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Hace unos meses, una mañana neblinosa, Valentyn Dmytrovych Yermolenko, un pescador ucraniano de edad avanzada con problemas de espalda y unas rodillas en todavía peores condiciones, navegaba entre la niebla por un estrecho canal del río Dniéper en su bote inflable.
El Ejército ruso había tomado su ciudad, Jersón, y en el piso de su barco, ocultos bajo una red de pescar dentro de una tina de plástico negro, Yermolenko había escondido tres rifles automáticos desensamblados.
Recordó que, cuando tomó un recodo del río, un bote patrulla ruso se le apareció enfrente. En la cubierta, un comandante que estaba de pie y vestido con un camuflaje prolijo le gritó: “¡Abuelo! ¿Adónde vas?”.
Después de que Yermolenko murmuró algo sobre conseguir pescado para su mujer, el comandante ordenó que registraran el bote. Un joven soldado subió a bordo y se dirigió directamente a la tina de plástico negro.
“¿Qué es esto?”, le preguntó.
Yermolenko, de 64 años, dijo que estaba tan asustado que se orinó en los pantalones.
Jersón, en la desembocadura del Dniéper, cerca del mar Negro, fue capturada los primeros días de la guerra. Las autoridades rusas no tardaron en declararla parte de Rusia para siempre.
El gobierno de ocupación de Jersón, dirigido por comandantes militares rusos y colaboradores ucranianos, no perdió tiempo en bajar las banderas ucranianas, tomar las escuelas, transportar cajas de rublos rusos e incluso importar familias rusas. Tal vez no hay ningún otro lugar de Ucrania al que el líder de Rusia, Vladimir Putin, le haya dedicado tanto dinero y violencia, incentivos y castigos, para doblegar una ciudad a su voluntad imperial.
Sin embargo, no funcionó.
Una asamblea de ciudadanos de a pie, con la guía de contactos en los servicios de seguridad ucranianos, se convirtió en un movimiento de resistencia comunitario. En decenas de entrevistas, residentes y autoridades ucranianos describieron cómo jubilados como Yermolenko —junto con estudiantes, mecánicos, abuelas e incluso una pareja acaudalada que estaba arreglando su yate y quedó atrapada en la ciudad durante casi un año— se convirtieron en partisanos animados de la resistencia de Jersón. Casi parecía algo tomado de una película de espías.
Grabaron videos clandestinos de las tropas rusas y se los enviaron a las fuerzas ucranianas junto con coordenadas cartográficas. Utilizaron nombres clave y contraseñas para circular armas y explosivos delante de las narices de los rusos. Algunos incluso formaron pequeños equipos de ataque que mataban a soldados rusos durante la noche y lograron que el miedo y la paranoia que se instalaron en la ciudad tuvieran dos caras.
Cuando el Ejército ruso se retiró a toda prisa a mediados de noviembre, tal vez la mayor vergüenza hasta la fecha para el esfuerzo bélico de Putin, Jersón se convirtió en un símbolo poderoso. Para los aliados que cuestionaban la determinación de Ucrania y para los propios ucranianos que habían sufrido tanta desgracia y muerte y necesitaban un rayo de esperanza, Jersón demostró lo que se podía lograr.
Ahora que las fuerzas rusas se han ido y la gente se siente libre para hablar de lo que hizo e incluso presumir un poco, sigue surgiendo un mensaje.
“Nunca me cuestioné qué hacíamos”, comentó Dmytro Yevminov, el dueño del yate a quien Yermolenko reclutó para esconder armas y costales de granadas en varios astilleros. “Nunca supe que amaba tanto a mi país”.
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‘Como eslabones de una cadena’
Yermolenko y su esposa, Olena, tal vez no parezcan los típicos insurgentes.
Se conocieron en Jersón en 1978. Ella era recepcionista en una planta de construcción naval. Él nació en Bielorrusia y acababa de salir del Ejército soviético.
