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En Valencia dejó de llover por algunos días. Por fortuna. Los últimos chubascos de la semana pasada se dispersaron y los cielos por fin se despejaron. Sin embargo, el barro acumulado por la riada que cobró la vida de 223 personas el pasado 29 de octubre continúa presente, y un olor fétido se impregna como un mal recuerdo en las esquinas y calles afectadas de los 78 municipios afectados. Lo que persiste es un vendaval de voluntarios que llegan a diario de todos los rincones con escobas y palas, dispuestos a ayudar.
Ingresar en la zona del desastre, en pleno Valencia, es unirse a ese mar. Ellos cambian todo. Porque sin los 14.000 que ingresan en un día, el paisaje del desastre no habría cambiado significativamente. De hecho, muchas vías continúan obstruidas por los casi 120.000 vehículos que quedaron averiados o inservibles para siempre. Los afectados por la peor catástrofe climática de este siglo en España continúan haciendo un balance de sus pérdidas y buscando a sus desaparecidos. La tercera ciudad más importante del país sigue en un estado de letargo y le cuesta volver a la normalidad.
Además, los trenes locales no operan en su totalidad, las conexiones con Madrid siguen suspendidas; los transportes públicos, como el metro, no operan a pleno, y la vida cotidiana tardará aún en volver a la normalidad: a los estudiantes universitarios les acaban de dar la posibilidad de asistir a clases virtuales de acá a diciembre debido a las dificultades de movilización.
Pero el empuje de los voluntarios remueve los cimientos del desastre día tras día. Aunque ya haya llegado ayuda oficial y la Guardia Civil esté en terreno con maquinaria pesada para despejar las calles bloqueadas, toda Valencia es un entramado de calles densas, estrechas en muchos casos. Cada día, al menos 14.000 voluntarios de todos los rincones del país y del mundo cruzan el renombrado Puente de la Solidaridad, el peatonal que conecta la ciudad con los municipios de Sedaví, Alfafar, Paiporta, Picanya, Albal y Catarroja, algunos de los más afectados.
Fueron los jóvenes del Consejo de la Juventud de Valencia los que pidieron y consiguieron rebautizar esa pasarela, porque entienden que representa algo aún más histórico que la tragedia misma: la capacidad de miles de ciudadanos de unirse y responder desde la solidaridad. Un día después de la catástrofe climática, la ciudad entera se volcó a apoyar a los suyos con lo que tenían a mano. Las cifras contabilizadas por el ayuntamiento de Valencia y los medios hablan de 100.000 personas.
Dependiendo del día, además de los 14.000 inscritos oficialmente, hay al menos de cinco mil espontáneos que llegan por doquier, venidos de todos lados. Los actos de bondad se suceden uno tras otro: de la nada, un grupo de jóvenes aparece con un perro subido en una carretilla que acaban de encontrar para buscar reencontrarlo con su dueño. Van preguntando quién lo conoce y lo llevan así para evitarle hundirse en el barro.
De hecho, apenas un día después de la avalancha, jóvenes espontáneos crearon grupos en Instagram para reencontrar mascotas perdidas y permitirles volver a su hogar. El éxito de la labor de unos y otros ha permitido saber qué ha pasado con propietarios y animales: hay imágenes de perros y gatos reunificados y otros, por supuesto, que ya no volvieron más a sus hogares. Una organización portuguesa, O Ira, rescata, no tan lejos de allí, a dos gatitos enterrados bajo escombros. La gente aplaude. Otros veterinarios voluntarios revisan el estado de los animales en clínicas improvisadas.
La imagen del día que más me impresiona es la de diez senegaleses, que apenas poco atrás cruzaron el Mediterráneo en pateras para llegar a España, y viajaron a Valencia desde Salou, a seis horas en el tren regional, para arremangarse y empezar a sacar barro y evacuar el agua en las calles de Alfafar, mano a mano con la Guardia Civil. Sus cantos wolof y su alegría conmueven mientras empujan al unísono un vehículo desecho. Oficialmente sin papeles, no se cortan a la hora de poner su fuerza física al servicio de los demás.
