La experiencia acumulada de las “ofensivas finales” contra Maduro en Venezuela
Esta es la sexta ocasión en poco más de una década en la que la oposición venezolana promete el final de Nicolás Maduro, quien aunque tiene el marcador a favor, ve agotadas sus maniobras para sobrevivir.
Camilo Gómez Forero
El “capítulo final” de Nicolás Maduro ha cambiado tantas veces de nombre como de tácticas y protagonistas. Comenzó a escribirse el 14 de abril de 2013, cuando fue declarado ganador de las elecciones contra el opositor Henrique Capriles por una ínfima diferencia. En ese entonces se exigió un reconteo y se convocó a la población a desconocer el todavía dudoso resultado con un “cacerolazo” masivo “que se oiga en todo el mundo”. No funcionó.
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El “capítulo final” de Nicolás Maduro ha cambiado tantas veces de nombre como de tácticas y protagonistas. Comenzó a escribirse el 14 de abril de 2013, cuando fue declarado ganador de las elecciones contra el opositor Henrique Capriles por una ínfima diferencia. En ese entonces se exigió un reconteo y se convocó a la población a desconocer el todavía dudoso resultado con un “cacerolazo” masivo “que se oiga en todo el mundo”. No funcionó.
El “cacerolazo” se encontró pronto con los mecanismos de represión del gobierno, que ha ido perfeccionando a lo largo de la década. Los medios de comunicación entonces, como en 2024, se vieron amenazados por Maduro y más de 150 personas fueron detenidas en solo los primeros dos días —en el último mes de la actual crisis se reportan más de 2.400 arrestos—. La intensidad de ese clamor popular se mermó casi de inmediato y a Capriles, el ícono emergente, le cayeron encima por cancelar las movilizaciones al tercer día.
“A él lo acusaron de no tener la valentía de sacar a la gente a la calle. Sin embargo, lo que pasa es que la oposición no tenía las actas para demostrar un eventual fraude y, al no tener eso, como sí se tienen ahora, Capriles optó por no generar un baño de sangre sin tener los elementos para reclamar. Así que fue un acto de responsabilidad, que no fue aplaudido por los sectores más radicales”, dice el periodista venezolano Txomin Las Heras.
Capriles fue reemplazado así por una figura mucho más radical: Leopoldo López surgió en 2014 con la idea de que la solución estaba en las calles. Convocó a una marcha para el 23 de enero, fecha histórica para el país, a la que bautizaron como “La salida” —otro nombre para el capítulo final—. Maduro, ya entrenado en mecanismos de supervivencia para evitar la caída de su régimen, ordenó el arresto de López, quien asumiendo una figura de mártir se entregó a las autoridades.
La gente no quería que eso pasara, que se entregara, pero él insistió. Lo acompañaron hasta la sede de la Guardia Nacional Bolivariana y no pensaban dejarlo pasar, hasta que él, como Moisés, abrió a su mar de seguidores con una frase lapidaria: “Si mi arresto sirve para despertar a la gente, para despertar a Venezuela, entonces habrá valido la pena”, dijo el 18 de febrero de ese año. Lo denominaron “El Viacrucis de Leopoldo”. No lo valió. Lo que siguió fue una ola de enfrentamientos entre opositores y chavistas por meses, así como paros de varias industrias y represión en universidades. Para junio, el país ya registraba 43 muertos más, 500 heridos y 2.000 detenidos. López se quedó en la cárcel durante varios años.
“Estaba en Venezuela, y recuerdo estar en contra de esa actitud de Leopoldo. Fue un error estratégico lanzarse a una ruta de protestas para salir del gobierno, porque la oposición estaba en un proceso de fortalecimiento de su unidad y eso la dividió. Si se hubiera mantenido la unidad, la oposición hubiera podido tener mejores resultados”, contó Las Heras.
Si la calle no dio resultados, había que probar de nuevo con las urnas. O eso fue lo que pensó la oposición en 2015. Consiguieron la victoria en las elecciones parlamentarias al hacerse con 112 de los 167 escaños de la Asamblea Nacional. Maduro contraatacó: el Tribunal Supremo de Justicia (TSJ), ya bajo su control, declaró en desacato al Parlamento por la supuesta compra de votos por parte de tres diputados del estado Amazonas.
Eso provocó que se mezclaran dos ideas: la calle y las urnas. Se recogieron firmas para un referéndum revocatorio y se cumplieron las reglas, pero el Consejo Nacional Electoral descartó la posibilidad. Así nació la “Toma de Venezuela”, otra muestra de presión social que terminó en arrestos, violencia y muerte. En 2017, el TSJ consumó el golpe definitivo: asumió las funciones legislativas y les quitó la inmunidad a los parlamentarios de la Asamblea de 2015.
La ira estalló: surgieron las “guarimbas”, unas barricadas de resistencia callejera que se enfrentaron a las fuerzas estatales, apoyadas por fuerzas paramilitares conocidas como los “colectivos”. Tras dos meses de protestas, miles de heridos y detenidos, Maduro, casi asfixiado, jugó su siguiente carta: instaló una Asamblea Constituyente para reescribir la Constitución a su antojo. Para muchos la historia se dio por terminada.
Dos años después, un nuevo 23 de enero, surgió un nuevo líder con otro enfoque: Juan Guaidó, el presidente más joven en la historia de un Parlamento no reconocido por el Ejecutivo, asumió un interinato reconocido por más de 50 países. La comunidad internacional intervino. Hubo el “cerco diplomático”. La crisis se salió de las fronteras y se sumó otro componente: se llamó a las fuerzas armadas a la movilización civil. La convocatoria y la presión exterior, sin embargo, no cumplieron con las expectativas, y el gobierno de Guaidó se vino abajo tras la llamada “Operación Libertad”, otro nombre más.
La década que antecede a la actual crisis en Venezuela puede verse bien como una serie de microprocesos fallidos para deshacerse de Maduro o también como un proceso mucho más amplio, en el que se han acumulado experiencias para dar una estocada final. Lo que queda hoy no es más que el fruto de todos los errores aprendidos: María Corina Machado y Edmundo González han ofrecido una combinación única: la unión de la oposición, sin importar la figura al frente; liderazgo, pero sin martirios; rigidez, aunque con diplomacia; movilización social, aunque más inteligente y discreta; presión internacional, pero sin asfixiar a la población y cerrar canales diplomáticos, y, especialmente, contar con el material probatorio: las actas.
Para la oposición, que saldrá este miércoles a las calles, el capítulo final de Maduro sigue escribiéndose con más condiciones a su favor. Cada barrera se convierte en algo a su favor. Incluso esa ventana de cinco meses hasta la investidura del nuevo presidente, que antes se veía como un período del que el gobierno sacaría provecho, juega para su suerte. “Es Maduro quien necesita esa legitimidad y posesionarse ya”, dice Las Heras. El martes, Maduro nombró a Diosdado Cabello como ministro del Interior, cartera encargada de la agenda represiva, lo que para el venezolano es un indicativo de que en el gobierno, aunque quieran parecer fuertes, están “apiñados”.
“El gobierno se ha atrincherado, pero al mismo tiempo está más débil que antes. La presión internacional está siendo muy fuerte, y le están haciendo mucho daño las posiciones adoptadas por la izquierda democrática, entre Petro, Lula y sobre todo Boric. Eso lo aísla mucho. Y, más importante, la oposición ha ganado desde el punto de vista narrativo. La discusión ya no es izquierda y derecha, sino dictadura y democracia”, remata Las Heras.
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