Las muchas Rusias que son testigos de la guerra en Ucrania
Cinco rusos, tanto simpatizantes como opositores de Putin, cuentan sus reflexiones alrededor de la guerra en Ucrania, que acaba de cumplir dos años. Sus relatos, que no son más que sus temores y sensaciones, ofrecen una narrativa de lo que ha sucedido a miles de kilómetros de aquí. Junto a los testimonios ucranianos que se publicaron el sábado, estos son algunos rostros en medio de los enfrentamientos bélicos.
María José Noriega Ramírez
El centro de Moscú fue el punto de encuentro. Allí, donde cerca de mil personas fueron detenidas en un solo día, cuando otras tantas fueron arrestadas en media centena de ciudades rusas, Viacheslav Dvornikov fue a protestar contra la guerra, que apenas se iniciaba. Lo hizo como muchos otros: entre amigos, aun cuando tuvo que correr y escabullirse entre policías, en medio de pensamientos que lo llevaron a Ucrania y a su gente, a las reflexiones de cuando vivió en ese país, que justo fue cuando Vladimir Putin, que se refirió a Crimea como “la mayor catástrofe geopolítica del siglo XX”, decidió anexar la península, y de eso ya hace 10 años. La suerte jugó a su favor: no fue arrestado. “¿Tendremos que salir? ¿Habrá más censura para los periodistas?”, se preguntó a sí mismo, también a sus amigos, y más pronto que tarde encontró la respuesta: “No tengo planes de volver a Rusia. Todavía tengo familia allá, pero no quiero tomar riesgos, ni siquiera por ir de visita”.
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El centro de Moscú fue el punto de encuentro. Allí, donde cerca de mil personas fueron detenidas en un solo día, cuando otras tantas fueron arrestadas en media centena de ciudades rusas, Viacheslav Dvornikov fue a protestar contra la guerra, que apenas se iniciaba. Lo hizo como muchos otros: entre amigos, aun cuando tuvo que correr y escabullirse entre policías, en medio de pensamientos que lo llevaron a Ucrania y a su gente, a las reflexiones de cuando vivió en ese país, que justo fue cuando Vladimir Putin, que se refirió a Crimea como “la mayor catástrofe geopolítica del siglo XX”, decidió anexar la península, y de eso ya hace 10 años. La suerte jugó a su favor: no fue arrestado. “¿Tendremos que salir? ¿Habrá más censura para los periodistas?”, se preguntó a sí mismo, también a sus amigos, y más pronto que tarde encontró la respuesta: “No tengo planes de volver a Rusia. Todavía tengo familia allá, pero no quiero tomar riesgos, ni siquiera por ir de visita”.
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De su país, en el que San Petersburgo lo vio crecer y partir hacia otros lugares, como Estados Unidos y tierras europeas, salió en marzo de 2022 sin un boleto de regreso. Como él, Aleksandra Manakina se exilió. Primero llegó a Armenia, luego a Georgia. Protestar a lo largo de una semana y ser arrestada por ello, como también les pasó a 13 personas a su alrededor, le costó su libertad, al menos por un día. Ahí no paró: a plena luz del sol, sin cubrir su rostro, colgó letreros a favor de Kiev, en contra de la invasión a gran escala que recién se iniciaba. A su paso veía gente que tomaba café o vino. “Paren la guerra en Ucrania”, gritaba a la par con otros. Su vida cambió el 24 de febrero de 2022: “Tuve que mudarme a otro país. Perdí mi trabajo, mi dinero, el contacto con mis amigos. Perdí mi hogar y mi sensación de seguridad. Ya no tengo un lugar al cual regresar, pero entiendo que soy privilegiada: mi vida es difícil, pero para los ucranianos lo es más”.
Ya no tiene fe en la humanidad, ya no confía en un mundo que, ante sus ojos, mata y destruye, en el que, ante las acciones de su país y de sus líderes, “no pasa nada”, que muestra que se podría hacer lo mismo en otros lugares del planeta. Quizás eso es uno de sus mayores temores, más cuando en sus manos no está acabar la guerra, aunque, como varios, está cansada de ella: “Tenemos que escucharnos entre nosotros para tratar de buscar otras formas de construir países y regímenes políticos, porque lo que tenemos hoy no funciona. Está mal. Tenemos que imaginarnos algo nuevo”. No sabe si las sanciones económicas contra Rusia fueron una buena decisión. No tiene una opinión clara sobre ello, solo sabe que ve a su mamá una vez al año, que le duele que está envejeciendo y casi no comparte tiempo con ella, que su mamá paga tres veces más de lo usual por queso, huevos y leche, por lo básico en la alacena. A sus 28 años no encuentra cómo planear lo que hará mañana. No sabe. No encuentra forma alguna.
Ese fue el inicio de la peor página en la historia de Rusia, al menos para Elena Koneva. Ella, que nació en los tiempos de la Unión Soviética, hoy se dedica a hacer estudios de intención de voto, publicados en ExtremeScan. A pesar de haberse retirado, retomó el trabajo, uno que le demanda 12 horas diarias frente al computador, uno que le ha permitido entender que el 83 % de quienes respaldan la “operación militar especial” en Ucrania, como llama el Kremlin la guerra, apoya a Vladimir Putin y a su nuevo intento por seguir siendo presidente. Es como si en Rusia existieran tres Rusias distintas: un 26 % que respalda las acciones militares contra Kiev, una proporción similar que no lo hace y otra que no lo tiene tan claro, o lo esconde. De lo que no tiene duda es de que, en las elecciones de marzo, una nueva victoria de Putin es inevitable y, a la vez, que la narrativa en contra de la guerra también está siendo protagonista: “Boris Nadezhdin usó el deseo y las esperanzas de algunos, hizo un estilo de catarsis. Eso es imposible de quitar. Sí, él está descalificado, pero no pueden descalificar sus creencias”.
