogido presidente. Esto, no hace falta decirlo, era del todo falso, un ataque abiertamente racista por parte de un famosete excéntrico con ganas de atraer la atención. El Partido Republicano en bloque, empezando por todos los medios de comunicación asociados a este, se sumó al «clamor» de este individuo exigiendo que Obama hiciera público su certificado de nacimiento, mientras le jaleaban como un héroe. Obama, nacido en Hawái, acabó por hacerlo público.
Lejos de alejarse de alguien que había quedado en evidencia y flirteado con mensajes racistas durante media campaña, los republicanos le aplaudieron. Alguien había retado al presidente y le había forzado a responder. Se había hablado, por fin, de su pasado e infancia fuera de Estados Unidos, de cómo su padre había sido un radical africano. Lo alabaron tanto que Mitt Romney, una vez nominado como candidato a la presidencia, tuvo que acercarse a su mansión para que le diera su apoyo oficialmente en las generales. El personaje que inició toda esta polémica sobre el certificado de nacimiento de Obama, por supuesto, era Donald J. Trump.
Del mismo modo que la retórica extrema lleva décadas instalada en las cercanías del Partido Republicano, su tendencia a intentar utilizar las instituciones en su propio beneficio, o a redefinir qué se espera de estas, tampoco es estrictamente nueva; los republicanos también llevaban años utilizando estrategias de tierra quemada desde las instituciones antes de que Trump llegara al poder. Hasta la presidencia de Bill Clinton, los cierres del Gobierno federal debidos a desacuerdos presupuestarios en el Congreso eran algo casi desconocido.[2] Tras la derrota demócrata en las legislativas de 1994, Newt Gingrich, ya como speaker («portavoz»; el líder de la Cámara de Representantes), forzó un cierre que duró casi un mes, exigiendo recortes presupuestarios. Esta clase de estrategias las repitieron contra Obama, llegando incluso a amenazar con forzar una suspensión de pagos del Gobierno federal.
El GOP también ha utilizado estrategias de obstrucción legislativa cada vez con mayor frecuencia. Tradicionalmente, el Senado de Estados Unidos opera bajo la costumbre de que el debate sobre una ley debe continuar mientras haya algún legislador que así lo quiera. Para evitar que un grupo de senadores bloquee la cámara de forma indefinida hablando sin cesar en contra de una ley que no les guste (un filibuster, de donde procede la palabra en español «filibustero»), el líder de esta institución puede invocar una moción de cierre, o cloture, para cerrar el debate y empezar a votar sobre la norma en sí. Esta moción requiere una mayoría de tres quintos para ser aprobada.
La del filibuster no es una regla nueva. Durante décadas fue utilizada por senadores sureños para bloquear cualquier intento de aprobar leyes de derechos civiles, manteniendo intocables los sistemas de segregación racial en sus estados. No fue hasta la segunda mitad de los años cincuenta cuando Lyndon Johnson, entonces jefe de la mayoría demócrata del Senado, se las ingenió para derrotar a uno de estos bloqueos y aprobar las primeras leyes sobre derechos civiles. Y no fue hasta la década siguiente cuando desde la Presidencia se forzó a la cámara a poner fin a los regímenes racistas de la vieja Confederación.
El uso de estas estrategias de bloqueo fue relativamente limitado en años sucesivos. Aunque el partido que controlaba la Cámara Alta raramente tenía los sesenta votos necesarios para levantar un filibuster, ejecutar uno era complicado. Para empezar, el Senado no podía votar sobre nada más mientras hubiera uno activo, bloqueando por completo la producción legislativa del país y haciendo que otras leyes que quizá sí querían ver aprobadas languidecieran eternamente. Segundo, los filibusteros tenían que estar en la cámara hablando sin cesar, algo que no sólo podía llegar a ser agotador (la Ley de Derechos Civiles de 1964 tuvo a gente dando discursos durante setenta y cinco horas), sino que hacía bien visible quién era la persona que estaba obstaculizando una ley popular.
