El dolor de la guerra en Ucrania retratado en versos y prosa
“Diario de una invasión”, de Andréi Kurkov, es la puerta de entrada a cómo este escritor ha vivido en medio de la guerra de Ucrania. Se pregunta si en algún momento escribirá algo diferente a lo bélico, pero lo cierto es que la guerra es y seguirá siendo un tema en la literatura. Ilya Kaminsky, poeta ucraniano, también la ha abordado en sus versos.
María José Noriega Ramírez
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Los primeros misiles se sintieron a las 5:00 a. m. del 24 de febrero de 2022. Fueron tres. El ruido de las explosiones se apoderó de Kiev. Pasó una hora y explotaron otros dos. El silencio reinó en la capital. Si el día anterior sus hijos habían viajado desde Londres para recorrer con sus amigos la ciudad de Leópolis, para caminar por sus calles medievales y conocer cafés y museos, con el estallido del conflicto, el escritor Andréi Kurkov salió de su casa, emprendió un viaje inicial de 90 kilómetros, que en tiempos de guerra los recorrió en cuatro horas y media, cuando antes lo hacía en 60 minutos, y se convirtió en una de los miles de personas desplazadas en Ucrania. Aunque la invasión rusa le impidió escribir por unos días, pues emprendió un viaje que lo llevó hasta los montes Cárpatos, durmiendo incluso en casas de personas desconocidas, con quienes, finalmente, estaba únicamente conectado por el dolor de la guerra y de la huida, su pluma retrató sus percepciones y reflexiones. “Diario de una invasión” es eso: su historia personal de la guerra, que involucra a amigos y familia, a conocidos y desconocidos.
En cuestión de días, de instantes, los enfrentamientos estaban arrasando con lo suyo, o por lo menos con varias cosas que consideraba como tal: una batalla en la localidad de Hostómel, justo cuando estaba transitando cerca de allí en su carro, resultó en la explosión del avión de transporte más grande del mundo, conocido como Mriya, que fue construido en la Fábrica Aeronáutica Oleg Antonóv. Recuerda que la planta fue la razón por la que su familia salió de Leningrado hacia Kiev. Su papá fue contratado como piloto de pruebas después de haber sido desmovilizado del Ejército soviético. Esa fue su casa por un tiempo. “Mientras circulábamos a paso de tortuga por la congestionada autovía, pensaba en mi niñez, en cómo mis amigos y yo saltábamos la valla del campo de aviación de la fábrica para buscar piezas de aluminio en la hierba”, escribió el 2 de marzo de 2022, en una de las entradas de su diario.
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La guerra también le arrebató los sabores de su hogar, ese placer que le generaba comer en familia una hogaza de makáriv, que se horneaba en la panadería que tenía el mismo nombre. Los rusos bombardearon el recinto cuando los panaderos estaban con sus manos sobre la masa; 13 empleados murieron y otros nueve quedaron heridos. “La panadería ya no existe. El pan de Makáriv es cosa del pasado”, escribió. Y qué paradoja, porque Ucrania es la tierra del pan y del trigo, pero cuando el suelo debía estar preparándose para la siembra, los fragmentos de proyectiles, las piezas de tanques, los coches destruidos y los restos de aviones y helicópteros derribados se apoderaron de él. Si antes el pan y los pasteles de otros países, incluido Egipto, se preparaban con harina ucraniana, ahora los ucranianos estaban muriendo al ir a comprar sus alimentos básicos, como sucedió, por ejemplo, en la ciudad de Chernígov. Un “pan con sangre”, así lo describe.
Kurkov nació en 1961, casi dos décadas después del final de la Segunda Guerra Mundial, en la que uno de sus abuelos murió y el otro sobrevivió. En su “arqueología de la guerra”, uno de los apartados de su diario, escribió que con sus amigos jugaba a eso: al conflicto bélico. Los grupos eran “los nuestros” y los “alemanes”, “pero nadie quería ser alemán, así que lo echábamos a suertes y los perdedores tenían que convertirse en alemanes mientras durase el juego. Estaba claro que los alemanes debían perder”. Y así varias de sus decisiones, aunque pequeñas, estuvieron permeadas por la segunda gran guerra del siglo XX. Entre ellas, estudiar inglés como lengua extranjera y no alemán, porque “ellos mataron a mi abuelo Alexéi (…) y los británicos eran nuestros aliados en esa guerra”, como ahora, dice, lo son “de nuestra Ucrania”.
En su libro reflexiona sobre el futuro del ruso, acerca de qué podría pasar con esta lengua en un país en el que la mitad de la población la habla y en el que viven millones de personas que son de etnia rusa, como él. “Creo que el idioma ruso es una de las víctimas menos significativas de esta guerra. Me han hecho avergonzarme muchas veces de mis orígenes rusos, del hecho de que mi lengua materna sea el ruso. He ensayado fórmulas diferentes, tratando de explicar que el idioma no tiene la culpa, que Putin no es el amo de la lengua rusa, que muchos defensores de Ucrania son rusohablantes y que muchas víctimas civiles del sur y del este del país también eran rusohablantes y de etnia rusa”, confiesa en “Diario de una invasión”.
Teme sobre el futuro de esta lengua, porque, “al igual que hoy algunos ciudadanos rusos están rompiendo sus pasaportes y negándose a considerarse como tal, muchos ucranianos están renunciando a todo lo ruso, incluido el idioma, la cultura, incluso sus ideas acerca de Rusia”. Mientras, y aunque reconoce que por un tiempo estuvo “lleno de odio”, no puede desprenderse de los escritores soviéticos con los que creció: no rechaza a Mandelshtam ni a Andréi Platónov, ni a Borís Pilniak ni a Nikolái Gumiliov, quienes, en su mayoría, fueron fusilados por las autoridades de su época. Pero, sobre todo, teme por aquello que se va a escribir una vez esto acabe: “¿Seré alguna vez capaz de escribir algo que no sea sobre la guerra?”. Por el momento, dice que en Ucrania no se está publicando mucho e intuye que los ucranianos no están leyendo demasiado. “La guerra y los libros son incompatibles”.
Y sí, la guerra ha sido un tema recurrente en la literatura, y seguramente lo seguirá siendo. Pienso en títulos como “La Ilíada”, el poema atribuido a Homero; “El arte de la guerra”, del chino Sun Tzu; “Adiós a las armas”, de Ernest Hemingway, y “El diario de Ana Frank”, pero también, volviendo a Ucrania, se me viene a la cabeza “República sorda”, de Ilya Kaminsky. En busca de asilo político, este poeta ucraniano llegó a Estados Unidos en la década de los 90, y la poesía la usó como plataforma para abordar las crisis humanitarias. Así nació el proyecto Poets for peace, que, en compañía de la abogada Paloma Capanna, buscaba recoger fondos para asistir a los refugiados que llegaban de la antigua Yugoslavia a territorio estadounidense. Poco a poco, esto se fue ampliando, incluso, para las víctimas de los atentados a las Torres Gemelas. El sufrimiento humano y las posibilidades de creación a partir de él, el hilo conductor de esto.
En “República sorda” muestra cómo el nacimiento de una niña “es un momento de calma entre los bombardeos”, cómo la angustia pasa a ser un idioma y el cuerpo el hábitat del silencio. Narra cómo el disparo que mata a un niño sordo, Petya, se convierte en lo último que quieren escuchar los demás. La sordera se toma el espacio y la lengua de señas se convierte en un medio para la disidencia; y la literatura, quizá, en un espacio de reflexión íntimo y privado, que no ocurre en el vacío ni en la soledad, sino en la responsabilidad de lo humano.
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