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No es la primera vez que la oposición venezolana canta fraude en unas elecciones. Tampoco es nuevo que el gobierno chavista denuncie un golpe de Estado y una conspiración de la derecha en su contra. Protestas, marchas y represión militar y judicial por los resultados cuestionados parecieran una rutina aprendida. Y la inevitable crisis diplomática internacional, derivada de estos acontecimientos, es ya una historia recurrente.
Pero lo que sucede por estos días en Venezuela no es un deja vú. Ha pasado una semana desde las elecciones, el Consejo Nacional Electoral sigue sin presentar los resultados completos, pese a que gobiernos de derecha y de izquierda lo han exigido. Mientras tanto, la plataforma paralela de la oposición ha logrado mostrar información, mesa por mesa. La consecuencia de este desafío, ha sido una persecución militar y judicial a quienes trabajaron en esta estrategia de la defensa del voto popular. “Aquí ahora, la palabra “comanditos” está satanizada. Nos andan buscando”, dice alguien desde Caracas, antes de borrar el mensaje por WhatsApp.
El desenlace de este episodio aún es incierto; dependerá de la capacidad represiva del régimen de Maduro y de aguante del oficialismo, de la estrategia de la oposición en una nueva fase de resistencia y también de la presión-mediación que logren otros países para que se respete la voluntad de los venezolanos que acudieron masivamente a las urnas, derrotando la tradicional “desesperanza aprendida”. “El Gobierno falló al calcular, la gente salió masivamente a votar. Si Edmundo González hubiese obtenido la mitad de los votos, en este momento habría muchísimas dudas en la comunidad internacional sobre quién estaba diciendo la verdad”, dice la historiadora y analista política venezolana, Margarita López Maya.
Ante el autoritarismo: carisma, activismo y comanditos
La calle o la ruta electoral. Esta tensión ha estado presente en las fuerzas de la oposición durante los últimos veinticinco años. También era incierto que el Gobierno convocara elecciones. Aun así, contra todos los pronósticos, en octubre de 2023, María Corina Machado fue elegida con el 92,5% de los votos, sin saber si podría participar como candidata contra Maduro.
No obstante, haber ganado las primarias la convirtió en la líder de una coalición muy amplia: la Plataforma Unitaria. A su comando se integraron veinticinco partidos políticos, desde los tradicionales como Acción Democrática o el partido socialcristiano COPEI, hasta partidos de izquierda como La Causa R y Bandera Roja.
Machado no era una política tradicional. Era más bien una activista, incluso con un discurso antipolítico y antipartidos, tal como ya había demostrado en años anteriores. De profesión ingeniera, había trabajado en organizaciones de la sociedad civil, como Súmate, promoviendo la recolección de firmas para el referendo revocatorio de Chávez en 2004.
Después fue elegida diputada en 2011, con un estilo aguerrido y franco. Daba declaraciones y discursos en los medios, pero no en la calle y en los barrios populares, donde había calado una imagen negativa de ella promovida por el chavismo. La llamaban “María Violencia”, la pintaban como una “sifrina” (niña rica) de ultraderecha radical, una mujer clasista que odiaba al pueblo y al comandante y líder de la revolución, Hugo Chávez.
El Gobierno la subestimó. Pensaron que jamás daría un paso al costado para permitir que otro candidato –Edmundo González Urrutia– asumiera la candidatura cuando se hizo evidente que a ella no la dejarían competir. Otros sectores de la oposición también la subestimaron, entre otras razones porque les parecía exagerado que ella hablara de “dictadura” desde hacía más de una década. Pero quizás, por eso mismo, entendía que había que aplicar una doble estrategia. Por un lado, había que estimular la participación de los electores, ya que en Venezuela no son obligatorias. Por otro lado, necesitaban prepararse para proteger y defender los votos.
Para lograr el primer objetivo, debía hacer una campaña con liderazgo carismático. Recorrió todo el país, en carro, en moto, en chalupa, habló de cambio y de futuro sin el dictador de bigotes, abrazó a madres, abuelos y niños, como lo había hecho Chávez y también el anterior contendor de la unidad, Henrique Capriles. Ella era el nuevo ídolo inquebrantable de la oposición, con aura de santa y camándula al cuello. Necesitaba que creyeran en ella, que sí podía derrotar al oficialismo en las urnas, sin mencionar que les podían robar la elección. Simplemente decía que había que “cobrar”, es decir, hacer respetar el triunfo y que la lucha era “Hasta el final”.