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Como ella, que cuando ve a su nieta y explora su faceta de abuela olvida lo que está pasando, pero que a los pocos segundos la recuerda y se dice a sí misma que su vida la dedicará a aportar lo que esté en sus manos para que la guerra acabe, Jorge Zabala vivió en territorio soviético. Ahora lo hace en tierra rusa. Desde Tunja, Boyacá, cruzó parte del planeta para estudiar música en Leningrado, ahora San Petersburgo, para formarse en los mismos espacios que alguna vez lo hicieron personajes de la talla de Piotr Ilich Chaikovski, un peso que siempre sintió sobre sus hombros. La música lo acompaña desde pequeño, desde que su papá melómano le presentó a Shostakóvich y Rimski-Kórsakov. Lo acompaña desde que, a su parecer, la caída de la Unión Soviética marcó la degradación de la sociedad. Entonces decidió volver a Colombia para recorrer Leticia, Cauca y Nariño. Lo acompaña en la escuela que ahora tiene para también impartir cursos de español en tierra rusa.
Razones personales lo llevaron a radicarse de nuevo en San Petersburgo, la tranquilidad y seguridad, entre otras: “Se puede vivir bien y tranquilamente. Eso no se ha perdido. Con la ‘operación militar especial’, claro, estamos en un momento difícil, pero desabastecimiento, subidas de precio o falta de energía, no. No ha pasado nada de eso”. Recuerda que los primeros días de la invasión rusa respiraba miedo a su alrededor, que, de un momento a otro, los hombres que tomaban clases en su escuela dejaron de asistir. Los asustó la movilización y las aulas las empezaron a ocupar solo mujeres. Pensó en sacar a su hijo del país. Se arrepintió. No lo hizo. Hace poco estuvo de viaje en Europa Occidental, por Italia y Francia. Habló ruso por las calles, pero no pudo acceder a los canales de información como Sputnik: “Antes la cortina de hierro era de la Unión Soviética para allá, ahora es de Occidente para acá”.
Daniel, su hijo, al año y medio de nacido llegó a vivir a Colombia. Desde bachillerato supo que regresaría al país que lo vio nacer para formar su vida allí. El ruso es el idioma que sabe desde que tiene memoria y el cual habla con más fluidez que el español, pues se le olvida alguna que otra palabra en castellano. Su mamá, rusa, le enseñó el alfabeto cirílico. Ahora, desde la sala de su casa, dice que los primeros meses tras la entrada de las tropas rusas a Ucrania fueron difíciles: los pagos por Apple Pay, por ejemplo, dejaron de ser posibles y las tarjetas de crédito colombianas de sus papás fueron bloqueadas. Rememora que el rublo se fortaleció y que los países aliados de Moscú empezaron a hacer transacciones más allá del dólar. Como su papá, cree que es iluso pensar que las sanciones acabarían con Rusia o que Estados Unidos y Europa son los únicos en el mundo. Starbucks, McDonald’s y Ford ya no están en suelo ruso, pero Moscú sigue en pie.
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Los dos, padre e hijo, esperan que Putin gane en marzo. Los dos piensan que Putin hace que el país funcione, que es una persona con carisma, que es un líder fuerte. Los dos, padre e hijo, creen que la firma de la paz pudo haberse dado en los diálogos de Turquía, en las primeras semanas de los enfrentamientos, y que no deben morir más personas, ni ucranianos ni rusos. Los dos, padre e hijo, creen que Kiev está poniendo los muertos en una guerra que va más allá de los intereses que pueda tener la misma Ucrania, que esta guerra no se formó de un día para otro, que debe acabar lo más pronto posible. Los dos, padre e hijo, creen que los países deben parar de enviar armas a Ucrania, que esto se debe arreglar entre rusos y ucranianos, sin nadie más, y que la industria armamentística de Occidente contribuyó, en gran medida, a alcanzar el nivel de enfrentamiento de hoy.
“Para no ir más atrás, la historia empieza en 2014 con el Euromaidán. Ahí se vio una represión contra los rusoparlantes”, dice Jorge. “Los bombardeos vienen desde entonces. Eso fue una barbarie. Antes de que empezara lo que estamos viendo hoy, los países de Europa y la OTAN llenaron de armas a Ucrania. Se veía venir, aunque siempre tuve la esperanza de que fuera solo una provocación. La gota que rebasó la copa fue que Zelenski afirmara que Kiev iba a entrar a la OTAN. Esta no fue una invasión, sino una colaboración a las regiones de Donestk y Lugansk que le pidieron a Rusia entrar”.
Mientras, otros, como Dvornikov y Manakina, más allá de despreciar a Putin como persona, de creer que no debería ser presidente de Rusia o de ningún otro país, insisten en que Ucrania debe seguir recibiendo la ayuda de sus aliados, que eso es lo que les ha permitido a los ucranianos sobrevivir hasta ahora, y que un espaldarazo importante sería la aceptación de Kiev en la Unión Europea y la OTAN, que eso sería una señal para el Kremlin. Otros, como Koneva, creen que Putin tiene dos guerras a la par, una contra Ucrania, otra contra su propia población, y que puede que Rusia se esté acostumbrando a la guerra, a algo que, al parecer, se puede estar convirtiendo en rutina.
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