Noticias de Kiev Entre Las Cicatrices De La Guerra De Ucrania

Kiev, entre
las cicatrices
de la guerra

Sobre la vida en la capital y sus suburbios

Un par de aviones y un extenso recorrido por tierra, de casi 16 horas desde Varsovia, Polonia, hacen falta para llegar de Colombia a la capital ucraniana, una ciudad que, aunque puede llegar a aparentar normalidad, en el fondo vive en medio del dolor y la incertidumbre. Crónica del recorrido por sus calles y los pueblos aledaños que fueron ocupados por Rusia en 2022. Tercera entrega del especial “Una semana en Ucrania”.

Domingo 14 de julio de 2024

María José Noriega Ramírez
Desde Kiev, Ucrania

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Hannah e Irina están sentadas en la plaza de Borodianka. A su izquierda hay un mural de una gimnasta balanceándose entre escombros. Es de Banksy. A su derecha, una estatua del poeta Taras Shevchenko, con agujeros en su rostro y cabeza, por delante y por detrás, como huellas que dejó a su paso un bombardeo ruso. Ambas le cantan a Kiev, y lo hacen al entonar una canción que pide que se junten las familias, que se una el país para que florezca, algo parecido a lo que dice uno de los versos escritos por quien inspiró el monumento que tienen frente a sus ojos: “Ama a tu querida Ucrania. / Ámala en tiempos feroces de maldad. / En la última hora terrible de lucha”. Todos los miércoles se encuentran allí. Al menos así lo hacen desde hace más de dos años para cumplir con los ensayos del coro al que pertenecen. Un mismo dolor las une: tener casi 80 años y no un hogar. Que regresen y las maten, ese es su mayor miedo.

“Ama a tu querida Ucrania.
/ Ámala en tiempos feroces de maldad.
/ En la última hora terrible de lucha”

Un viento, aunque no tan helado, se siente sobre la piel. El cielo es gris. Los pájaros cantan. Las madres besan a sus hijos. Algunos, aunque lejos de la edad de tener que presentarse al Ejército, visten shorts y camisetas con camuflado militar. No les tienen que explicar qué es la guerra, ya la conocen por los apagones, el olor a muerte y el sonido de las alarmas, que al terminar dicen “que la fuerza te acompañe”, al estilo de La guerra de las galaxias. Los bombardeos aéreos, como los que ocurrieron en los primeros días tras la invasión de 2022, aún se ven, y lo hacen en los agujeros de los edificios que están en pie, pero también en aquellos que están en ruinas, con bloques de cemento tirados en el suelo, sin vida dentro, más allá de la de los personajes de los libros de una biblioteca de cinco niveles, que, a diferencia de los demás objetos a su alrededor, se rehúsa a desmoronarse.

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Los primeros seis meses fueron difíciles, incluso el primer año y medio. Ahora están acostumbrados, adaptados, o al menos eso cree Iryna Zakharchenko, que recuerda los tanques rusos pasando por la calle central de su pueblo, disparando indiscriminadamente a viviendas y restaurantes, y el lanzamiento de dos bombas de 500 kilos que cayeron en los edificios que nos rodean y que están a escasos metros de un parque infantil. Varios vecinos murieron, entre ellos una familia de ocho personas, mientras más de cien se resguardaron en sótanos, llenos de polvo de hormigón. Por unos pocos minutos hubo silencio. El grito de los niños lo rompió. Fueron momentos de caos, de shock. No supieron qué hacer. Algunos decidieron salir corriendo al campo y tirarse a la tierra, mientras unos helicópteros sobrevolaban la zona. Ella y sus hijos, uno de 19 años y otra de 13, se salvaron. Su cuerpo lo puso sobre el de ella. Así la protegió, o al menos era su intención.

Por casi medio año no tuvo fuerza para entrar a su casa: “Era desagradable, hasta asqueroso, entrar a un lugar que fue violado de esa forma”. Con esos recuerdos de cuando su pueblo era invivible, regresó, como muchos lo hicieron, pero otros tantos no lo han podido hacer. Si antes de la ocupación, que duró unos treinta y tres días, Borodianka tenía 26.000 habitantes, ahora tiene poco más de 20.000. Unos 5.000 no han podido regresar. No tienen a dónde hacerlo. Se necesitarían unos 95 millones de euros para la reconstrucción, pero hablar de eso le parece prematuro aún. La guerra sigue y sobre todo en el este: “Viendo lo que pasa en Járkov, que es alarmante, no tenemos a dónde escapar. No pienso salir. Todo el país confía. Estamos juntos, hombro a hombro, y no podemos fallarnos”.

A principio de junio, una encuesta del Instituto Internacional de Sociología de Kiev mostró que la confianza en el presidente Volodímir Zelenski cayó por debajo del 60 %, cuando en mayo de 2022 era del 90 %. Algunos le reclaman por la contraofensiva fallida del verano pasado, o por los intensos debates sobre las normas de movilización, o por los escándalos de corrupción. Su período ya expiró. En marzo debieron organizarse las elecciones, pero cuando el 20 % del territorio ucraniano está controlado por Rusia y cuatro millones de ucranianos están desplazados internamente, al tiempo que unos seis millones están fuera de sus bordes, votar por un nuevo presidente parece lejano.