Para lograr el segundo propósito, armaron una estrategia paralela, más de estilo activista, al que se fueron sumando voluntarios de distintos sectores, además de los partidos: académicos, defensores de derechos humanos, empresarios, estudiantes, pensionados, entre otros. “Lo que ella creó fue más una organización de la sociedad civil que se apoderó del proceso electoral, porque si se lo dejaba a los partidos, quizás no hubiera funcionado», dice la historiadora venezolana y analista política Margarita López Maya.
Así como existen manuales para dictadores, también existe ya un conocimiento que circula en la academia y entre redes de activistas sobre cómo derrotarlos en las urnas y a través de la lucha no violenta. Son pocos los casos, pero los serbios del movimiento Otpor! lograron sacar del poder a Slobodan Milosevic en 2000, los chilenos a Pinochet en 1998 y los filipinos a Marcos en 1986, explica Laura Gamboa, profesora del Departamento de Asuntos Globales de la Universidad de Notre Dame y autora de un libro que ha analizado las estrategias de la oposición en varios países, incluida la venezolana, para contrarrestar el retroceso democrático. “La oposición que vemos hoy es diametralmente distinta a la de los primeros años. Es el resultado de 25 años de aprender de sus errores”, dice.
En este momento nadie está dispuesto a contar la historia completa ni quieren que se publique por razones de seguridad, pero en enero de 2024 los coordinadores de Vente Venezuela (la organización de Machado) se plantearon reunir a más de 600.000 ciudadanos para conformar un aparato de «integridad electoral».
Machado empezó a referirse públicamente a ellos como los “comanditos” de campaña. Para el 8 de julio, la líder anunció que tenían 58.300, y que cada uno estaba integrado por diez personas.
Aunque en elecciones anteriores la oposición ya había puesto en práctica algunas estrategias de vigilancia del voto, como reportar incidentes, llevar a cabo conteos paralelos e instalar salas de totalización extraoficiales, nunca había tenido testigos en algunos puestos de votación, especialmente en algunas zonas peligrosas y de mayoría oficialista.
El pasado 28 de julio, sin embargo, la oposición logró tener un poco más del 90% de las mesas cubiertas con sus representantes y eso hizo una gran diferencia para poder recolectar las actas de escrutinio que emite cada máquina al cierre de la votación. Esas actas debían ser custodiadas y luego escaneadas, para que todo el mundo pudiera ver los resultados y comparar su voto en una plataforma web robusta.
Una contienda sin árbitros
El domingo 28 de julio, Elvis Amoroso, rector principal del Consejo Nacional Electoral (CNE), leyó un boletín y anunció que Nicolás Maduro había sido elegido presidente de Venezuela con el 80% de los votos escrutados. Dijo que la tendencia era irreversible y dio los siguientes resultados: 51,2% para Maduro, 44,2% para González y otros porcentajes menores para el resto.
Las matemáticas no cuadraban. Los porcentajes presentados eran extraños, con porcentajes exactos hasta el sexto decimal, como empezaron a señalar distintos grupos de académicos y analistas, que también empezaron a hacer proyecciones ponderadas.
La información de la Plataforma Unitaria también era muy distinta, tanto por las encuestas de salida que habían contratado como por las actas de escrutinio que iban llegando. Mientras tanto, la página oficial donde el CNE debía publicar los resultados estaba caída. Tampoco le habían permitido la entrada a la sala de totalización a Delsa Solórzano, la representante de la Plataforma Unitaria ante el árbitro electoral. Además, el rector Juan Carlos Del Pino, que había criticado el proceder de Amoroso, no estuvo presente en el anuncio de los resultados.
Para la oposición estaba claro que el CNE mentía para favorecer a Nicolás Maduro. Consideraban que el árbitro electoral era cómplice de un fraude. “Sabíamos muy bien de lo que son capaces”, dijo María Corina Machado a los pocos minutos en una transmisión, al anunciar que, según las actas que tenían en sus manos, el nuevo presidente de Venezuela era Edmundo González Urrutia.
