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El cacerolazo en Barcelona (España) se convirtió en un ritual. Todos los días, sin falta, a las diez de la noche, algunas personas salen a sus balcones con ollas y cucharones para llenar las calles de ruido. Algunos arengan. Quienes están en los carros apoyan la algarabía con sus bocinas. La bulla retumba en todas las esquinas. Después de 15 minutos vuelve a reinar el silencio y las personas retoman sus actividades: ver televisión, ir a la cama, lavar los platos.
Los responsables de esta y otras manifestaciones son ciudadanos y políticos catalanes que le exigen al gobierno español llevar a cabo hoy el Referéndum 1-Octubre, que tiene como objetivo preguntarle a la comunidad autónoma de Cataluña si quiere ser “un Estado independiente en forma de República”.
El debate se ha convertido en el eje central del día a día. En las ciudades más importantes, Barcelona, Tarragona, Lérida y Gerona, no se habla de otro asunto. En los cafés, los bares, los salones de las universidades y en los puestos de trabajo siempre está sobre la mesa la discusión, sobre todo la importancia de votar para saber a ciencia a cierta qué quiere el pueblo. Eso sí, en las calles predomina la voz de quienes quieren independizarse y casi no se siente la de aquellos que quieren hacer parte de España.
Si bien no es una discusión nueva para ellos, pues según historiadores este deseo de independencia nació hace más de dos siglos, este es el momento en el que ha tenido más relevancia, pues las autoridades de Cataluña, en cabeza de Carles Puigdemont, presidente de la Generalitat, decidieron aprobar este mecanismo por medio de leyes locales y con el rechazo del gobierno central y el Tribunal Constitucional.
Desde Madrid, Mariano Rajoy, presidente del gobierno de España, insiste en que es un referendo inconstitucional y que atenta contra las leyes españolas. Ha hecho todo lo que está a su alcance para detenerlo: envió a las autoridades españolas a Cataluña, decomisó papeletas de votación, cerró las páginas web de los independentistas, detuvo a 14 funcionarios catalanes y hasta disolvió el organismo de supervisión electoral del referendo. Ahora ordenó a la policía sellar los centros que deben servir como colegios electorales y vigilarlos hasta el domingo por la noche.
Pero en Barcelona hacen caso omiso. Quienes defienden el referéndum aseguran que desde hace más de siete años han intentado pronunciarse sobre el deseo de ser autónomos y sólo han recibido portazos en sus caras. Decidieron, entonces, organizarse y han hecho todo lo que está a su alcance para imprimir los papeles de votación, organizar las listas, decirles a los ciudadanos dónde pueden votar. Están por todas partes repartiendo papeles, explicándole a la gente cómo puede participar. Y si se tropiezan con turistas, exponen sus argumentos. Muchos son conscientes de que es un referendo ilegal, pues no será reconocido por el gobierno español y ha tenido decenas de trabas, y otros afirman que es suficiente con que sea legítimo para los ciudadanos. Lo cierto es que a esta altura nadie da su brazo a torcer y la disputa política llegó a su límite.
La lucha por el voto
La tensión se evidencia en el paisaje. En casi todos los edificios hay balcones adornados con la bandera de Cataluña o pancartas de colores con un “Sí”. En el metro y en varios restaurantes hay carteleras que apoyan, no sólo el referendo, sino también la opción de independizarse.
La campaña del referéndum ha sido intensa. Se siente la festividad de un día de votación. En los últimos diez días se han realizado, por lo menos, tres manifestaciones masivas y es frecuente encontrar personas que visten alguna prenda alusiva al 1º de octubre. Por ejemplo, la semana pasada, en Plaza Cataluña, uno de los lugares más emblemáticos de la ciudad, se concentraron más de 40.000 personas.
A diferencia de otros episodios similares, como el Brexit, en Inglaterra, donde eran los jóvenes quienes defendían la permanencia en la Unión Europea, en Barcelona el clamor permea todas las generaciones. Ancianos, jóvenes y hasta niños salen pacíficamente a marchar. Cantan, bailan y gritan en catalán, como una forma de reivindicar su cultura y tradición.
Dentro de la protesta, los matices son protagonistas. Están los catalanes independentistas, como Antonio Batalla, quien está convencido de que “Cataluña es esclava de España” y por eso es necesaria una emancipación. Dice estar cansado de tener que seguir órdenes de un gobierno corrupto que no tiene idea de la realidad de su comunidad autónoma y que es momento de que ellos tomen sus propias decisiones.
