Muchos ucranianos mayores quieren quedarse en el país, haya o no guerra
Algunos simplemente prefieren estar en casa, sean cuales sean los peligros, antes que tener que enfrentar dificultades en un lugar desconocido entre extraños. Otros carecen de medios económicos para marcharse y empezar de nuevo.
Lynsey Addario y Megan Specia | The New York Times
Se sientan solos o en pareja en casas medio destruidas. Se refugian en sótanos mohosos marcados con tiza que dice “gente bajo tierra”, un mensaje para los soldados que estén luchando ese día. Se aventuran a visitar cementerios y rememorar cualquier otro tiempo que no sea el actual.
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Se sientan solos o en pareja en casas medio destruidas. Se refugian en sótanos mohosos marcados con tiza que dice “gente bajo tierra”, un mensaje para los soldados que estén luchando ese día. Se aventuran a visitar cementerios y rememorar cualquier otro tiempo que no sea el actual.
Los ancianos ucranianos a menudo son los únicos que permanecen a lo largo de los cientos de kilómetros del frente de batalla en el país. Algunos han esperado toda su vida para disfrutar de sus últimos años, pero se han quedado en el purgatorio de la soledad.
Las casas construidas con sus propias manos son ahora paredes derruidas y ventanas reventadas, con fotografías enmarcadas de seres queridos que viven lejos. Algunos ya enterraron a sus hijos, y su único deseo es permanecer cerca para que los entierren junto a ellos.
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Pero no siempre resulta así. “He sobrevivido a dos guerras”, comentó Iraida Kurylo, de 83 años, a quien le tiemblan las manos al recordar los gritos de su madre cuando mataron a su padre en la Segunda Guerra Mundial.
Estaba tumbada en una camilla en el pueblo de Kupiansk-Vuzlovyi, con la cadera rota por una caída. Había llegado la Cruz Roja. Kurylo se iba de casa.
Casi dos años después de la invasión rusa a gran escala en Ucrania, con la guerra a la puerta de sus casas, las personas mayores que se han quedado en el país argumentan razones diversas para su decisión. Algunos simplemente prefieren estar en casa, sean cuales sean los peligros, antes que tener que enfrentar dificultades en un lugar desconocido entre extraños. Otros carecen de medios económicos para marcharse y empezar de nuevo.
Sus cheques de pensión siguen llegando puntuales, a pesar de los meses de guerra. Y han ideado sistemas de supervivencia mientras aguardan y esperan vivir lo suficiente para ver el final de la guerra.
Las conexiones virtuales pueden ser a menudo el único vínculo con el mundo exterior.
Un día de septiembre, en una clínica móvil a casi cinco kilómetros de las posiciones rusas, Svitlana Tsoy, de 65 años, se sometía a una revisión médica a distancia con un estudiante de Medicina de la Universidad de Stanford, en California, y hablaba de las penurias de la guerra.
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Tsoy y su madre, Liudmyla, de 89 años, llevan casi dos años viviendo en un sótano de Síversk, en la región oriental de Donetsk, con otras veinte personas. No hay agua corriente ni inodoros. Aun así, se resisten a marcharse. “Es mejor soportar las incomodidades aquí que entre extraños”, afirmó Tsoy.
Halyna Bezsmertna, de 57 años, que también se encontraba en la clínica —se había fracturado un tobillo al lanzarse al agua para protegerse de los disparos de mortero— tenía otra razón para permanecer en Síversk. “Le prometí a una persona muy querida que no la dejaría sola”, aseguró. En 2021, su nieto murió y lo enterraron cerca de allí. “No podré pedirle perdón si no cumplo mi palabra”, señaló Bezsmertna.
Muchos de los que deciden evacuar acaban dándose cuenta de que han abandonado no solo un hogar, sino toda una vida.
En Druzhkivka, una ciudad oriental cercana al frente de batalla pero que se encuentra bajo el firme control de las fuerzas ucranianas, Liudmyla Tsyban, de 69 años, y su marido, Yurii Tsyban, de 70, se refugiaban en una iglesia en septiembre y hablaban de la casa que dejaron atrás en Makíyivka, una ciudad cercana que se había visto asolada por los combates.
Allí tenían una casa preciosa en un pueblo cerca del río y un barco, recordaban mientras hojeaban fotografías. Y tenían un auto.
“Imaginábamos que nos jubilaríamos y viajaríamos en él con nuestros nietos”, relató Yurii Tsyban. “Pero el auto fue destruido por la explosión de un obús”.
En agosto, la residencia de ancianos Santa Natalia de Zaporiyia acogía a casi cien personas mayores, muchas de las cuales padecen demencia y necesitan atención las 24 horas del día. Las enfermeras dicen que, cuando oyen explosiones, a veces les dicen a esos pacientes que son truenos o el ruido de un auto para que no se alteren.
Anna Yermolenko, de 70 años, era reacia a abandonar su casa cerca de Marinka. Pero a medida que se acercaban las explosiones, supo que no tenía elección, y desde el verano vive en un refugio en el centro de Ucrania. Sus vecinos se pusieron en contacto con ella para decirle que su casa seguía en pie.
“Están cuidando de mi perro, y les pedí que cuiden también de mi casa”, aseguró. “Rezo para que después de la guerra podamos ir de visita”.
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Pero eso fue en agosto. Marinka, a unos diez kilómetros de distancia, ha quedado casi demolida por los combates, y este mes, aumentaban las pruebas de que las fuerzas rusas habían tomado el control de la ciudad o de lo que quedaba de ella.
No solo los ataques con misiles y los bombardeos han destruido viviendas en Ucrania. En junio, cuando, a orillas del río Dniéper, la presa de Kajovka reventó, con indicios de que Rusia la había hecho explotar desde dentro, las aguas se precipitaron sobre las aldeas cercanas.
Varios meses después, Vira Ilyina, de 67 años, y Mykola Ilyin, de 72, examinaban los daños de su casa inundada en la región de Nicolaiev y recogían las pocas pertenencias que podían salvar.
“Algunas paredes se vinieron abajo y no pudimos salvar ningún mueble”, explicó Ilyina. “¡Este es el regalo que recibimos por nuestra vejez!”.
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