Había razones para desconfiar del CNE. Si bien siempre habían tenido una mayoría de rectores de tendencia chavista y nunca habían sancionado el “ventajismo electoral” del oficialismo en las campañas, se mantenían ciertas garantías. El CNE publicaba la información sobre los votos y también entregaba un disco con esa información a cada partido que se presentaba a los comicios, como estaba estipulado por ley. Así había sido hasta 2015, cuando la oposición ganó las elecciones parlamentarias y quedó en evidencia que el Gobierno había perdido el voto popular.
“A partir de ese hito, el Gobierno hace una serie de reformas y reingeniería del sistema electoral en Venezuela”, dice una exrectora del CNE que prefiere no ser identificada. En 2016 dejaron de celebrarse elecciones a gobernadores, tampoco permitieron celebrar un referendo revocatorio contra Nicolás Maduro y luego dejaron de publicar los resultados de las elecciones más recientes: las de la Constituyente y el referendo sobre el Esequibo.
La excusa del Gobierno para no publicar los resultados esta vez era que el CNE había sufrido un ataque cibernético desde Macedonia del Norte. Sin embargo, el diseño y el funcionamiento del propio sistema electoral iban en contra de ese argumento. Días antes de las elecciones, al finalizar con éxito una auditoría de tecnología, Carlos Hernández, responsable de la seguridad del CNE, había dicho: “Esta red estará totalmente aislada, nosotros no tenemos comunicación con el mundo; la red de CANTV se encuentra ese día del evento asignada únicamente para este uso”.
Además, las actas de escrutinio se emiten por cada máquina de votación antes de que los datos se transmitan a la sala de totalización del CNE. Por lo tanto, un hackeo no afectaría al escrutinio, que queda consignado de todas maneras en las actas en papel, cuyas copias también se han entregado al partido oficialista y al resto de partidos. Las actas originales quedan en custodia del Plan República, de la Fuerza Armada Nacional Bolivariana (FANB).
En el pasado, el Gobierno ha jugado a dividir a la oposición, pero no contaba con que otro de los candidatos, Enrique Márquez, diera una rueda de prensa y denunciara públicamente que, aunque a la Plataforma Unitaria no le habían permitido tener a un representante en la sala donde se sistematizan los resultados, su partido, Centrados, sí había contado con alguien allí. Esa persona había sido testigo de que las máquinas que reciben el total de los votos y deben imprimir los boletines, en presencia de los testigos, no lo hicieron esta vez. “Lo digo claramente, ese boletín no se produjo allí, no sé dónde se produjo, pero no fue en la sala de totalización electoral”, dijo Márquez, cuyo partido también ha logrado guardar copias de otras actas que serían entregadas a la plataforma de Machado.
Además, el CNE había violado la propia ley electoral, que indica que primero debe realizarse la totalización completa en un plazo de 48 horas para luego adjudicar y proclamar al ganador. Sin embargo, en una carrera contra el tiempo, Amoroso se apresuró a formalizar el acto a la mañana siguiente, en presencia de muchos de los acompañantes internacionales, las demás cabezas de los poderes y la cúpula militar.
Esto fue lo que desató una reacción espontánea de indignación y rabia entre muchos venezolanos, que empezó con cacerolazos y continuó con manifestaciones en las calles. En varias ciudades también destruyeron varias estatuas de Chávez. Y, aunque el Gobierno se empeñara en su narrativa polarizante, afirmando que era una protesta de los opositores «de los apellidos» y no del pueblo, fue evidente que los sectores populares también se habían movilizado. Desde el barrio Petare, en Caracas, considerado una de las favelas más numerosas de América Latina, bajaban decenas de personas en motos y a pie a exigir el respeto por los resultados. Las actas de escrutinio no eran una mera formalidad ni un reclamo de la oposición: constituían la prueba de que el chavismo podría haber perdido la soberanía popular.
Mientras las fuerzas de seguridad reprimían la protesta, el presidente Maduro anunció que había solicitado un amparo ante el Tribunal Supremo de Justicia (los amparos se presentan normalmente cuando a alguien se le han conculcado sus derechos) para que allí se dirimiera el conflicto. Varios abogados, tanto en Venezuela como en el exilio, reclamaron que era un absurdo y una jugada para comprar tiempo. “Es una manera de lograr que no se discuta más el asunto. El TSJ sustituye al CNE, avala las actas del PSUV frente a las de la oposición, pero eso no tiene sentido: el CNE es el único que puede certificar si esas actas son las de su sistema”, señala la abogada Laura Louza, directora de Acceso a la Justicia.
