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Veinte años después de que Ángeles Pedraza perdiera a su hija en la matanza de los atentados contra los trenes de Madrid, que se cobraron la vida de casi 200 personas, sigue sin entender el motivo.
“Cada día es doloroso, triste, cada día me acuerdo de ella, pero cuando llega una fecha como esta, pues es mucho peor, porque después de 20 años, sigo pensando que por qué. ¿Qué han conseguido los asesinos?”, explica a la AFP Pedraza, jubilada de 65 años, en su domicilio en Valdemoro.
Su memoria ya no es lo que era, pero aún recuerda “cada minuto” del 11 de marzo de 2004, cuando 10 bombas explotaron en cuatro trenes de cercanías poco después de las 07:30 de la mañana, matando a 192 personas e hiriendo a casi 2.000.
Según narra, su hija Miryam, de 25 años, solía tomar el tren para ir a trabajar con su hermano menor Javier y, por lo que a la familia se refería, el día empezaba como cualquier otro.
Pedraza conducía de camino al trabajo cuando escuchó en la radio las primeras noticias sobre los ataques, pero no se inquietó por sus hijos, porque la primera explosión parecía haber tenido lugar en la estación de Atocha, en el centro de Madrid.
Pero cuando llegó al trabajo, se habían producido más explosiones y todo el mundo estaba aterrorizado intentando localizar a sus seres queridos.
Rápidamente, se puso en contacto con su hijo, que, milagrosamente, se había quedado dormido y se había salvado.
Pero no pudo localizar a Miryam a pesar de intentarlo todo para encontrarla. “Estuvimos recorriendo kilómetros y kilómetros con unos amigos que me llevaron buscando por todos los hospitales”, recuerda.
“Los hospitales cada hora emitían una nota con nombres de los que habían llegado que estaban ingresados, y querías escuchar su nombre, porque [hubiera significado que] había aparecido. Pero no escuchamos su nombre”.
Finalmente, se dirigieron a un centro para las familias donde esperaron. A las 03:00, les comunicaron que la chica estaba entre los fallecidos.
Sin perdón
“Ese día mueres, porque aparte del dolor tan intenso, no encuentras una razón, ¿por qué le ha tocado a ella?, ¿por qué ha ocurrido?”, explica, con dos décadas de dolor grabadas en el rostro.
Desde entonces, ha hecho campaña para que se haga justicia, durante los años que fue presidenta de la Asociación de Víctimas del Terrorismo (AVT). Pero su hijo no ha hablado ni una sola vez de aquel día en que mataron a su hermana y él se salvó.
“No vivo en el odio, pero yo no voy a perdonar nunca a los que hicieron esto a mi hija”, concluye.
Mientras Pedraza buscaba frenéticamente en los hospitales, Francisco Alameda Sánchez, que iba en el mismo tren que Miryam, pero salió prácticamente ileso, estaba en las vías intentando ayudar a los heridos.
En el primer vagón en el que estalló una de las bombas, Alameda Sánchez, que entonces tenía 40 años, se encontró tendido de espaldas con las puertas y las ventanas del tren reventadas.
“No tenía ningún daño físico, lo mío fue en los oídos, que me dolían mucho, (pero) no me impedía hacer otras cosas. En ese momento me dio para ayudarles a ellos, que estaban peor que yo”, cuenta a la AFP, aventurando que probablemente sobrevivió porque estaba sentado en el punto más alejado de la explosión.
Se quedó tres horas más, durante las cuales presenció horrores que nunca se le han ido de la cabeza: los gritos, los cuerpos quemados, la gente sin piernas.
Sin medios para transportar a los heridos, utilizaron las puertas del tren como camillas, y pesaban tanto que hacían falta seis personas para cargarlas.
“El olor a quemado me ha quedado, ese olor a carne quemada me ha quedado. Y el silencio que había, había un silencio sepulcral”, explica en la estación de Atocha.
Un miedo permanente
Sus oídos se recuperaron y volvió al trabajo, rechazando la terapia, pensando “que era fuerte y podía solucionarlo”.
Pero 10 años después, seguía teniendo problemas, así que se unió a la Asociación 11-M Afectados del Terrorismo, y encontró un terapeuta que transformó su vida.
Desde 2016 es secretario de la agrupación, que cuenta con 1.900 miembros. Aun así, no se ha librado del miedo. “Cada vez que vengo” a Atocha, “miro el sitio y se me va la cabeza”, explica en esta estación próxima al parque del Retiro y al Museo del Prado.
Rut Jezabel García tenía 24 años cuando estalló el tren en el que viajaba, sufriendo una lesión en el hombro que requirió ser operada y problemas auditivos a largo plazo, así como años de problemas psicológicos.
“Estuve en el tren que menos daños tuvo, pero para mí fue horrible”, cuenta García, que trabaja como contable y tiene una hija de 10 años.
“Las imágenes de heridos” o “el olor a goma quemada”, son cosas que “las sigues teniendo presentes”.
Aunque agradece haber sobrevivido, el momento del aniversario es siempre difícil.
“El mes de marzo para mí es horrible”, lamenta. “Borraría desde el 1 de marzo hasta el 20 del calendario”.
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