Supongo que en 1972 los demócratas se hartaron de escuchar discursos y decidieron cambiar las reglas. La norma de que el debate podía seguir hasta el infinito de no ser por un voto de cloture siguió en vigor, pero el líder del Senado podía decidir aparcar la ley bajo filibuster y llevar otros asuntos al pleno, permitiendo que se siguiera legislando. Parecía una idea razonable, hasta que algunos senadores se dieron cuenta de que esto hacía posible bloquear una ley de manera indefinida sin apenas esfuerzo: les bastaba con objetar a que fuera votada, amenazando con empezar a dar la turra sin cesar, pero sin la necesidad física de hacerlo. La norma que hacía exigible una supermayoría de sesenta votos, hasta entonces invocada sólo de forma ocasional y con gran esfuerzo de todos los presentes, se convirtió en una que exigía sesenta votos para casi cualquier legislación.
El resultado inmediato fue un aumento considerable del uso de esta estrategia durante la década de los setenta, hasta estabilizarse en alrededor de treinta flibusters al año durante la presidencia de Reagan. Su uso empezó a crecer durante el mandado de Bush padre, subió con fuerza bajo el de Clinton y se disparó durante la presidencia de Obama, superando ampliamente el centenar de filibusters anuales. A efectos prácticos, los republicanos han hecho que el Senado sólo pueda operar con supermayorías.
Hartos de no poder gobernar, los demócratas reaccionaron cambiando las normas del Senado, eliminando el uso del filibuster para confirmar nombramientos judiciales y a cargos en el Ejecutivo. La única excepción que los demócratas mantuvieron fueron los jueces del Supremo, que aún iban a requerir sesenta votos para cerrar debate.
Incluso eso les salió mal. En febrero de 2016, Anthony Scalia, un juez del Alto Tribunal, murió de forma inesperada, dejando una vacante para Obama a siete meses de las elecciones. Los republicanos respondieron bloqueando cualquier nominación hasta después de los comicios, con la excusa de que era mejor que los votantes decidieran quién nombraría a otro juez. Tras las elecciones, cambiaron la norma del filibuster sin el más mínimo remordimiento para que su sucesor pudiera ser confirmado por mayoría simple. Como colofón, cuando Ruth Bader Ginsburg murió inesperadamente en 2020 a menos de dos meses de las presidenciales, se olvidaron de eso de que «los votantes decidan» y nombraron a una jueza para ocupar su lugar en apenas treinta días.
Queda, por supuesto, el ejemplo más célebre de toda esta clase de estrategias políticas marrulleras que tanto ha apreciado el GOP en años recientes: el recuento de Florida de 2000. Todo el proceso fue un sainete absurdo repleto de abogados, fruto de máquinas de votación obsoletas, papeletas mal diseñadas y una administración electoral tan partidista como chapucera. En última instancia quien acabó decidiendo sobre la votación y el recuento no fueron los votantes, sino una sentencia del Supremo, controlado (por descontado) por jueces nombrados por presidentes republicanos.
Por muy extrema entonces que fuera la presidencia de Donald Trump y su infame, triste final, es importante recalcar que Trump es el fruto de la evolución del Partido Republicano hacia posiciones políticas y retóricas cada vez más extremas. Las bases del GOP llevaban años escuchando a gente como Rush Limbaugh en la radio, viendo Fox News, recibiendo la retórica apocalíptica de la NRA y con la gente del Tea Party anunciando el advenimiento del comunismo si Estados Unidos aprobaba una muy modesta reforma de la sanidad. También llevaban años viendo cómo la dirección del partido asentía y aplaudía a estos líderes, aunque nunca llegaran a igualar su pasión, indignación e ira.
Trump cambió esta dinámica. Era un outsider, un antipolítico que hablaba como uno de los chiflados cercanos al partido, con el fuego y la furia de un exaltado cualquiera. No era el típico republicano educado y formal de Washington, era un tipo auténtico. Lo que hacía inusual a Trump no era el hecho de que alguien, dentro del movimiento conservador, dijera barbaridades racistas. Lo que cambió es que quien lo decía era un candidato a presidente, no un congresista excéntrico, una personalidad radiofónica o un líder religioso al que los candidatos que le precedieron habían rendido pleitesía.