El TSJ admitió el recurso legal y anunció que el viernes 2 de agosto había citado a todos los candidatos a comparecer en persona, requisito que, según Louza, es otra irregularidad. Edmundo González no acudió. Un poco antes de la hora citada, el CNE emitió un segundo boletín, con el 96,87% escrutado, en el que proclamaba ganador a Nicolás Maduro, pero una vez más no mostró ningún acta, ni publicó los resultados en su página web, discriminados por centro y mesa, para que se pudieran auditar de manera independiente. Tampoco entregó la base de datos a los demás partidos, ni realizó una auditoría de telecomunicaciones prevista. Aún así, los magistrados del TSJ certificaron los resultados dados por el rector Amoroso, e instaron a candidatos y ciudadanos a respetarlos.
Está ampliamente documentado que la justicia venezolana no ofrece garantías ni es un órgano independiente. Según el ranking que realiza el World Justice Project, Venezuela ocupó el último lugar entre 142 países y es considerado el sistema más injusto de toda la región. La cooptación del poder judicial, así como la de los demás poderes, ha sido un proceso gradual que empezó con Chávez y ha continuado con Maduro. Esto es lo que ha llevado al sociólogo venezolano Ramón Piñango a decir, desde hace más de una década, que el país se quedó sin árbitros y que, sin un árbitro creíble, es difícil mantener la paz.
La ilusión de muchos venezolanos, que conocen bien su historia, era que la Fuerza Armada Nacional Bolivariana (FANB), el último árbitro y cómplice de otros quiebres en el pasado, hiciera respetar el voto popular o, al menos, que no siguiera las órdenes del comandante en jefe para reprimir la protesta.
En las redes sociales han circulado algunos vídeos de uniformados que no lo hacen, pero son ejemplos aislados. El comandante general y ministro de Defensa, Vladimir Padrino López, y el resto de la cúpula militar han respaldado a Nicolás Maduro. El saldo de la represión para el jueves 1 de agosto era de 19 muertos y Maduro ya hablaba de más de mil personas detenidas.
“Y vamos por 1.000 más”, amenazó. Las advertencias, y la invitación a delatar a quienes ayudaron a la oposición, a través de una aplicación y líneas telefónicas, quizás hagan aumentar la cifra en los próximos días.
La fase 2: la resistencia interna y la presión externa
La ausencia de la prueba, de manera pública y visible ante todo el mundo, sería la prueba del fraude. Por eso los opositores han insistido tanto en ello. Pero, en paralelo a la legítima demanda de defensa y respeto por los resultados del voto popular, ya ha empezado otra etapa.
Nicolás Maduro hará lo que sea por quedarse en el poder, aguantando, dilatando, o como dicen en Venezuela “corriendo la arruga”, con discursos y matrices mediáticas conspirativas, y con su aparato represivo, como ya hizo en anteriores ocasiones, aunque esta vez el coste sea más elevado. “Intentará fragmentar a la oposición, que hasta ahora se ha coordinado en torno a González Urrutia, a través de la represión selectiva y la cooptación”, dice Maryhen Jiménez, politóloga venezolana e investigadora de la Universidad de Oxford.
La oposición tendrá que demostrar que puede mantenerse cohesionada y resistir, manteniendo una movilización y presión, para lograr que el Gobierno acepte negociar una transición o que se quiebre internamente. “Está por verse si el movimiento pro-cambio que se ha intentado construir logra concretar sus demandas, al mismo tiempo que protege a sus integrantes en el proceso”, dice Jiménez.
Son conscientes de que no pueden lograrlo sin presión externa. El jueves por la tarde, María Corina Machado publicó en el The Wall Street Journal su mensaje a la comunidad internacional desde la clandestinidad, ya que distintos portavoces del oficialismo han dicho que van a capturarla a ella y a González, y Maduro ha pedido que la investiguen: “Nosotros, los venezolanos, hemos cumplido con nuestro deber. Hemos votado para destituir al Sr. Maduro. Ahora le corresponde a la comunidad internacional decidir si tolerará un gobierno ilegítimo demostrado”.
