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La guerra ha vuelto a tocar las puertas de Europa. A pesar de las alarmas lanzadas desde Estados Unidos, no deja de ser sorprendente el camino por el que se decidió Moscú. De poco valieron los esfuerzos diplomáticos de buena parte de los europeos, como las advertencias sobre el peso de las sanciones. Con poca antelación, Vladimir Putin había anunciado en un discurso de compleja decodificación las razones que lo llevaban a la ofensiva, ligadas a los errores cometidos en el pasado, tanto reciente como lejano. La guerra que apenas comienza se explica por una secuencia de hechos que no la legitiman, pero facilitan su comprensión.
El desequilibrio europeo, argumento constante de Putin
Del polémico discurso de Putin se extraen dos elementos centrales para entender por qué emprendió acciones militares. Para Moscú este conflicto se remonta a las denominadas revoluciones de colores en varias exrepúblicas soviéticas. En 2003 en Georgia, fundamental para su geopolítica, ocurrió un drástico cambio con la caída de Eduard Shevardnadze último canciller soviético y la llegada del prooccidental Mijeíl Saakashvili. En su primera alocución presencial apareció no solo con la bandera nacional, sino con la de la Unión Europea, gesto de un peso simbólico representativo. Posteriormente, entre 2004 y 2005, se produjo la Revolución Naranja en Ucrania dando al traste con la elección de Viktor Yanukovich cercano a Moscú. Así se produjo el ascenso de Viktor Yusenko, quien inmediatamente deslizó los intereses ucranianos hacia Occidente, acción que inquietó no solo a Rusia, sino a las comunidades en nombre de las cuales Putin reivindica la intervención militar en Ucrania. Y, como si fuera poco, en 2005 cayó en Kirguistán Askar Akayev, aliado de Rusia y presidente desde la independencia.
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El contexto era inmensamente desfavorable para Rusia, al tiempo que el poder de Estados Unidos imposible de contrarrestar. Washington decidió la polémica guerra contra Irak con el apoyo de buena parte de las naciones que se integrarían en 2004 a la UE y que habían sido o exrepúblicas soviéticas como en los casos de Estonia, Letonia y Lituania o parte de los denominados satélites como República Checa, Polonia y Hungría. De nada valió la enérgica oposición alemana, china, francesa y rusa. En 2008, pensando en fortalecer una hegemonía occidental liberal, George W. Bush propuso lo impensado y que caería como un baldado de agua fría en Moscú: la ampliación de la OTAN a Georgia y Ucrania que, al igual que el resto de exaliados soviéticos, se habían convertido en promotores de la causa estadounidense en Europa.
Se completaba así una década cargada de humillaciones para Rusia. Moscú recordaba con frecuencia el Acta Fundacional de Relaciones de Seguridad y de Cooperación firmada con la OTAN en 1997, bajo la cual se comprometían a dialogar sobre decisiones que afectaran la estabilidad regional. En marzo de 1999, año que Rusia recuerda con claridad meridiana, la OTAN, liderada por Bill Clinton, tomó dos decisiones vehementemente rechazadas por Moscú: la ampliación a Hungría, Polonia y República Checa, y la intervención en Serbia para castigar a Slobodan Milosevic por “la limpieza étnica” en la entonces provincia de Kosovo. Pocos medios advirtieron sobre las violaciones masivas de derechos humanos a serbios ortodoxos por parte de albano-kosovares en Mitrovica en Kosovo, y que detonaron la intervención desproporcionada del ejército serbio. Boris Yeltsin incluso amenazó con responder militarmente si se intervenía en los Balcanes occidentales. De nada valió. Bajo el mando estadounidense se bombardeó el territorio serbio durante 78 días, provocando la muerte de miles de civiles y violando flagrantemente el DIH. La condición sine qua non de la Alianza Transatlántica para replegar las fuerzas fue la rendición de Milosevic, una retórica cuyo parecido con la realidad actual es sorprendente como reveladora.
El único mandatario de la OTAN que ha pedido perdón por estos excesos ha sido el checo Milos Zeman. Donald Trump, en su acostumbrado estilo, lamentó la intervención y le endilgó la responsabilidad a Bill Clinton, pero sin dirigir una excusa formal. Hasta el momento en que se redacta este texto, Serbia no ha condenado el ataque ruso a territorio ucraniano, silencio diciente de las complejidades de esta historia.
Por eso, una eventual explicación para el ataque es que Putin se cansó de esperar un gesto concreto por parte de Occidente para respetar la neutralidad de Georgia y Ucrania. Es decir, se han completado 14 años desde que Estados Unidos propuso su inclusión en la Alianza, sin que se haya otorgado una garantía para la preservación del equilibrio acordado en la posguerra Fría y varias veces violado como en la intervención en los Balcanes o el efusivo apoyo occidental a movimientos políticos antirrusos, en lo que expertos en geopolítica conciben como el espacio possoviético.
¿Por qué es ilegítimo el gobierno de Ucrania para Rusia?
A esto se suma un segundo factor, la ilegitimidad del régimen ucraniano según Moscú. 2014 es el punto de partida de la guerra para Putin. Con la caída de su aliado Viktor Yanukovich, quien gobernaba desde 2010 tras el fracaso de la Revolución Naranja, el proyecto de una Ucrania equilibrada y que preservara los derechos de la población rusoparlante del Donbás se tornó imposible. Desde entonces Rusia ha insistido en los desoídos gritos de auxilio de las dos repúblicas autónomas, Lugansk y Donetsk.
Existe muy poca información sobre la realidad de estos territorios. Stephanie Siohan y Paul Gogo, corresponsales de Libération, reportan que desde Kramatorsk y Donetsk respectivamente hay visiones encontradas sobre los pronunciamientos de Putin. Algunos ven con inquietud su independencia y temen por su viabilidad. No obstante, Gogo recoge varios testimonios que confirman las denuncias del Kremlin y afirman que, tras el reconocimiento ruso de su independencia, fueron atacados por el ejército ucraniano que regularmente los tilda de “separatistas”. Aseguran, además, que hay saboteos e intimidaciones constantes. Uno de los testimonios recogidos es contundente: “Los rusos nos van a proteger y la guerra se detendrá, llevamos ocho años esperando esa decisión”. Sin embargo, de allí a hablar de “genocidio” hay un trecho considerable. Amnistía Internacional reporta que, en 2020, el Parlamento ucraniano avanzaba en normas discriminatorias que limitaban derechos. Igualmente, ha advertido sobre la violencia ejercida por grupos armados apoyados por Moscú. El informe describe un oriente ucraniano sin autoridades, gobernado de facto y con poca voluntad para distribuir recursos.
Hacia un futuro sombrío
La operación militar seguramente se detendrá cuando Moscú obtenga una rendición expresada en la neutralidad de Ucrania de cara a la OTAN y se hayan atrofiado sus capacidades militares. El amargo balance apuntará a que Rusia conseguirá la neutralidad de Ucrania, extensible a Georgia, pero habrá pagado un precio muy alto en términos de credibilidad y margen de maniobra. Experimentará un declive similar al de EE. UU. tras las deshonrosas operaciones en Serbia, Afganistán e Irak.
Las sanciones económicas y políticas contra Rusia conllevan una maratónica competencia por saber quién puede aguantar más, si una Rusia privada de exportaciones o una Europa relativamente desabastecida en ciertos bienes. Nada permite avizorar una salida distinta a un retorno al equilibrio de la posguerra Fría, cuyo abandono es hoy catastrófico para una Ucrania que confirmó sus peores temores: la desintegración.
* Profesor de la Universidad del Rosario.
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