Unos pasos más adelante, junto con su familia, está Yolanda, quien prefiere no revelar su apellido. Su argumento es económico: “Estamos agotados de dar el 20 % del Producto Interno Bruto (PIB) del país y que no tengamos servicios de calidad ni beneficios”. Rechaza que Cataluña sea una de las zonas más prósperas de España y, a pesar de eso, el gobierno no destine suficiente dinero de acuerdo con sus necesidades. “Somos millones de personas manifestando. Hay un problema grave y desde Madrid se hacen los ciegos. Ya no nos importa que nos echen de Europa. Nos queremos ir y deseamos tener una república para poder gestionar nuestros impuestos. Recibimos poco y damos mucho”.
En eso está de acuerdo Xavi Romagosa, un joven universitario que considera que España está muy atrasada y estancada por culpa de una crisis económica que no han podido superar y que ha perjudicado a Cataluña. “Somos un pueblo innovador, muy próspero, y necesitamos impulsarnos ahora, antes de hundirnos con España”, cuenta mientras agita banderas.
La fiesta se prende. Resuenan tamboras, se escuchan canciones catalanas. Las personas caminan sonrientes, orgullosas de ser una comunidad unida, de tener una identidad tan marcada. No en vano, otro argumento que ha calado, principalmente en el movimiento independentista, es la conservación de su cultura. Monserrat, una mujer de 60 años, está con su esposo en la manifestación desde hace tres horas. Grita, baila, aplaude. Es dulce y explica con claridad que existe un resentimiento de décadas y, como consecuencia de eso, la mitad de los catalanes no se identifican con España y sus costumbres. “Desde que tengo uso de razón nunca he querido pertenecer a ese país. Y la razón es que Cataluña siempre ha sido oprimida e ignorada”.
Habla desde sus recuerdos. Describe cómo en la dictadura franquista no podían hablar catalán y tuvieron que conservar su idioma en sus casas, escondidos, como si fueran delincuentes, pues estaba prohibido. “Eso pasó hace mucho tiempo, pero hoy pesa, porque sentimos que no nos tratan igual. Una vez pasó con el idioma, pero ahora ocurre con nuestro derecho de elegir la forma de ser gobernados. A ellos no les gusta que nosotros nos apropiemos tanto de nuestra identidad”.
La última marcha masiva fue el jueves. Miles de estudiantes se tomaron la Plaza Universitat, pero no para respaldar la independencia, sino para exigir el derecho a votar y la libertad de expresión. A este movimiento se llama “soberanista”. Así lo explica Vanesa Soro, quien agita su pancarta para rechazar lo que ella llama “las acciones represivas del gobierno español”: “Rebatimos que no nos permitan elegir, con el argumento de que es un referéndum ilegal porque no está avalado por la Constitución. Lo que preocupa es que ni siquiera haya una negociación. Las cosas no son inamovibles. Todo se puede transformar. Cuando el País Vasco quiso independizarse, ellos los escucharon porque utilizaron la violencia. Nos parece inverosímil que nosotros, que hemos sido pacifistas, no tengamos su atención”.
Soro afirma con vehemencia que “el mayor promotor de las manifestaciones, e incluso del independentismo, ha sido el gobierno español”, por no intentar solucionar una problemática con el diálogo. Eso no quiere decir que la voz de protesta subirá de tono. Está segura de que el pueblo catalán no permitirá la violencia en las marchas ni el día de la votación. De hecho, hay una orden de que, en caso de agresión policial, todos deben tirarse al suelo y permanecer quietos. “Si esto se vuelve violento, pierde legitimidad y eso no lo queremos. Vamos a demostrarle al mundo que habla la democracia”.
Víctor Climent, jefe de departamento de sociología de la Universitat de Barcelona, explica que para entender este inconformismo y ese sentimiento de sentirse “ninguneados” es necesario volver a 2005, cuando se firmó un estatuto entre Cataluña y el entonces presidente, José Luis Rodríguez Zapatero, en el que se le otorgaba a esta comunidad más capacidad de autogobierno.