A su vez, esta tendencia de Trump a romper con las normas y utilizar el Gobierno federal según más le conviniera no era algo nuevo. Hay una evolución natural entre el obstruccionismo radical de los republicanos ya desde Clinton y el usar todas las artimañas legales e ilegales conocidas para mantenerse en el poder. Intentar chantajear al Gobierno de Ucrania para hacer que atacara a su oponente en las elecciones, que es lo que provocó su primer impeachment, no es mucho más radical que amenazar con forzar una suspensión de pagos si el presidente no cede a tus demandas presupuestarias. Trump fue más allá de sus predecesores, pero no era algo nuevo; era, tan sólo, cualitativamente peor. Trump es una consecuencia, no una causa, de los cambios en la política americana en tiempos recientes.
Lo que es necesario responder, entonces, no es tanto «por qué Trump», sino cuáles han sido los pasos que han llevado a la política americana a su situación actual. Y, para ello, es necesario empezar por las propias instituciones del país.
POLÍTICOS Y DECISIONES
Estados Unidos es en muchos aspectos un lugar que vive profundamente atado a sus instituciones; la guerra de Independencia, los padres fundadores y su Constitución representan el núcleo no sólo de su ordenamiento legal, sino de su propia identidad como nación. Sobre la mitología de la Declaración de Independencia y la Revolución americana se han escrito cientos de libros, historias y varios musicales de Broadway,[3] así que no me detendré demasiado. Me centraré, sobre todo, en las instituciones que emergieron de la revolución, fruto de una compleja serie de acuerdos, concesiones y equilibrios políticos entre los ganadores de la guerra.
La Constitución de Estados Unidos es una obra maestra, uno de los documentos más importantes del pensamiento político de los tres últimos siglos. Es también un texto que cumplirá en breve 235 años desde su entrada en vigor en 1789 y que muestra síntomas inequívocos de su avanzada edad. Aunque ha sido enmendada en veintisiete ocasiones (la última vez en 1992),[4] es casi completamente inamovible, dado su complicado proceso de reforma. La Constitución ha sido interpretada y aplicada de muchas maneras desde su creación, y dice mucho del talento de los que la redactaron que haya sido posible hacerlo. Sin embargo, la profunda desconfianza de los fundadores ante las «pasiones» de las masas democráticas le otorgaron un profundo sesgo conservador, con importantes consecuencias para el sistema político actual.
El pacto constitucional americano se quebró con extraordinaria violencia en 1861. El gran tema que quedó sin resolver en 1789, la esclavitud, finalmente acabó por dividir al país de forma irremediable. Mi intención, nuevamente, no será repasar la historia de la guerra civil estadounidense, un conflicto de una brutalidad extraordinaria; hay miles de libros, películas y análisis (y también, inevitablemente, un musical de Broadway) que explican esa historia en detalle. Lo que me interesa, para lo que estamos contando, son sus consecuencias, o, más en concreto, la refundación después del conflicto. Las guerras civiles son, parafraseando mal a Carl von Clausewitz, la continuación de la negociación constitucional por otros medios. Tras Appomattox y la rendición del sur, el Congreso adoptó una miríada de enmiendas constitucionales y un ambicioso programa legislativo redefiniendo gran parte del armazón legal existente.
Los años posteriores a la guerra civil son uno de los periodos más fascinantes e incomprendidos de la historia del país. Es la era de la Reconstruction (Reconstrucción), entre 1865 y 1877; es en esta época cuando Estados Unidos decide qué clase de paz va a tener después del conflicto, y se negocia un nuevo equilibrio constitucional entre los estados del norte y los del sur. No es un acuerdo explícito; las enmiendas posteriores a la guerra no sufren alteraciones. Lo que sí cambia, sin embargo, es la interpretación e implementación tanto de estas enmiendas como del texto constitucional en sí. Estados Unidos en 1878 es un país muy distinto al de 1860, pero dista mucho de ser una democracia completa.
