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Recep Tayyip Erdogan tiene maneras de lobo viejo. Obedece a los mandatos de la política práctica, reconoce el valor de una amenaza velada y entra en franca guerra sólo cuando es menester. Tiene trazas de autoritarismo y es, a la vez, el único mandatario con suficiente bagaje moral para decir que le importa la guerra definitiva en Siria. Ha fomentado una imagen popular, pero sin llegar a la idolatría. Es contenido. Fue alcalde de Estambul por cuatro años, primer ministro de Turquía por once y, en 2014, comenzó su presidencia, de modo que su contención ha sido un cultivo continuo. Erdogan ha aprendido tan bien su oficio, que hoy celebra un referendo que podría entregarle la Presidencia hasta 2029, con sendos poderes ejecutivos, sin la menor muestra de inseguridad. Sabe que tanto en los asuntos domésticos como en las tretas exteriores, tiene al elefante agarrado por la trompa.
La guerra en Siria
A Erdogan le critican su autoritarismo, su transformación rotunda después del intento de golpe de Estado (más de 37.000 detenidos, 100.000 personas destituidas de funciones públicas) y su tendencia a irrespetar las ramas del poder público. Sin embargo, condenar sus acciones, en el plano diplomático, no es tan sencillo. La primera razón es el conflicto en Siria.
Es probable que Erdogan sea la pieza esencial para resolver el conflicto sin acudir a invasiones ni a una prórroga de la guerra. En diciembre pasado, como representante de los rebeldes sirios, llegó a un acuerdo con Rusia —que defiende los intereses del presidente Bashar al Asad— para evacuar a cientos de miles de ciudadanos atrapados por el sitio de Alepo. Lo hizo sin contar con el apoyo de Estados Unidos —de hecho convirtiéndolo en un actor marginal— y con plena autoridad militar y diplomática. Como controla y representa a un actor central del conflicto, sin Turquía no es posible, al menos ahora, encontrar la muy deseada solución política a la guerra.
De acuerdo con el analista Steven A. Cook, entrevistado por The Washington Post en diciembre pasado, Erdogan tiene tres objetivos en esa rebatiña: la salida de Al Asad del poder, el freno a los kurdos —la región con intenciones independistas que está al sur de Turquía— y, en menor medida, confrontar al Estado Islámico. Su éxito diplomático le permite, además, tener ambiciones sobre las marchas actuales hacia Raqqa y Mosul, capitales de facto del califato del Estado Islámico. Nadie, en especial Estados Unidos —que utiliza las bases aéreas turcas para lanzar sus ataques contra el Estado Islámico— le recrimina su influencia porque, además de ser fundamental para la solución política, es el hogar de un mar de migrantes que nadie más ha querido recibir.
La crisis migrante
En Turquía, según números registrados por Acnur, hay casi tres millones de refugiados sirios. El guarismo ha aumentado a causa, en parte, de un acuerdo que el gobierno de Erdogan realizó hace más de un año con la Unión Europea que, consternida por el millón de migrantes que arribaron en 2015, tomó la decisión práctica de instalar una suerte de tapón a la migración: a cambio de tres mil millones de euros, Turquía prohíbe el paso de los migrantes hacia Europa. Otra de las condiciones impuestas por Erdogan era el comienzo de conversaciones dentro del bloque europeo para permitir la inclusión de Turquía y la anulación de los visados para los turcos que quisieran viajar hacia Europa.
Nada de eso, sin embargo, se cumplió. En noviembre de 2016, Erdogan sugirió que “abrir las puertas” para que los migrantes siguieran su camino hacia Europa era la única preocupación del bloque. Sonó como una amenaza y, en últimas, como un análisis desnudo: Turquía es la única barrera de cientos de miles de migrantes, la mayoría sirios, para transitar hacia Europa. Por dentro, la Unión Europea ha sufrido sendos golpes en los últimos dos años: la separación de Gran Bretaña, su descrédito moral al ser incapaz de administrar la crisis de migrantes (aunque la libre movilidad y el asilo a los necesitados sean dos de sus principios primarios), los ataques terroristas y el crecimiento paulatino de la ultraderecha. En todos aquellos sucesos, la figura de Erdogan es transversal, puesto que la sola contención de migrantes es de entrada una disminución de la carga social y política en una Europa convulsa.