Valentyn la espiaba mientras tomaba el sol en una playa junto al río Dniéper y pronto se casaron y se mudaron a un vecindario ribereño de Jersón llamado la Isla, donde la gente vive del agua de una forma u otra: pescando, trabajando en astilleros o en plantas de construcción naval, dándole servicio a motores marinos. Los Yermolenko solían tener un negocio de pescado ahumado, pero se retiraron hace unos años. Fue poco antes de que su vida se pusiera de cabeza.
El 24 de febrero, el primer día de la invasión, miles de soldados rusos llegaron a raudales a Jersón, una ciudad que antes de la guerra tenía unos 300.000 habitantes. Al igual que muchas otras ciudades ucranianas, los residentes locales, algunos con experiencia militar, formaron un grupo conocido como fuerza de defensa territorial para intentar repeler al Ejército de Moscú. Valentyn Yermolenko y su nieto adolescente, también llamado Valentyn, se enrolaron.
Tenían pocas armas, en su mayoría apenas algunos viejos rifles de caza. Peor aún, el Ejército ucraniano tomó la decisión estratégica de retirarse de Jersón, con lo cual dejó por su cuenta a los combatientes locales.
Según algunos testigos, los combatientes intentaron emboscar una columna rusa pocos días después de la invasión, pero fracasaron por completo, con un saldo de al menos 18 milicianos muertos en el suelo congelado. Después de eso, la resistencia de Jersón cambió de táctica. Pasó a la clandestinidad.
Miembros de las fuerzas locales de defensa y otros civiles empezaron a espiar a los soldados rusos en la ciudad. Los servicios de seguridad ucranianos promovieron el esfuerzo: a los pocos días del estallido de la guerra, crearon canales especiales en Telegram y otros servicios de mensajería para que la gente encauzara pistas estratégicas.
El movimiento de resistencia evolucionó pronto. En las semanas siguientes, los comandantes militares y los agentes de inteligencia ucranianos con base fuera de la ciudad les pidieron a los civiles en los que confiaban, incluidos los Yermolenko, que hicieran aún más.
La vida se volvía sombría. Jersón se estaba quedando sin comida. Las tiendas estaban cerradas. La gente no tenía trabajo. Los soldados rusos buscaban a los civiles que los espiaban; muchos residentes contaban historias perturbadoras de ellos mismos o de personas que conocían quienes fueron arrastradas a cámaras de tortura y sometidas a descargas eléctricas y golpizas sádicas.
Sin embargo, los residentes siguieron encontrando vías de resistencia. A mediados de abril, por toda Jersón apareció misteriosamente una serie de lazos amarillos pintados con spray en edificios. Fue un pequeño acto de resistencia. No obstante, los residentes dijeron que los soldados rusos estaban tan furiosos que irrumpieron en las ferreterías y exigieron ver las imágenes del circuito cerrado de televisión para descubrir a quién había comprado pintura amarilla.
A medida que pasaron las semanas, Valentyn Yermolenko comentó que tuvo más cuidado en quien confiaba. Poco a poco, se hizo amigo de Yevminov, un empresario exitoso cuya vuelta al mundo en velero se quedó a medio camino. Los dos hombres se juntaban sobre la ribera y fingían que miraban los círculos de los saltos de los peces o hablaban de barcos, pero espiaban a las patrullas rusas que merodeaban por el río.
Un día, Yermolenko, quien no suele expresar muchas emociones, apartó a Yevminov y le preguntó: “¿Les darías de comer a mis perros si me pasa algo?”.
Yermolenko sintió que lo absorbía un papel más peligroso. Dijo que había empezado a recibir mensajes en clave de contactos al interior de la red de resistencia que preguntaban sobre armas. Los mensajes estaban incompletos: un nombre en clave, una ubicación, una contraseña. Su trabajo era trasladar rifles de asalto, balas y granadas de un lugar a otro.
Yermolenko, junto con otros miembros de la red partisana de Jersón y un oficial del Ejército ucraniano originario de la ciudad, dijeron en entrevistas que las armas habían pasado de civil en civil. Por último, fueron entregadas a agentes ucranianos de seguridad encubiertos que se habían filtrado con sigilo en Jersón o a miembros de la fuerza de defensa territorial clandestina.
