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“Mi nombre es Natalia Manzurova. Siempre he estado metida en lo nuclear, porque nací en la ciudad cerrada de Ozersk. Las ciudades cerradas existían en todos los rincones de la Unión Soviética donde había proyectos militares secretos y estaban a una cierta distancia de la ciudad ‘de verdad’. No estaban marcadas en los mapas y las direcciones eran prolongaciones de las de la ciudad real más cercana, que en el caso de Ozersk era Chelyabinsk. Por ejemplo, si en Chelyabinsk una calle terminaba en el número 300, en la ciudad cerrada de Ozersk había una calle que se llamaba igual y empezaba en el número 301. Para mandar una carta a Ozersk se escribía como ciudad de destino: Chelyabinsk 65. La razón del secreto, y la razón por la que mis padres vivían y trabajaban allí, es que en Ozersk estaba la planta nuclear de Mayak. No es una planta civil sino militar. Ahora no se percibe así, pero durante décadas la idea de ‘energía nuclear’ estaba ligada a la producción militar, la propia y la del enemigo, y todo el entrenamiento se hacía pensando en un ataque y no en un accidente. Y el accidente terminó por ocurrir en 1957. Yo tenía seis años entonces, pero conozco los detalles porque luego, como bióloga nuclear, trabajé en Ozersk. El accidente de Mayak no fue una explosión nuclear, sino química, pero la explosión produjo la dispersión de elementos radiactivos en tal cantidad que no es exagerado hablar de medio Chernóbil”.
Las cifras aceptadas hablan de 60 personas fallecidas por contaminación inmediata y 470.000 expuestas en Mayak. Como en el momento del accidente no existían por toda Europa los detectores de radiación que hicieron que Chernóbil fuera imposible de ocultar, sólo hasta 1976 se conocieron las primeras informaciones. El silencio no sólo vino del lado soviético, según la investigadora independiente Anna Gyorgy: la CIA detectó el aumento en los niveles de radiación en Europa y confirmó la fuente gracias a sus informantes, pero se abstuvo de darlo a conocer para evitar dañar la imagen del naciente programa nuclear civil norteamericano. El incidente de Mayak es el único en la historia catalogado como nivel 6 en la Escala Internacional de Accidentes Nucleares. Sólo Fukushima y Chernóbil han sido clasificados nivel 7.
“Por supuesto —sigue Manzurova— se querían determinar las consecuencias del accidente y hasta la década de los ochenta, junto a los científicos que mantenían en operación el complejo de Mayak, había varios equipos que investigaban los efectos a largo plazo de la radiación en los organismos de la región. La óptica seguía siendo militar, porque la energía nuclear civil se consideraba infalible. Esa era mi trabajo a mediados de los ochenta, mientras trabajaba una tesis de doctorado en radiobiología, pero el secreto era tanto, que cuando nos dijeron que teníamos que ir a Chernóbil ni siquiera nos informaron la naturaleza del desastre como para que usáramos lo adecuado. Así que al final improvisábamos con lo que podíamos, pero por ejemplo yo, que sabía cómo protegerme, estaba tan poco informada de la realidad en el terreno que llegué en shorts y sandalias. Hice parte de la ‘segunda ola’ de liquidadores. Luego, como parte de los que se irradiaban a muerte tirando sacos de arena sobre el reactor y lavando las fachadas, comenzamos a llegar algunos científicos para estudiar lo que había pasado. También militares y civiles. Las mujeres éramos muy pocas. Una por cada mil hombres. Yo diría que había tres grupos: las que tenían una casa en la región y se ofrecían para poder recuperarla, las ‘enviadas’ como yo (que no rechazaban la orden un poco por heroísmo, otro poco por miedo a las consecuencias profesionales de un rechazo) y las que llegaban por razones monetarias y trabajaban haciendo aseo o cocinando. Por un mes de trabajo en Chernóbil se podía llegar a ganar lo de un año en cualquier otro puesto. No es que estas mujeres fueran ambiciosas, muchas de ellas tenían problemas económicos, eran madres solas con varios hijos que no sabían el riesgo que corrían o lo imaginaban, pero estaban dispuestas a hacer el sacrificio”.
