Juan Carlos I, el rey que reinaba para sí mismo
¿Qué deja el anuncio del rey emérito de irse a otro país para ayudar a su hijo? No mucho, pues el debate político acabará pronto; puede servir para que el actual rey, Felipe VI, sea más transparente, rinda cuentas y se aproxime al ciudadano.
Jerónimo Ríos Sierra / @Jeronimo_Rios_
El 22 de julio de 1969, el dictador Francisco Franco nombra “sucesor al título de Rey” a Juan Carlos I. Sin embargo, cuando aquél muere, el nuevo orden constitucional emergente blinda la jefatura del Estado en favor del monarca, entendiendo que ésta ha de erigirse como una institución de unidad. En realidad, la Ley de Reforma Política que abría el espacio político que daría lugar a la Constitución de 1978 excluía cualquier debate sobre la forma del Estado en tanto que, como en algún momento reconocería el primer presidente de la democracia en España, Adolfo Suárez, de haberse producido la consulta, la monarquía hubiera perdido.
La década de los ochenta elevan la figura de Juan Carlos. Siempre tuvo a su favor a unos medios de comunicación que ocultaban excesos y escándalos consabidos del monarca. No obstante, su posición ante la opinión pública en el intento de golpe de Estado de 1981, el ingreso de España en la Comunidad Europea en 1986 y su proyección internacional en 1992, a partir de acontecimientos como los Juegos Olímpicos de Barcelona, la celebración de la Exposición Internacional en Sevilla o la conmemoración del V Centenario del “descubrimiento” de América, le confieren una altísima aprobación y popularidad.
Ver más: Corinna Larsen, la mujer que puso contra las cuerdas a Juan Carlos I
Ahora sabemos lo que en el fondo sabíamos o, cuando menos, intuíamos. El papel corresponsable de los medios, y también de los partidos políticos, fue perdiendo fuerza, de manera paulatina, desde la década pasada. Cacerías en África, amoríos y redes clientelares y un nivel de vida ostentoso que colisionaba con la realidad social y económica de los años más duros de la crisis, fueron minando su imagen. Una imagen que primero le valió la abdicación y la desaparición del espacio público, y que hoy, hostigado por las investigaciones judiciales, se ve obligado a abandonar el país.
En realidad, si uno mira con detalle los acontecimientos y el relato político que acompaña a los protagonistas, sólo puede encontrar perplejidad. Juan Carlos I, en la misiva que remitía ayer a su hijo, el actual rey, Felipe VI, reconocía marcharse de España para “prestar el mejor servicio a los españoles, a sus instituciones y a él como Rey”. Aparte de la ausencia de cualquier atisbo de arrepentimiento, todo lo contrario, lo que se aprecia sólo puede ser sinónimo de irresponsabilidad, opacidad y de un insulto a la democracia.
Parece ser que la fortuna de Juan Carlos I, próxima, según muchas fuentes, a los 2.000 millones de dólares, en buena medida, supuestamente, ha provenido de décadas de instrumentalización de su posición como Jefe de Estado. Todo un ejercicio de patrimonialización de lo público en beneficio propio, pero que el aún hoy rey emérito alude en la misma carta referida, como producto de “ciertos acontecimientos pasados de mi vida privada”.
Ver más: El triste ocaso del Rey Juan Carlos I
Poco más se puede esperar por el momento. Lo primero sería la pérdida del reconocimiento como “rey emérito”. Lo segundo, la apertura de una investigación penal que, en realidad, tiene poco recorrido. La inviolabilidad que reconoce la Constitución Española a la jefatura del Estado ofrece un halo de inmunidad que, no obstante, podría admitir resquicios, como el ático londinense por cortesía del sultán de Omán vendido por más de 60 millones de euros en extrañas circunstancias.
En conclusión, todo lo anterior no va a terminar en un debate político sobre la forma que debe tener el Estado español, más allá del debate público que se alimenta por razones de coyuntura mediática. Sin embargo, cuando menos, habrá de servir para que el actual Felipe VI haga acopio de la necesidad de una mayor transparencia, rendición de cuentas y proximidad con el ciudadano que exige la jefatura del Estado. Lo mismo, para reconocer que el espíritu juancarlista del compromiso democrático en España, en realidad, estaba emponzoñado por el interés particular, la condición del privilegio y una camaradería de políticos, periodistas y empresarios que contribuyeron a elevar una imagen de popularidad copada de miserias.