“Esto terminará con victoria militar”, cree Zakharchenko. No lo duda ni por un instante, así como tampoco lo hace Zelenski, quien delante de unos periodistas latinoamericanos, en la Casa Gorodetsky, nos asegura que “esta guerra va a terminar y la vamos a ganar”, a pesar de que el país no alcanza a tener un millón de hombres en el frente de batalla y que al menos 650.000 en edad de pelear (entre 25 y 60 años) han huido desde 2022, como lo dio a conocer en noviembre pasado la BBC. Latinoamericanos, entre ellos colombianos, se han enlistado en el Ejército. Muchos de ellos han llegado a través de TikTok, bajo la promesa de que, si alcanzan el frente de batalla, el cual muchos definen como el infierno, les pueden pagar 3.000 dólares o más. Solo llegar hasta allá les puede costar 10 millones de pesos. “Ellos nos están ayudando a defender a nuestro país de un acto de agresión cometido por otro”, dice el canciller Dmytro Kuleba. A él no le gusta llamarlos mercenarios, no se refiere a ellos como tal, o al menos no delante de mí cuando le pregunto por la llegada de varios para suplir la falta de soldados ucranianos, de la cual no habla ni reconoce: “Una cosa es luchar del lado ruso para conquistar el territorio de otro. No llamaría así a un hombre que ha venido a ayudar a defendernos”.

Aquí no se ve el fuego cruzado. Ese no es el rostro que tiene la guerra en los alrededores de la capital, o al menos no era el que tenía hasta hace un tiempo, antes de que dos centros médicos fueran atacados por misiles rusos, uno de ellos un hospital pediátrico. Las cicatrices son varias: los restos del puente de Irpín, que los ucranianos destruyeron para evitar que los rusos avanzaran más hacia Kiev, y las tumbas de más de 100 personas que fueron enterradas en la iglesia San Andrés, en Bucha. Esos son estragos de una guerra que permanece, que se respira en el ambiente, que se ve en los ojos cansados de algunos y en la falta de luz, que se muestra en las lágrimas contenidas de una madre de un prisionero de guerra de Mariúpol, en la impotencia de una hermana de otro de ellos y en la juventud llena de incógnitas de Daria, una estudiante de periodismo de 19 años que vive al día porque no sabe qué pasará mañana.

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“Tenemos información acerca de la salida de un grupo de bombarderos estratégicos TU-95MS desde la base de Olenya”, alerta el celular de madrugada. “Esperamos lanzamientos de misiles entre las 2:00 a. m. y 3:00 a. m., que llegarán al espacio aéreo ucraniano entre las 3:00 a. m. y las 4:00 a. m.”. Otra dice: “Amenaza de misiles balísticos. Por favor, vayan al refugio lo más rápido posible”. En el resguardo me encuentro con unas personas que están desde hace un tiempo en Kiev, o al menos eso aparentan porque bajan al piso -2 del hotel con una almohada y una maleta pequeña, algo preparados para pasar la emergencia. Mi cámara, mi pasaporte y los dólares en efectivo vienen conmigo. También el cojín de avión que me acompaña desde las 14 horas de vuelo que hay entre Bogotá y Varsovia, y las otras 16 para atravesar por tierra los campos polacos y ucranianos, esos planos verdes que parecen no tener fin.

Los días pasan y cada vez son menos los que interrumpen su sueño para bajar al refugio. Solo lo hacemos unos pocos. Dos madrugadas las comparto con una señora que en ucraniano trata de advertirme sobre las alertas, o eso creo que hace al señalar la pantalla de su celular. No nos entendemos bien, lo que una dice la otra no lo comprende, pero nos sentamos juntas a esperar a que pase el peligro. Ella viste una sudadera color terracota. Es mona y tiene capul. Se ve algo maquillada, pero no en exceso. Verse bien es una preocupación para ella, pero también lo es para otras más. “Si cae un misil, que al menos me muera estando linda”, le escucho decir a Darina Tkachenko, periodista en UATV español. Su rutina del día tiene un nuevo paso: meterse a bañar con una muda de ropa a la mano, por si tiene que salir corriendo. Ya lo tuvo que hacer una vez, cuando con su familia tomó camino hacia Italia y España, cuando, mientras huían de la guerra, se contagiaron de coronavirus.

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Con ella caminamos por la plaza Mykhaylivska, una de las más antiguas de Kiev, la que separa a las catedrales de Santa Sofía y San Miguel, la que sobre su suelo tiene armamento ruso confiscado y destruido, la que reúne a unos adolescentes de 13 y 14 años que juegan encima de tanques y que entre risas confiesan que tienen algo de miedo y que por eso esperan el día de la victoria. Es la misma plaza que recibe a un británico y a un noruego, que, escribiendo sus iniciales (HO y LWL) sobre el armamento ruso, dicen que apoyan a Ucrania, donde se quedarán por tres semanas, pero quisieran hacerlo para siempre. La misma que a unos cuantos pasos nos lleva al Muro del Recuerdo de los Caídos, a la colina de San Volodymir, cerca de una estatua de Dante Alighieri y del río Dnipro, desde donde se levanta el Arco de la Libertad del Pueblo Ucraniano, antes conocido como Arco de la Amistad de los Pueblos, que en un tiempo simbolizó la cercanía entre Kiev y Moscú.

Unos dicen que desde febrero de 2022 no se hablan con sus hermanos y amigos en Rusia. Otra menciona que el árbol genealógico de su familia le muestra que “gracias a Dios” no tiene allegados de allá. Pero en las calles se escucha a una mujer decir “spasibo”, que significa “gracias” en ruso, y hay algunos, como Illia Panfilov, cuyas venas albergan la mezcla de la sangre ucraniana y la sangre rusa. De su abuelo paterno, fallecido hace pocos años, heredó una biblioteca de los clásicos de Moscú, esos libros que le permitieron tener relación con él, a través de Dostoyevski, y que muchas veces lo acompañaron al dormir. Son más de 100 títulos que conserva, que, al menos por ahora, no piensa botarlos. Por su cabeza pasa otra pregunta: “¿Si tengo hijos se los pasaré? No lo sé”.

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