El equilibrio político y constitucional salido del final de la Reconstruction dominará la nación, con ligeras alteraciones, como mínimo hasta 1932, en el lado económico, y finales de los años cincuenta, en el lado político. Fue un sistema extraordinariamente estable, que generó una enorme prosperidad material y crecimiento económico. Estaba construido, no obstante, sobre unos cimientos en gran medida reaccionarios, y en él se mezclaron décadas de progreso material con profundas desigualdades y un brutal régimen de discriminación racial.
El final de este consenso, y el nacimiento del sistema político «moderno» de Estados Unidos, tuvo su origen en 1954 con el caso Brown contra el Consejo de Educación, la sentencia del Tribunal Supremo que declaró inconstitucional la segregación racial en las escuelas. El movimiento por los derechos civiles provocó un cambio profundo en el sistema constitucional del país, o, para ser más específico, en la interpretación de lo que la Constitución representaba.[5] Esto inevitablemente provocó una profunda transformación política, con demócratas y republicanos buscando, negociando y peleándose entre ellos para encontrar una nueva coalición que les permitiera ganar elecciones. En Estados Unidos se habla de realineamiento para referirse al enorme cambio que experimentó el sistema de partidos a finales de los sesenta. Aunque no fue el primero (según a quien preguntes, este es el cuarto o quinto),[6] es sin duda el más importante para la historia que queremos contar aquí. Su principal autor, y alguien que será una figura central en este libro, fue Richard Nixon y su campaña presidencial en 1968.
La revolución institucional de los años sesenta no sólo cambió el electorado, sino que también modificó la forma en que estos escogían a sus líderes y candidatos, así como a la misma estructura interna de los partidos. Supuso el nacimiento del sistema de primarias presidenciales, y abrió la puerta a una nueva generación de activistas y estrategias de movilización electoral, incluyendo cambios sustanciales en la financiación de las campañas. Estos cambios crearon, de nuevo, toda una serie de incentivos para políticos y activistas que redujeron el papel de las formaciones políticas y dieron más poder a las bases y grupos externos.
No es hasta los años noventa cuando el sistema americano de partidos se consolida en un mapa más o menos reconocible para el observador actual. Es entonces cuando nos tocará hablar sobre cómo la evolución de partidos y activistas, por un lado, y los cambios en los medios de comunicación, por otro, empezaron a reforzar las fracturas presentes en el sistema político. El llamado «estilo paranoico» de la política americana[7] (el de McCarthy y la caza de brujas, el nativismo y el populismo antiélites) tomó, poco a poco, el control del Partido Republicano, hasta finalmente acabar en Trump.
Esta no será sólo una historia del movimiento conservador americano, con los demócratas como observadores pasivos a cada paso. Del mismo modo que el Partido Republicano fue adaptándose a los cambios hasta construir una mayoría social aparentemente inalcanzable a mediados de los ochenta (Ronald Reagan ganó las presidenciales de 1984 con 18 puntos de ventaja, 59-41), los demócratas también intentaron responder. Lo hicieron, por un lado, redefiniendo (repetidamente) qué querían ser como partido y, por otro, cambiando de forma sustancial cómo gobernaban allá donde alcanzaban el poder.
Cuando miras un mapa sobre indicadores sociales, económicos o de salud pública en Estados Unidos, se dice a menudo que todos los mapas son en el fondo el mismo. Tenemos, por un lado, los estados del norte y la costa oeste (la sombra de la guerra civil, siempre presente), que tienen cifras de pobreza, esperanza de vida, desigualdad o criminalidad quizá no «europeas» pero sí relativamente normales. Tenemos, por otro, los estados del Viejo Sur y del centro del país, que son más pobres y cuyas cifras en cualquier indicador imaginable son peores, desde mortalidad infantil hasta sobredosis. Estas diferencias son el resultado de decisiones políticas tomadas a escala estatal, no federal. Son también relativamente recientes, fruto de un cambio de tendencia que se inicia a finales de los setenta y continúa hasta hoy.