En Catarroja, marroquíes y venezolanos cocinan improvisadamente en la calle para alimentar a las personas necesitadas. Massiel Sánchez, una venezolana que migró hace pocos años, dice que a ella la recibieron y acobijaron a su arribo, y lo menos que puede hacer es devolver esa generosidad con su trabajo en las calles y como recopiladora de insumos en un centro de acopio.
Los acentos, en medio de tanta gente, se confunden. Hay ucranianos y rumanos, miles de españoles de todas las regiones, y también colombianos que se arremangan para empujar el barro o brindar consuelo: Liliana Arias, en un municipio cercano, ayuda a transmutar la energía del dolor a una de transformación con un ejercicio de meditación. En terreno, una joven española corre a la casa de una anciana que no puede moverse para brindarles compañía y ayudarles con la compra del día. Acá no hay fronteras ni migrantes o locales: hay generosidad y empatía.
Kunle viene de Nigeria. Es la segunda vez que sobrevive al agua. Saliendo de Libia fue rescatado en el Mediterráneo y rechazado de llegar a Italia hasta que lo recibió Valencia. El agua lo sorprendió en la calle y por poco se lo lleva. Se salvó porque unos desconocidos en Catarroja le abrieron la puerta de su casa y pasó esa noche con ellos. Ahora trabaja junto con los voluntarios en despejar la zona. Han tenido empatía con él y ahora también la prodiga a otros.
Una bondad que está por todos lados y es ya superior al dolor. Incluso aparece en el tablero de un colegio: en Paiporta, unos policías que viajaron desde Córdoba para apoyar como mejor podían, estuvieron vigilando el barrio y durmieron en los salones de un instituto educativo. Allí escribieron un mensaje en la pizarra para agradecerles a los estudiantes los dibujos que habían dejado allí el día mismo de la tragedia. “Hemos dormido en vuestra clase. Somos policías de Montilla, Córdoba. Os deseamos lo mejor. Todo va a salir bien”.
En cada uno de los municipios de la Comunidad Valenciana los actos culturales y eventos programados previamente cambiaron su objetivo y prefirieron recaudar fondos para compartir con los afectados. Una empresa de muebles ofrece dotar las casas afectadas y la empresa Revuelta instaló internet gratis en la zona cero. En Catarroja, hordas de jóvenes con mascarilla barren al unísono las calles, acompañados apenas por una botella de agua. Otros van de hogar en hogar visitando ancianos que viven solos para acompañarlos y permitirles comunicarse con sus familiares.
Apenas diez días después del horror vivido, Juan Hidalgo, con la ayuda de voluntarios, logró ubicar a cuatro miembros de su familia en Catarroja. Estaban vivos en la casa de un familiar, pero habían perdido su coche y sus teléfonos, y no tenían manera de comunicarse. Un voluntario los avistó y avisó dónde estaban cuando los reconoció buscando comida. También allí, una mujer de 87 años dice, en valenciano, que tuvo la fortuna de que no le pasara nada, por lo que hace raciones de comida caliente para 40 personas a diario. Ganas y amor no le faltan.
Otros se enfocan en sus habilidades como creadores de contenidos para generar georreferenciación y permitir que la gente afectada indique dónde está y qué ayuda necesita. Aunque la mayoría empuja el barro con palas y escobas, la actividad frenética lleva a que otros carguen ropa y la distribuyan, a que algunos movilicen recursos desde plataformas virtuales, unos cuantos más lleven en bolsas los productos recogidos de las donaciones y rifas en sus pueblos y barrios, otros más carguen agua y presten servicios médicos.
El fin de semana, 50 autobuses de voluntarios partieron a otros municipios más lejanos de Valencia. Se calcula que 1.400 personas inscritas a través de la Plataforma del Voluntariado ayuden a mover el agua estancada y el lodo. Mientras en zonas como Torrent continúan vaciando el barro de los garajes y liberando las vías públicas, en Alfafar se trabaja en resolver la obstrucción del alcantarillado y en Albal, en habilitar el acceso a un barrio interno que sigue obstruido y aislado. Se hace mucho y queda mucho por hacer. Y se hace.