“El Estatuto se aprobó legalmente en el Congreso, en el Parlamento de Cataluña y en la ciudadanía. El problema llegó después, cuando el Partido Popular (PP) hizo una recolección de tres millones de firmas ante el Congreso para rechazar el Estatuto. Para resumir la historia, en 2010, el Tribunal Constitucional tumbó 15 artículos, de tal manera que la iniciativa quedó desnaturalizada. Después de eso, los catalanes sintieron que incluso por la vía legal era imposible lograr un acuerdo”.
Para Climent, si se suman los ingredientes de la falta de identidad cultural, los agravios económicos y el rechazo a las iniciativas políticas, el resultado es un coctel explosivo que colmó la paciencia catalana: “Es impresionante cómo ha cambiado el panorama. A principios de este siglo, sólo el 25 % apoyaba la independencia. Actualmente rozan un 50 %. La gente sale a las calles por un asunto de dignidad, de desesperación”. Por eso, según el académico, la discusión ya no se puede limitar a la legalidad del referéndum, sino a qué hacer con un gobierno que ha dejado de ser aceptado por una parte importante de la ciudadanía española.
Unionistas e indecisos
En Barcelona se siente la misma tensión que en su momento se vivió en Colombia con el plebiscito de la paz. Acá, los independentistas plantean con seguridad sus argumentos, mientras que los indecisos o quienes están en contra prefieren guardar silencio, aun cuando las marchas y las discusiones han sido pacíficas.
Se atreven a decirlo en sus casas o con sus amigos, pero no discuten en el espacio público. Incluso, hasta ahora no hay un movimiento consolidado de “unionistas”, es decir, quienes prefieren permanecer en España. Eso se debe, en parte, agrega Climent, a que no quisieran validar el referéndum ni los postulados independentista. Salir a votar es legitimarlo.
Tampoco se expresan los “indecisos”, es decir, aquellos que “no se quieren ir del país pero tampoco quieren que se impongan todas sus normas”. Según el investigador, en este grupo hay un temor de ser señalados. Y eso lo corrobora Irene López, una ciudadana que denuncia que hay un estigma para las personas que opinan diferente: “Te dejan hablar, pero te miran raro. Hay un reproche implícito”.
López señala que no quiere que Cataluña sea independiente porque cree que la corrupción de España también está en el territorio catalán. El verdadero problema, según ella, es que la ciudadanía no se siente identificada con sus líderes y sus decisiones. “En este momento, creo que la solución no es independizarnos. Pero también considero que tenemos el derecho a votar y sentarnos a discutir sobre nuestro futuro. Se puede llegar a un acuerdo. Es verdad que nos quitan mucho y nos dan poco, pero creo que irnos no solucionará nada, más allá de aislarnos. La Unión Europea nos daría la espalda, por ejemplo”.
Algunos escritores y artistas catalanes, como Eduardo Mendoza y Joan Manuel Serrat, han rechazado el referéndum públicamente. Aseguran que este proceso ha sido descarrilado y va en contra del Estado de derecho, pues no apelarán a la mayoría de la ciudadanía, no es vinculante, no hay información clara de cómo se realizará, no está regido por la Constitución española y está convocado por personas parcializadas, según comentaron en el diario El País.
A Carlos Arriaga, un madrileño que está de visita en Barcelona, le preocupa la carga populista de los movimientos independentistas que azuzan a las personas, pero no les informan las verdaderas consecuencias de independizarse: “No sólo se trata de un asunto económico y político, sino también de redes de familias. Esto puede desencadenar un conflicto político muy grave”.
De acuerdo con una encuesta de Invimark, el 52 % de los catalanes está a favor de la celebración de un referéndum de independencia este domingo, 43,5 % está en contra y el 4,3 % no sabe o no contesta. Cuando se pregunta al encuestado si es independentista, el 39,2 % responde que sí, el 54,5 % responde que no y el 6,3 % no sabe o no contesta.
Hoy Barcelona amanece ansiosa. Los ciudadanos esperan que la respuesta de las autoridades no sea la represión. Pero el panorama no pinta bien: el gobierno central reitera que no permitirá que los ciudadanos voten y los independentistas alegan que desistir es renunciar a la democracia. Para la mayoría, este es sólo el comienzo de una historia en la que hay mucha tela por cortar. En algo concuerdan todos los grupos: no quieren violencia y lo ideal sería una negociación para que a futuro exista un referendo legal, que funcione como base para una transición política.