Pero es una apuesta incierta. Los organismos multilaterales han perdido capacidad de incidencia y resolución; el autoritarismo y el populismo, tanto de izquierda como de derecha, han torpedeado los consensos.
El primer ministro húngaro, Viktor Orbán, saboteó el pronunciamiento de la Unión Europea que condenaba las fallas e irregularidades en el proceso electoral, que la misión de observación electoral del Centro Carter señaló en un comunicado, una vez sus observadores salieron del país: “La elección presidencial de Venezuela de 2024 no se adecuó a parámetros y estándares internacionales de integridad electoral y no puede ser considerada como democrática”.
En la región, tampoco está claro lo que pueda pasar. “La Organización de los Estados Americanos, que se creó precisamente para este tipo de conflictos, es cada vez más irrelevante”, opina Michael Shifter, expresidente del Diálogo Interamericano y profesor de la Universidad de Georgetown. Añade que, aunque se puede entender que Colombia, Brasil y México —los países de la región que pueden tener más incidencia en una negociación— se hayan abstenido o no hayan participado en la sesión, es lamentable que no se haya logrado una resolución.
Para Shifter, resulta preocupante que, posteriormente, este grupo de países haya emitido un comunicado conjunto en el que no condenan la represión, a diferencia del presidente chileno, Gabriel Boric, que, aunque también es de izquierda, ha tenido una respuesta coherente y clara ante la violación de los derechos humanos, basada en principios y no en una solidaridad ideológica.
El comunicado también insta a que el conflicto se resuelva por la vía institucional, pasando por alto que en Venezuela no hay Estado de derecho ni separación de poderes. (Justo antes del cierre de este artículo, el diario El País reveló que la propuesta de México, Colombia y Brasil era que Nicolás Maduro y Edmundo González se sentaran a la mesa, sin la presencia de Maria Corina Machado.)
“Es un momento que exige una diplomacia del más alto nivel y hay ciertos aprendizajes en la comunidad internacional que son importantes”, dice Laura Dib, del Washington Office for Latin America. “El aislamiento diplomático le hizo mucho daño a la población venezolana y a los migrantes en esos países que rompieron relaciones”.
Hay ocho millones de refugiados y migrantes venezolanos en otros países de América Latina y también en Estados Unidos. Esa diáspora hace difícil que los países ignoren lo que sucede en Venezuela y preferirían evitar nuevos flujos migratorios de venezolanos que huyan de la persecución o que simplemente no quieran permanecer en su país si Maduro continúa en el poder.
Esta crisis, sin embargo, a diferencia de otras anteriores, se desarrolla en el marco de procesos de diálogo previos, como los de Barbados, con la mediación de Noruega, y el de Qatar, una negociación paralela que surgió con Estados Unidos, país que tradicionalmente ha sido el socio comercial más importante de Venezuela, entre otras razones, por sus ricos recursos petroleros y mineros.
El gobierno de Joe Biden, que negoció la retirada de algunas sanciones e incluso liberó al empresario Alex Saab, involucrado en varias tramas de corrupción con el Gobierno venezolano, para que se celebraran elecciones, ha adoptado una postura más frontal que otros países de la región que pueden hacer presión, reconociendo a Edmundo González como el presidente electo. Perú, Argentina, Uruguay, Costa Rica, Ecuador, y Panamá también lo han hecho.
En una rueda de prensa el jueves 1 de agosto, Maduro dijo que estaba abierto al diálogo con Estados Unidos si se retomaba la agenda de Qatar, y al final del día publicó las actas en su cuenta de X.
Pero, hasta el momento de cierre de este artículo, no hay nada que sugiera que esto pueda concretarse pronto, y mucho menos que Estados Unidos le levante las sanciones a él y a otros altos funcionarios del Gobierno que tienen órdenes de captura por varios delitos y que hacen que el costo de salir del poder sea muy alto. Por eso, Maduro se está atrincherando y esperando a que el resto del mundo acepte su versión de los hechos, sin demostrar que ganó las elecciones. Si eso sucede, será la normalización del autoritarismo.
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