“El sistema se construyó como eslabones de una cadena”, comentó Oleksandr Samoylenko, director del consejo regional de Jersón, quien ayudó a coordinar la actividad partisana desde fuera de la ciudad. “Ninguna persona conocía el siguiente eslabón, de manera que, si atrapaban a alguien, no ponía en peligro toda la operación”.
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‘No iba a trabajar con ellos’
Para el verano, el anciano Yermolenko veía cómo se rusificaba su ciudad. Los carteles propagandísticos de los bulevares más concurridos de Jersón estaban decorados con bandas blancas, azules y rojas, en el espíritu de la bandera rusa, a la que muchos lugareños llamaban de forma burlona “la Aquafresh”.
Los actos de resistencia seguían aflorando. Cuando el gobierno de ocupación cortó los lazos comerciales con Ucrania y luego les ordenó a las empresas de transporte de Jersón que llevaran a Rusia el grano ucraniano robado, algunas se negaron, una actitud que no era poco riesgosa.
“Atacaron nuestro país”, comentó Roman Denysenko, dueño de una empresa de camiones quien después fue secuestrado. “No iba a trabajar con ellos. Punto”.
Samoylenko, el jefe del consejo regional de Jersón, señaló que los civiles que trabajaban con el Ejército habían enviado información de vigilancia en tiempo real que les permitió a las fuerzas ucranianas bombardear una reunión de colaboradores de alto nivel a mediados de septiembre y un hotel lleno de funcionarios rusos de inteligencia unas semanas más tarde. Citó dos factores detrás de esos éxitos: la artillería de precisión estadounidense y la inteligencia partisana.
“Solo gracias a los residentes la liberación fue tan rápida”, afirmó.
El Ejército ucraniano, con una abundancia de armas nuevas y más potentes, intensificó la presión. Hizo estallar puentes en el río Dniéper. Las fuerzas terrestres avanzaron por el campo y presionaron por tres flancos. Para principios de noviembre, las fuerzas rusas habían empezado a huir.
“No sabíamos lo que estaba pasando allá”, comentó Yermolenko.
Sin embargo, el 11 de noviembre, un mecánico golpeó a su puerta y anunció con júbilo que habían llegado las fuerzas ucranianas. Los Yermolenko fueron en auto a la plaza principal de Jersón y se unieron a la multitud de gente anonadada y feliz que celebraba la liberación de la ciudad.
“No creerías lo que hice por primera vez en la vida”, dijo. “Besé a un policía”.
Adiós y gracias
Los Yermolenko pensaron que era importante reconocer a todos los vecinos que habían participado en la resistencia. Por lo tanto, una mañana reciente, dos docenas de partisanos, hombres y mujeres de entre 20 y 70 y tantos años, envueltos en abrigos pesados y gorros de lana, estaban de pie en su patio. El viento levantaba el agua del río y les azotaba el rostro colorado.
Valentyn Yermolenko empezó a hablar. Dijo que muchas de las personas presentes se habían librado por poco de un gran peligro. Él sabía algo de eso por el encuentro que tuvo en el río en mayo.
Cuando la patrulla rusa lo detuvo ese día, el soldado abrió la tina de plástico y estuvo a 10 centímetros de encontrar las armas ocultas. Sin embargo, al parecer no quiso ensuciarse las manos y nunca levantó la red de pescar. Según Yermolenko, si el soldado hubiera encontrado las armas debajo, le habrían disparado de inmediato.
Sus ojos recorrieron los rostros de las personas que le escuchaban: sus vecinos, otros pescadores veteranos, los dueños del yate. Suele ser arisco, incluso gruñón, pero esa mañana fue reflexivo. Les agradeció a todos por su nombre y al final añadió: “También les quiero dar las gracias a todos los de la Isla que no nos traicionaron”.
Entró cojeando. No se ofrecieron refrigerios. Poco a poco, la gente salió por la puerta, a la calle y de vuelta a su vida habitual.
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