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Tras casi dos semanas de las elecciones presidenciales en Venezuela la incertidumbre política, económica y social se mantiene. El oficialismo ha logrado sostenerse a través de lo que pareciera uno de los grandes fraudes electorales en la historia de la región y responde incrementando la represión y persecución a la sociedad civil que ha mostrado apoyo a la oposición y descontento con la realidad del país.
Según las organizaciones civiles venezolanas Provea y Monitor de Víctimas, entre el 28 de julio y el 5 de agosto de 2024, han asesinado a 23 personas en las protestas, en 17 de estos casos se confirmó la responsabilidad de los colectivos, los militares y la policía.
Además, entre el 29 de julio y el 8 de agosto la organización no gubernamental Foro Penal identificó y verificó 1.229 arrestos postelectorales, entre los cuales 105 han sido a adolescentes y 5 a miembros de comunidades indígenas. Asimismo, el gobierno venezolano ha institucionalizado y desplegado con mayor ahínco la “Operación Tun Tun” que, desde las protestas de 2017, viene siendo la estrategia de allanamientos y capturas sistemáticas e irregulares dirigida a opositores del oficialismo, activistas sociales y a algunos periodistas.
Incluso, diversas organizaciones defensoras de derechos humanos han sumado a sus alertas el aumento de requisas a la población civil en espacios públicos en donde cuerpos de seguridad revisan hasta el teléfono y los mensajes de WhatsApp. Así como, la cancelación o retención injustificada del pasaporte a un número indefinido, pero no desestimable, de venezolanos que se encuentran dentro y fuera de su país.
Venezuela hoy está viviendo uno de los perores picos de represión y autoritarismo de los últimos 25 años —periodo en el que el chavismo y madurismo ha gobernado— y los resultados parciales, y aún no reconocidos, de las elecciones muestran el rechazo generalizado de la sociedad venezolana al statu quo y el deseo de cambio.
En un escenario como este, de gran inestabilidad y vulneración de los derechos humanos, no es extraño prever un aumento de la migración venezolana, más aún hacia Colombia, vecino inmediato y el receptor de al menos el 36 % de los 7,8 millones de migrantes y refugiados que han salido de Venezuela en los últimos 10 años.
Por ahora los monitoreos de Migración Colombia y de otros organismos ubicados en frontera no han identificado un aumento significativo de flujos migratorios desde Venezuela, más allá de quienes retornan a Colombia luego de haber ejercido su derecho al voto en el país vecino. No obstante, los reportes de la Organización Internacional para las Migraciones (OIM), señalan que varias de estas personas ingresan a Colombia con uno o más miembros de su familia que por primera vez salen de Venezuela.
También se han registrado algunos casos de personas con necesidad de protección internacional que, luego de haber fungido como testigos electorales o de haber participado en la campaña opositora, han sido perseguidas y temen por su vida y libertad.
Si bien los números aún no muestran una tendencia hacia un pico migratorio, la movilidad humana procedente de Venezuela se ha desarrollado en los últimos 10 años como un proceso gradual que en el corto y mediano plazo podría incrementarse y, ante la agudización de la violencia y represión, presentar mayores índices de irregularidad e indocumentación.
Claramente el actual sistema de refugio colombiano ha sido insuficiente para asumir los retos que la migración venezolana ha impuesto en los últimos años, tanto así que la Corte Constitucional ordenó al Ministerio de Relaciones Exteriores diseñar e implementar una política pública que resuelva la congestión en el trámite de las solicitudes de refugio, superando las barreras administrativas, financieras y normativas que inciden para que este procedimiento hoy no sea expedito. El actual gobierno viene trabajando en ello, pero aún no presenta resultados a pesar de que en junio se venció el plazo de la sentencia.
Por otra parte, los recursos de cooperación internacional que integran el Plan de Respuesta a Migrantes y Refugiados de Venezuela (RMRP) han bajado sustancialmente en los dos últimos años para apalancar la gestión de los países de la región con mayor recepción migratoria.
Según la Oficina de Naciones Unidas para la Coordinación de Asuntos Humanitarios (OCHA), en 2022 este plan de respuesta cubría el 35 % de la demanda de ayuda humanitaria con una financiación de 631,2 millones de dólares; durante 2023 la cobertura bajó al 23 % con una financiación de 401,3 millones de dólares; y en lo corrido de 2024, solo se cubre el 9,2 % de la ayuda requerida para la cual se ha recibido 146,6 millones de dólares.
Con más de 2,8 migrantes de origen venezolano en Colombia y un flujo de cerca de 211 mil personas por la región del Darién en la frontera con Panamá a julio de 2024, Colombia debe fortalecer sus políticas de integración migratoria y de refugio, más cuando los factores de expulsión migratoria persisten y se agudizan en Venezuela.
A pesar de que los dos últimos años se ha abogado por un diálogo hemisférico y por la desvenezolanización de los asuntos migratorios regionales, es importante, además, que el país junto con otros de América del Sur como mayores receptores de migración venezolana, ejerzan un liderazgo regional para coordinar respuestas apegadas a los principios constitucionales e internacionales de protección de Derechos Humanos y logren, de nuevo, posicionar el tema en la agenda global de cooperación internacional.
* María Clara Robayo L. es investigadora del Observatorio de Venezuela de la Facultad de Estudios Internacionales, Políticos y Urbanos de la Universidad del Rosario e investigadora principal del proyecto Bitácora Migratoria en alianza con la Fundación Konrad Adenauer.
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