Doctor en Ciencias Políticas de la Universidad Complutense de Madrid
El 22 de julio de 1969, el dictador Francisco Franco nombra “sucesor al título de Rey” a Juan Carlos I. Sin embargo, cuando aquél muere, el nuevo orden constitucional emergente blinda la jefatura del Estado en favor del monarca, entendiendo que ésta ha de erigirse como una institución de unidad. En realidad, la Ley de Reforma Política que abría el espacio político que daría lugar a la Constitución de 1978 excluía cualquier debate sobre la forma del Estado en tanto que, como en algún momento reconocería el primer presidente de la democracia en España, Adolfo Suárez, de haberse producido la consulta, la monarquía hubiera perdido.
La década de los ochenta elevan la figura de Juan Carlos. Siempre tuvo a su favor a unos medios de comunicación que ocultaban excesos y escándalos consabidos del monarca. No obstante, su posición ante la opinión pública en el intento de golpe de Estado de 1981, el ingreso de España en la Comunidad Europea en 1986 y su proyección internacional en 1992, a partir de acontecimientos como los Juegos Olímpicos de Barcelona, la celebración de la Exposición Internacional en Sevilla o la conmemoración del V Centenario del “descubrimiento” de América, le confieren una altísima aprobación y popularidad.
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Ahora sabemos lo que en el fondo sabíamos o, cuando menos, intuíamos. El papel corresponsable de los medios, y también de los partidos políticos, fue perdiendo fuerza, de manera paulatina, desde la década pasada. Cacerías en África, amoríos y redes clientelares y un nivel de vida ostentoso que colisionaba con la realidad social y económica de los años más duros de la crisis, fueron minando su imagen. Una imagen que primero le valió la abdicación y la desaparición del espacio público, y que hoy, hostigado por las investigaciones judiciales, se ve obligado a abandonar el país.
En realidad, si uno mira con detalle los acontecimientos y el relato político que acompaña a los protagonistas, sólo puede encontrar perplejidad. Juan Carlos I, en la misiva que remitía ayer a su hijo, el actual rey, Felipe VI, reconocía marcharse de España para “prestar el mejor servicio a los españoles, a sus instituciones y a él como Rey”. Aparte de la ausencia de cualquier atisbo de arrepentimiento, todo lo contrario, lo que se aprecia sólo puede ser sinónimo de irresponsabilidad, opacidad y de un insulto a la democracia.
Parece ser que la fortuna de Juan Carlos I, próxima, según muchas fuentes, a los 2.000 millones de dólares, en buena medida, supuestamente, ha provenido de décadas de instrumentalización de su posición como Jefe de Estado. Todo un ejercicio de patrimonialización de lo público en beneficio propio, pero que el aún hoy rey emérito alude en la misma carta referida, como producto de “ciertos acontecimientos pasados de mi vida privada”.
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Poco más se puede esperar por el momento. Lo primero sería la pérdida del reconocimiento como “rey emérito”. Lo segundo, la apertura de una investigación penal que, en realidad, tiene poco recorrido. La inviolabilidad que reconoce la Constitución Española a la jefatura del Estado ofrece un halo de inmunidad que, no obstante, podría admitir resquicios, como el ático londinense por cortesía del sultán de Omán vendido por más de 60 millones de euros en extrañas circunstancias.
En conclusión, todo lo anterior no va a terminar en un debate político sobre la forma que debe tener el Estado español, más allá del debate público que se alimenta por razones de coyuntura mediática. Sin embargo, cuando menos, habrá de servir para que el actual Felipe VI haga acopio de la necesidad de una mayor transparencia, rendición de cuentas y proximidad con el ciudadano que exige la jefatura del Estado. Lo mismo, para reconocer que el espíritu juancarlista del compromiso democrático en España, en realidad, estaba emponzoñado por el interés particular, la condición del privilegio y una camaradería de políticos, periodistas y empresarios que contribuyeron a elevar una imagen de popularidad copada de miserias.
Doctor en Ciencias Políticas de la Universidad Complutense de Madrid