Aunque es innegable que Erdogan ha demostrado que los sirios pueden ser auxiliados y que la tarea humanitaria resulta crucial, según Anthony Skinner en Politico Erdogan ha utilizado a los migrantes como una polea política en casa y en el exterior: “Cientos de miles de migrantes naturalizados, en deuda con la hospitalidad turca, podrían ayudar a sanear el punto débil de Erdogan: la posibilidad de que el apoyo de la fuerza de trabajo turca se erosione mientras la economía se debilita (...). Una amplia población de desplazados sirios fortalece la estrategia del presidente en su dura aproximación hacia Europa”.
Por eso, pese a que la relación entre la Unión Europea y Turquía es áspera, resulta necesaria. Las constantes críticas por las detenciones tras el golpe, los roces del último mes —en el que Erdogan llamó a Europa “fascista y cruel”— y el veto de mitines en Alemania y Holanda a favor del referendo que se vota hoy han degenerado la diplomacia, pero también han recordado que sin Erdogan la guerra en Siria seguirá sin cambios y, por lo tanto, la crisis de migrantes pervivirá. En el futuro próximo, de ser aprobado el referendo, la relación sería aún más ambigua y compleja: “No cambiará gran cosa —dijo Tarik Sengül, politólogo de la Universidad ODTÜ en Ankara, a EFE—. Erdogan dará un discurso en el que prometerá gobernar para todos, pero poco después se institucionalizará el mando único y Turquía se convertirá en más totalitaria”.
Rusia: el amigo obligado
Desde su entrada en el conflicto sirio en septiembre de 2015, el gobierno de Vladimir Putin domina casi sin resistencia. Fue él quien ayudó a Al Asad a recapturar el campo cedido a los rebeldes y a determinar el nuevo ritmo de la guerra. Turquía, sin embargo, fue entrando a tal paso y con tanta propiedad, que hoy Rusia no puede darse el lujo de desdeñarlo. Los últimos meses han probado aquella premisa.
En noviembre de 2015, las fuerzas turcas derribaron un avión ruso que había invadido el espacio aéreo nacional. La molestia inicial de Putin se redujo después a la realpolitik: sancionó de manera económica a Turquía. El peso de las sanciones fue evidente en breve: según datos recogidos por El País de España, las exportaciones turcas hacia Rusia cayeron 60 % y el número de turistas rusos —que suelen utilizar las playas de Anatolia como lugar de veraneo— descendió 90 %.
Entonces Erdogan bajó la cabeza, escribió una carta de disculpa y fue de visita oficial a San Petersburgo en agosto de 2016. Más que un acto de contrición, se trataba de nuevo de una expresión de pragmatismo. Erdogan necesitaba las inversiones rusas para contener los bajonazos del último año —las perspectivas oficiales de crecimiento económico se redujeron de 4,5 a 3,2 %— y Rusia lo requería con urgencia para levantar un proyecto gasífero que le permite utilizar nuevas líneas de transporte, tras el bloqueo económico de la Unión Europea por la guerra en Ucrania —un acto que lesionó el comercio nacional—.
En ese sentido, un actor determinante como Rusia tiene en Turquía un prospecto ambiguo: en la guerra en Siria apoya al bando por completo contrario, pero en la economía es un aliado firme y fundamental. Si, por cuestiones de política exterior y en protesta por las reformas del referendo, Turquía fuera sancionada o aislada por la Unión Europea, tal vez Putin sería de los primeros en salir en su defensa, como lo hizo en las primeras horas posteriores al intento de golpe militar. El analista político Neil MacFarquhar escribió en The New York Times: “Los dos han buscado usar su relación calurosa tanto en casa como fuera de ella para indicar que no están aislados políticamente y que siguen siendo jugadores centrales en cualquier solución en Siria”. Los une, además, cierta enemistad hacia Estados Unidos. Su relación tiene el carácter formidable de una amistad indestructible: tienen enemigos en común.