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Quizás nunca ha habido un heredero más preparado para la corona. Carlos, hijo mayor de la reina Isabel II y nacido para ser rey, accedió al trono después de haber sido el sucesor designado durante más tiempo en la historia de la monarquía británica. Como el rey Carlos III se convertirá en el soberano de la monarquía constitucional más importante del mundo, será la cabeza de la familia real con más historia y símbolo de continuidad en un país azotado por las crisis.
Al madurar pasó de ser un joven torpe y dubitativo —y un infeliz esposo de mediana edad— a convertirse, a los 73 años, en una eminencia canosa y segura de sí misma, empapada de causas como el cambio climático y la protección del medioambiente, que antes eran extravagantes pero que ahora parecen estar en sintonía con los tiempos. Otro tema es si Carlos gozará alguna vez del respeto o el afecto que recibía su madre. Llegada al trono a los 25 años, Isabel reinó durante más tiempo del que la mayoría de los británicos han vivido, anclando a su país con una dignidad estoica mientras hacía un turbulento paso de imperio de alcance mundial a miembro reacio de la Unión Europea y a su futuro incierto tras el brexit.
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El trayecto de Carlos fue, quizás inevitablemente, menos aclamado. Sus debilidades y frustraciones fueron diseccionadas sin piedad por los medios de comunicación; sus aficiones, desde la crítica a la arquitectura hasta la agricultura orgánica, fueron objeto de frecuentes burlas; su matrimonio con Diana, la princesa de Gales, que se desmoronó en medio de escabrosos titulares sensacionalistas y acusaciones mutuas de infidelidad, sigue siendo para muchos el acontecimiento que define su vida pública. En el punto más bajo de la vida pública de Carlos, a mediados de la década de 1990, algunos críticos llegaron a decir que el heredero, marcado por el escándalo, había perdido el derecho a ser rey y que la corona debería saltar una generación y pasar a su hijo mayor, el príncipe Guillermo, que no estaba manchado por los escándalos.
Nada, por supuesto, comparado con su matrimonio con Diana. Las sórdidas historias de los tabloides, las entrevistas televisivas (“Éramos tres en este matrimonio”, dijo Diana a la BBC, refiriéndose a su esposo y a Camila Parker-Bowles, con quien él se casó más tarde), el amargo divorcio y la muerte de Diana en un accidente de auto en París en 1997, todo ello cristalizó la imagen que muchos tenían de Carlos como un canalla torpe y de su familia como suegros insensibles.
Entre 1991 y 1996, el porcentaje de personas que decían que Carlos sería un buen rey cayó del 82 por ciento al 41 por ciento según la empresa de encuestas MORI. Pero la muerte de Diana supuso un punto de inflexión: Carlos colaboró con Tony Blair, el primer ministro de la época, para presionar a su madre con el fin de que honrara la memoria de Diana, en medio de una efusión nacional de dolor, y luego se dedicó a rehabilitar su propia imagen. En general, tuvo éxito en su cometido. Ahora, pocos británicos rechazan la perspectiva de que sea el rey Carlos III, aunque a veces parezca más un tío chapado a la antigua que un patriarca nacional.
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Casado desde 2005 con Camila, con la que mantuvo una relación sentimental antes y durante su matrimonio con Diana, Carlos ha encontrado la estabilidad en su vida personal. El año pasado, con la muerte de su padre, el príncipe Felipe, a los 99 años, se convirtió en paterfamilias de la Casa de Windsor. Camila, de 74 años, que asumirá el título de reina consorte, es una presencia sólida y respetable a su lado. Pero Carlos toma el timón de una familia real que se ha visto sacudida por una serie de trastornos: un amargo desencuentro con su hijo menor, el príncipe Enrique, y su esposa, la actriz estadounidense Meghan, y los desagradables vínculos de su hermano, el príncipe Andrés, con el financiero Jeffrey Epstein, que dieron lugar a una demanda civil contra Andrés en la que se lo acusaba de abusos sexuales a una adolescente. Carlos ha luchado por mantener a raya a los miembros díscolos de la familia.
También ha presionado durante mucho tiempo para racionalizar la monarquía, en parte para reducir su gasto en el erario. Como rey, podrá poner en práctica ese plan. El final de la segunda era isabelina promete ser una transición trascendental, no solamente por el fallecimiento de una reina muy querida, sino también porque Carlos aportará sus propias ideas en un trabajo para el que se ha preparado toda su vida.
“El estilo será muy diferente”, dijo Vernon Bogdanor, profesor de gobierno en el King’s College de Londres y quien ha escrito sobre el papel de la monarquía en el sistema constitucional británico. “Será un rey activo y probablemente llevará sus prerrogativas al límite, pero no irá más allá”. Carlos, dijo, luchó por forjarse una identidad como príncipe de Gales, un papel que ocupó durante más tiempo que nadie pero que no tiene una descripción de puesto. Fundó formidables organizaciones benéficas como el Prince’s Trust, que ha ayudado a casi un millón de jóvenes desfavorecidos, y defendió causas como la planificación urbana sostenible y la protección del medioambiente, mucho antes de que se pusieran de moda.