Las mujeres que quedaban embarazadas en la “Zona”, como fue denominado el lugar donde ocurrió el accidente nuclear, así fueran trabajadoras o habitantes de los alrededores, eran obligadas a abortar. Manzurova dice que durante toda la infancia de su hija temía que fuera a aparecerle una enfermedad intratable y temía también transmitirle los temores que, como mujer, había sufrido durante sus años en Chernóbil.
“No sólo era el peligro de las radiaciones. Desde que estábamos en camino y veíamos las filas de autobuses y los campesinos que se iban con lo que podían íbamos entendiendo que era una guerra, pero llegar a una ciudad donde no hay nadie y, sin embargo, todo está intacto es muy duro. Para las mujeres era todavía peor, porque siendo tan minoritarias eran víctimas de un acoso permanente por parte de toda esa tropa masculina en la que estaba tan repartida la idea de que para evitar los efectos de la radiación lo mejor era el vodka. Hubo casos de violaciones y asesinatos. Mujeres que aparecían muertas al lado de una carretera envueltas en uniformes, pero en esa misma dinámica de guerra, se consideraban ‘bajas’ y no crímenes. Las mujeres tenían prohibido viajar solas o estar en la calle en horas de la noche, y si eso bastaba para las profesionales, las obreras solían encontrar rápido un ‘marido’ así fuera temporal, porque muchos tenían una familia fuera de la ‘Zona’. Era la única manera de que las dejaran tranquilas. Ese acoso permanente nos impedía acceder a las distracciones. Por ejemplo, a partir del 88 se abrió un teatro, pero lo que contaban las mujeres que iban sobre cómo las trataban hizo que yo nunca me atreviera a ir. Nos quedábamos encerradas en la casa y compartíamos una cama por turnos. Mientras una trabajaba, la otra dormía. Así circulaban también las enfermedades”.
Manzurova no necesita entrar en detalles para hacer comprender las consecuencias que para su salud tuvieron los cuatro años y medio pasados en la “Zona”. Entre los liquidadores existe una broma oscura: “¿Tú también tienes el collar de Chernóbil?”. El chiste se refiere a la cicatriz que queda luego de la extracción de la tiroides. El tumor por el que se la extrajeron a Manzurova era benigno, pero aún teme que un cáncer pueda desarrollarse. En 1999 formó la Asociación de Inválidos de Chernóbil, para ayudar a los liquidadores y sus familias a acceder a los servicios de salud.
“Lo primero siempre era un sangrado de nariz. Era la señal de que ya no eras ‘nuevo’ y la radiación había comenzado a hacer sus efectos, pero a pesar de eso eran pocos los que renunciaban porque todos soñaban con la pensión. Luego venían problemas con la flora intestinal y una fatiga permanente. Mi salud se desmejoró mucho cuando llevaba cuatro años en la ‘Zona’, pero había que aguantar cuatro y medio para acceder a los beneficios, así que me quedé aun después de que me sacaron la mitad de la tiroides. Por esa razón todos se quedaban un poquito más. A partir del segundo año en la ‘Zona’, estábamos equipados con dosímetros para medir la radiación, pero con frecuencia el nivel era tan alto, que los dañaba. Nunca sabíamos cuánta radiación estábamos recibiendo. Y aunque llevamos veinte años preguntando nunca nos lo dijeron. Nos pensionamos relativamente jóvenes, es cierto, pero de los catorce miembros de mi equipo soy la única que sigue viva”.
Así sucedió el accidente nuclear en Chernóbil
El accidente nuclear de Chernóbil ocurrió el 26 de abril de 1986 en el pueblo de Pripyat, en la actual Ucrania y por entonces territorio bajo la jurisdicción de la Unión Soviética. La explosión de un reactor produjo una expansión de energía radioactiva que contaminó áreas de Ucrania, Rusia y Bielorrusia. 31 personas murieron a causa de la explosión, producida por deficiencias en los reactores y fallas humanas, y cerca de 100.000 kilómetros cuadrados resultados afectados por la liberación de material nuclear. El país más afectado fue Biolerrusia. Sus efectos en la salud humana y en el medio ambiente fueron desastrosos. En las primeras semanas, más de 200 personas fueron hospitalizadas tras exponerse de manera continua a la contaminación radiactiva. Las personas encargadas de limpiar la zona, llamados liquidadores, resultaron también damnificadas: entre 300.000 y 600.000, según la Unión Soviética. La radiación terminó con bosques enteros. En cambio, dado el abandono humano, la zona se ha convertido en santuario para especies que se creían extintas.