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“Todos los días hago este viaje y todos los días pienso que va a ser el último”. Igor tiene 60 años y conduce uno de los pocos vehículos que aún entran y salen de Mykolaiv, una pequeña ciudad del sur de Ucrania situada en las proximidades de la desembocadura del río Dniéper, en el mar Negro. “La única vía libre de tanques rusos es la del puente del oeste, que va hacia a Odesa. Si atacan este puente, la ciudad se verá a merced de los invasores”, asegura este chofer que encuentra clientes a través de la aplicación BlaBlaCar.
“Antes no sabía casi ni utilizar un teléfono y ahora me he adaptado a esto de las apps. Me dicen que mis tarifas de viaje son caras, pero la gasolina ha subido y me juego la vida entrando y saliendo de la ciudad todos los días”. La ley de la oferta y demanda no perdona ni en tiempos de guerra. Ir desde Odesa hasta Mykolaiv es relativamente barato. Lo caro es hacer el camino inverso, es decir, pagar el precio de salida hacia el oeste, donde se encuentra la frontera moldava. Según se queja uno de sus pasajeros, llamado Viktor, “se ha llegado a pedir hasta US$300 por este viaje para salir con bultos de la ciudad. Por un trayecto de menos de dos horas es una barbaridad, pero es esto o nada”. Junto a él viaja una pareja joven. Maxim y Kristina. Ella es streamer con un canal en Twitch, y él marinero, desempleado. Con 26 y 27 años han decidido comenzar una nueva vida en España, donde Maxim tiene a una hermana. “Después de un bombardeo cerca de nuestra casa decidimos que era hora de marcharse”, lamenta.
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La población de Mykolaiv cuenta las horas, días o semanas que le faltan para ser atacada por los de Moscú, si es que antes no se firma algún tipo de acuerdo que ponga fin a la guerra. Situada a escasos kilómetros de Kherson, ciudad tomada por los rusos y punto neurálgico del sur de Ucrania, Mykolaiv es el último núcleo que les queda por conquistar antes de llegar a Odesa, uno de los puertos más importantes del mar Negro.
“Mykolaiv es una ciudad pequeña e irrelevante en el camino a la joya de la corona, que es para los rusos Odesa”, asegura en un perfecto inglés Aleksandr, uno de los soldados que custodian el puente que da acceso a la ciudad. Según él, “si fuera por los rusos, la arrasarían aunque para impedirlo estamos nosotros aquí”. El puesto de control de acceso a la ciudad en el que se encuentra Aleksandr es un manojo de nervios. Los hombres de los pocos vehículos que piden entrar al centro son invitados a dejar su asiento, salir en fila y ser encañonados por media docena de hombres entre soldados y policías. No solo se examina cada pasaporte con sumo detenimiento, sino que los teléfonos celulares se han de entregar con la clave para revisar las llamadas, fotografías y mensajes.
En el interior de la ciudad las fuerzas de defensa territorial y los soldados trabajan de forma conjunta fortificando calles con neumáticos, alambradas y sacos terreros. Otras fuerzas, como la de la policía, se entregan a una labor muy diferente: la búsqueda de infiltrados rusos. Duda, oficial de 32 años, camina con un AK47 entre los escombros de un edificio que fue recientemente bombardeado. Quiere identificar a un hombre que merodeaba en las inmediaciones. “Se trata de un vagabundo, pero por si acaso hay que verificarlo. Sabemos que los rusos antes de llegar envían gente para hacer inteligencia, por eso tenemos que controlar a todo aquel que nos resulte extraño”. Duda es optimista sobre el resultado de la guerra y asegura que lucharán hasta el final. “No tenemos ni un trapo blanco para hacer una bandera y rendirnos. Eso no es ni una posibilidad remota. Cada familia, hasta los abuelos, tiene una botella en casa para lanzar un coctel molotov a los rusos si intentan pasar por debajo de sus ventanas”.
De la línea del frente viene un tráiler ucraniano con una captura hecha al enemigo. Se trata de una ambulancia militar con el característico distintivo de la letra Z pintada en blanco a sus costados. El origen y significado de dicha letra, que llevan todos y cada uno de los vehículos rusos que están entrando a Ucrania, ha levantado muchas especulaciones. Unas dicen que se debe a la abreviatura de la palabra zapad, que significa “oeste” (toda la invasión de Ucrania se produce hacia el oeste desde Rusia) y otras que se refiere a za pobedy (por la victoria). Sin embargo, muchos ucranianos prefieren interpretarlo como una Z de zveri, que significa “bestias”. Sea como fuere, se repite el modus operandi de la invasión de Crimea, cuando las tropas rusas se sirvieron de cintas negras y naranjas (en alusión a una condecoración de la II Guerra Mundial) para diferenciarse de las fuerzas ucranianas sin tener que llevar la bandera rusa.
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No en vano, en este conflicto las alusiones a la II Guerra Mundial son recurrentes. Un buen ejemplo de ello es Vitali, un joven ucraniano de dos metros, barba roja y 120 kilos que se pasea por la avenida central de Mykolaiv con un fusil de asalto en la mano. En el dorsal de su uniforme tiene un símbolo no visto en las prendas de un ejército desde 1945: el sol negro de las SS nazis. Preguntado por aquello que motiva su adhesión a ese ideario nacional-socialista, Vitali no se anda con rodeos: “Muchos ucranianos lucharon al lado de Alemania contra los rusos durante la II Guerra Mundial. Y lo de ahora no es diferente. Estamos luchando contra la basura del Este. Yo solo soy un patriota”. Preguntado si es parte de Pravy Sektor o el célebre Batallón Azov (otros de los cuerpos neonazis integrados en las fuerzas armadas ucranianas) Vitali dice que no, pero no entra en detalles sobre el nombre de su brigada ni quiere dar su opinión sobre los 35.000 asesinatos que las fuerzas alemanas cometieron durante la ocupación de Mykolaiv.
Lejos de ese tipo de extremismos, la población que aún no ha escapado de la ciudad simula vivir con normalidad. Los poquísimos niños que quedan juegan en los parques ante la atenta mirada de sus padres y las personas mayores que no se han visto con fuerzas para abandonar Mykolaiv, solo salen para comprar comida o visitar a un familiar. “Tenemos miedo de que si los rusos nos rodean nos quedemos sin luz, agua o energía para calentarnos. Eso les ha pasado a la gente de Mariupol, y es lo que más miedo me da”, comenta Ludmilla, una anciana que ha salido a la calle en busca de provisiones, por lo que pueda pasar. De forma inesperada se corre la voz de que el puente se va a cerrar hasta el día siguiente. Los últimos vehículos que quieran salir han de hacerlo ya. “Esta es la angustia de mucha gente aquí”. Dice Duda, el policía. “Vivir con las sirenas y los bombardeos es soportable, pero no saber si te quedarás aislado es lo que más estresa a la población civil”, lamenta antes de volver a perderse en busca de saboteadores prorrusos por las calles vacías.
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