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En los últimos años, ha asumido varias de las funciones de la reina, desde los viajes al extranjero hasta las investiduras, en las que se conceden títulos de caballero. En el Día del Recuerdo, colocó una corona de flores en el monumento a los soldados británicos caídos en nombre de su madre. En la apertura del Parlamento, la acompañó al Palacio de Westminster.
Carlos tampoco ha dudado en meterse en asuntos políticos delicados. Se ha pronunciado regularmente a favor de la tolerancia religiosa y en contra de la islamofobia, y algunos le atribuyen el mérito de haber contribuido a silenciar una posible reacción contra los musulmanes tras una serie de mortíferos atentados terroristas perpetrados por extremistas islámicos en Londres en 2005.
“Podría haber pasado su tiempo en clubes nocturnos o sin hacer nada, pero ha encontrado un papel”, dijo Bogdanor.
En ocasiones, las fuertes opiniones de Carlos lo han metido en problemas. En 1984, ridiculizó una propuesta de ampliación de la National Gallery como un “carbunclo monstruoso en la cara de un amigo muy querido y elegante”. El plan se desechó, pero años más tarde, destacados arquitectos se quejaron de que su presión a puerta cerrada contra los diseños que no favorecía constituía un abuso de su función constitucional.
En 2006, Carlos generó malestar cuando un tabloide británico, The Mail on Sunday, publicó extractos de un diario que escribió cuando representaba a la reina en la entrega formal de Hong Kong a China en 1997. Describió a los funcionarios chinos presentes como “espantosas figuras de cera” y dijo que, tras un “discurso de propaganda” del presidente chino, Jiang Zemin, “tuvimos que ver cómo los soldados chinos subían al escenario a paso de ganso y bajaban la bandera británica e izaban la bandera definitiva”.
Carlos ganó una sentencia judicial contra el editor de The Mail por violar su derecho a la privacidad.
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Como rey, Carlos tendrá que reservarse sus opiniones. Su madre era tan discreta que los observadores de la realeza no lograban descifrar sus posiciones ni siquiera en temas tan debatidos como el Brexit. Carlos también se cuidó de no opinar sobre el brexit, aunque dejó entrever su pensamiento cuando dijo ante el Parlamento alemán en 2020 que “ningún país es realmente una isla” y abogó por que Alemania siguiera trabajando con el Reino Unido.
No está claro si Carlos continuará con su extensa labor de filantropía. Es patrono o presidente de más de 400 organizaciones benéficas, además del Prince’s Trust. Pero su obra filantrópica no ha estado exenta de problemas: el director ejecutivo de otra de las organizaciones benéficas de Carlos, Michael Fawcett, renunció después de ser acusado de prometer un título de caballero para un donante saudita multimillonario.
Para algunos, el escándalo dejó al descubierto una de las mayores debilidades de Carlos: la falta de criterio sobre quienes lo rodean. Los asesores habían cuestionado durante mucho tiempo la conducta de Fawcett, que había servido como ayuda de cámara del príncipe antes de ascender a puestos de poder en su red de caridad. Pero Carlos, cuyo portavoz dijo que no estaba al tanto de la acusación de intercambio de dinero por honores, se aferró a Fawcett obstinadamente. Carlos sigue sin ser muy popular. El año pasado, fue elegido como el miembro favorito de la familia real por solo el 11 por ciento de los encuestados, según Ipsos MORI, por detrás de la reina; Guillermo y su esposa, Kate; Enrique y Meghan; la princesa Ana; el príncipe Felipe; y cualquiera de los bisnietos de la reina. Por ahora, el futuro de la monarquía parece seguro: el 43 por ciento de la gente dijo que el país estaría peor sin ella, mientras que solo el 19 por ciento dijo que estaría mejor y el 31 por ciento dijo que no habría ninguna diferencia. Esas cifras apenas se movieron incluso después de que Enrique y Meghan concedieran una sensacional entrevista a Oprah Winfrey en la que acusaron a la familia real de trato insensible y racista.
Para Carlos, el mayor reto personal puede ser sanar la ruptura con su hijo. Enrique dijo a Winfrey que su padre había dejado de contestar sus llamadas durante un tiempo. “Ha habido mucho dolor”, dijo Enrique. Hay pocas señales de reconciliación, y Enrique está escribiendo unas memorias que personas cercanas al Palacio de Buckingham temen que reabrirán las heridas de la ruptura de la pareja con la familia.
Carlos también debe hacer frente a las consecuencias legales de la relación de su hermano Andrés con Epstein. “Ha crecido en estatura en los últimos años”, dijo Penny Junor, historiadora de la realeza. “Parece un personaje mucho más seguro de sí mismo, más feliz en su propia piel”.