Hay poetas que elevan sus versos, y no son pocos los psicólogos que ofrecen gratuitamente sus servicios para que las personas afectadas por el trauma y el horror vivido puedan procesar el dolor. Gracias también a los voluntarios, y a los vecinos que se turnan para cuidarse las espaldas en la noche, la guardia civil ha capturado a cerca de 200 personas que han intentado saquear comercios en las zonas más damnificadas.
Es cierto: la ciudad sigue colapsada y las restricciones de movilidad han generado atascos monumentales nunca vistos allí. El metro, que transporta a diario a 300.000 usuarios, ha quedado inhabilitado porque su centro de control se inundó. Una de las autovías principales, la A-7, continúa cerrada. Pero la gente se abre camino, la solidaridad llega, las personas están dispuestas a cambiar el orden de las cosas. Una exposición itinerante del Museo del Prado abrirá al público porque el arte también sigue vivo y alienta el espíritu mientras la empatía se contagia.
De salida, por Algesemí, a 40 kilómetros de Valencia, una calle central parece un infinito cúmulo de escombros de muebles, latas y enseres acumulados. Allí, en un pueblo de 27 mil habitantes, se calcula que hay 10.000 autos afectados. No son pocas las personas que dan techo a otras y las reciben en casa mientras vuelve la normalidad. La idea es que nadie se sienta solo. Es inevitable sentir el olor de la putrefacción, pero también, cada vez más, el de la comida caliente y los abrazos solidarios. El electricista Francisco Sánchez forma parte de un grupo de WhatsApp de técnicos voluntarios que va por las calles restaurando el servicio de luz a una y otra familia, mientras otros fontaneros, carpinteros, albañiles o mecánicos se turnan para ayudar.
Más allá de la rabia que sigue vigente tras las decisiones erráticas de la administración local y la respuesta tardía del gobierno, hay una claridad hoy en la Comunidad Valenciana, que se ha extendido a toda España, tanto a migrantes como locales: el poder de la gente es inconmensurable. La bola de manos humanas dispuestas a brindarse a los demás no hace sino crecer día tras día. Y como conocen ya de su fuerza, ahora tienen un nuevo objetivo: ajustar cuentas con el gobierno.
Unas 130.000 personas salieron el sábado en la tarde a la plaza del Ayuntamiento de Valencia para protestar por la mala gestión y, de paso, exigir la dimisión del presidente de la Generalitat Valenciana, Carlos Mazón. Miles de ellos llegaron aún embarrados tras un día de labores y con palas y escobas tras su jornada como voluntarios. La indignación y el enfado fueron una expresión de la frustración colectiva en un solo canto que rebosó las calles y se convirtió en una impresionante marea humana. Algunos manifestantes lanzaron barro contra el Palacio de Gobierno y escribieron la palabra “asesinos” en sendos grafitis, con manos teñidas de rojo en alusión a los muertos. Hubo enfrentamientos con los policías antimotines, lo que avivó aún más la protesta.
Las víctimas clamaban para que no los olvidaran dentro de un mes, cuando ya no fueran noticia. En el momento en que los familiares de los fallecidos entraron a la plaza, hubo un abrumador silencio, y luego aplausos y lágrimas en su homenaje. La noticia de una posible nueva DANA a partir del miércoles 13 fue emitida a esa hora por la Agencia Meteorológica nacional, lo que hizo correr de nuevo la indignación. Mazón dijo que no renunciaría, pero muchos creen que tiene las horas contadas ante la presión popular.
Lo más simbólico fue cuando decenas de zapatillas sucias de barro fueron colgadas de la puerta del Palacio de gobierno con el lema “Solo el pueblo salva al pueblo”. La gente sabe que queda mucho por hacer y quisieron que el barro, literalmente, enlodara la mala gestión del Ayuntamiento. Pepe, un vecino mayor de edad en Paiporta, usó tablas desechadas y arrasadas por la riada para pintar en spray en ellas un mensaje de gratitud a los que han venido a ayudarlo, y que quizás resume todo lo vivido: “Gracias a todos somos fuertes. Pueblo unido”.
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