Este es un elemento crucial al hablar sobre la evolución política de Estados Unidos y sobre hacia dónde se encamina. La fractura política de finales de los años sesenta provocó la aparición de dos modelos, dos ideas de país diferenciadas, a menudo tirando en direcciones opuestas. Una de estas dos coaliciones, la conservadora, acabó evolucionando en el trumpismo; la otra, la liberal (progresista, en lenguaje político americano), ha acabado escogiendo como líder a un octogenario llamado Joe Biden.
Ambas coaliciones distan mucho de ser monolíticas; el hecho de que hayan terminado donde están ahora es, a su vez, el resultado de décadas de conflictos internos, coaliciones, accidentes, errores y azares variados. Aunque las semillas que acabaron por hacer que un chiflado ataviado como un chamán presidiera el Senado en representación de una de ellas fueron plantadas por Richard Nixon, no hay nada inevitable en esa evolución o en este resultado. Muchos, dentro del movimiento conservador americano, querían otro futuro para su partido y para el país, y acabaron perdiendo ese debate. Del mismo modo, el Partido Demócrata no terminó en manos de los moderados por accidente, pero eso no significa que otras voces no quisieran algo distinto hasta llegar hasta aquí.
Es importante recalcar, sin embargo, la tremenda asimetría entre los dos bloques. En el lado republicano, los chiflados han acabado por tomar el control del partido, hasta el punto de intentar un golpe de Estado. Los demócratas, a pesar de los devaneos histéricos de Fox News, son un partido firmemente en manos de los moderados; la izquierda de la formación tiene su influencia, pero los radicales son expulsados sin dudarlo. Esta asimetría, como veremos, no se debe a que los demócratas son más sensatos o virtuosos, sino a incentivos institucionales claros. Los republicanos, por su lado, se radicalizan porque pueden hacerlo, gracias a un sistema político que los empuja en esa dirección.
Una nota final, antes de entrar en materia. Durante el libro me referiré a los habitantes de Estados Unidos de América y a todos aquellos eventos, historias, personajes e instituciones provenientes de este país como «americanos», no como estadounidenses. Esto se debe, primero, a que Estados Unidos es el único país del continente que tiene «América» en su designación oficial, así que veo aceptable que reclamen para sí este gentilicio. Segundo, quiero evitar la confusión con los otros Estados Unidos, Estados Unidos Mexicanos; del mismo modo que solemos referirnos a estos como «mexicanos», haré lo propio con los americanos. Tercero, la gente aquí utiliza «americans» para referirse a ellos mismos, y creo que es una cuestión de respeto a su cultura utilizar la expresión que ellos prefieren. Cuarto, y más importante, «estadounidenses» es una palabra francamente horrible, larga, complicada y que no hace más que convertir cualquier frase en una parrafada desagradable. Dado que parte de mi trabajo es escribir prosa legible, me tomaré la libertad de usar un vocablo más amigable.
Por si se pregunta dónde acabó Chansley, el tipo fue condenado a cuarenta y un meses de prisión tras llegar a un acuerdo con las autoridades. Después de una reducción de condena por buena conducta, salió de la cárcel el 25 de mayo de 2023. Desde entonces no ha participado (hasta ahora) en ningún pronunciamiento o golpe de Estado. Chansley sigue soltando teorías de la conspiración alegremente en Twitter, viviendo feliz como un famoso de tercera en la periferia del movimiento conservador americano y de los fans de QAnon.
* Se publica con autorización de Penguin Random House Grupo Editorial. Roger Senserrich (Maracay, Venezuela, 1979) es politólogo y escritor con casi dos décadas de experiencia en política americana. Durante estos años ha trabajado como lobista para múltiples ONG en temas como urbanismo, salud pública, política fiscal y educación, tanto en ámbito estatal como federal, y ha participado en decenas de campañas electorales como asesor, director de comunicación y estratega. Licenciado en Ciencias Políticas por la Universidad Pompeu Fabra de Barcelona, actualmente ocupa el cargo de director de comunicaciones y políticas públicas en el Connecticut Working Families Party. Es miembro fundador de Politikon, colaborador de Vozpópuli y autor del boletín Four Freedoms sobre política americana.