Protestas en Francia: “Lo que está en juego es la forma que toma la cohesión social”
En este caos urbano, también está el esbozo de un mundo nuevo.
Michel Maffesoli | Profesor emérito en La Sorbona
Desde luego, los recientes disturbios que sacudieron a la capital francesa y a muchas ciudades suburbanas y de provincia pueden interpretarse en términos convencionales, como producto de una revuelta de los pobres contra los ricos, como un rechazo de las desigualdades, como un desafío de la autoridad o como el efecto deletéreo de las redes sociales.
Las interpretaciones habituales no faltan. Citemos, por ejemplo, la habitual antífona de la sociología de la pobreza culpando de todo a las desigualdades y haciendo de los jóvenes amotinados unas puras víctimas, o la explicación de los desórdenes por la inmigración masiva y la incapacidad paterna de los habitantes de los suburbios, sin mencionar la influencia nefasta del Islam, las redes sociales, etc.
Sin embargo, para comprender estos levantamientos, debemos tomarnos en serio el cambio de época: el paso del ideal democrático a lo que he llamado el “ideal comunitario”. No se trata de un simple cambio de gobierno o de régimen. Lo que está en juego es la forma que toma la cohesión social en nuestra sociedad, en las sociedades occidentales en general.
Durante muchos años, ha sido inexistente una representación compartida de la sociedad entre las élites, los que tienen el poder de decir y hacer, y el pueblo, en su sentido más amplio.
Claramente hay una crisis de representación. Nuestras élites políticas, tecnocráticas, intelectuales y mediáticas, ya no son representativas. Ya no hay congruencia entre quienes ejercen el poder y aquellos en cuyo nombre se supone que se ejerce. El poder de las élites ya no se realiza en nombre de un poder delegado por el pueblo sino solo a través de la violencia, concebida como la única legítima. Constantemente escuchamos este adagio de que el poder (falsamente llamado poder público, porque ya no está sustentado por el poder popular) tiene el monopolio de la “violencia legítima”. La negativa a detener el carro se establece así como un delito punible con la muerte, sin necesidad de demostrar la comisión de un delito o de un crimen. No importa que más de un millón de franceses conducen sin licencia o sin seguro y es probable que intenten eludir los controles, ¡sin mencionar a los que toman atajos para escapar de los controles de alcoholemia!
El poder ya no está en congruencia con la potencia. El poder es instituido, la potencia es instituyente. Cuando hay discrepancia entre poder y potencia, el poder se vuelve totalitario. Persigue los intereses de quienes lo ejercen, de una pequeña casta, sin arraigo en el “país real”. La ley ya no es lo que protege contra el ejercicio totalitario del poder sino una regla impuesta desde arriba. Como el poder ya no tiene autoridad, se impone.
Cuando los adolescentes incendian sus escuelas, sus bibliotecas, los carros de sus padres, los negocios, es decir, todos los lugares de intercambio de bienes, palabras y afectos, ya no están en el juego de la expresión política, ni en la reivindicación, ni siquiera en el consumo (aunque aprovechen para robar algunos objetos de marca emblemáticos de los ricos). Se trata levantamientos de una naturaleza completamente diferente a los levantamientos políticos que se dieron en la modernidad.
En cuanto a los disturbios de julio de 2023, por supuesto que están claramente dirigidos contra ese monopolio de la “violencia legítima”, contra esta “ubris” de un estado policial. “Ubris” porque la policía ciertamente aterroriza a los jóvenes manifestantes y a los delincuentes, pero también asusta a los hombres en el poder. La reacción de algunos sindicatos policiales, “consternados por la acusación de la fiscalía que puso en prisión preventiva al agente que mató a Nahel”, quejándose de “injerencia de las autoridades en el proceso judicial”, es indicativa del caos institucional en el que viven este país.
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Pero volvamos por un momento a las interpretaciones más habituales de los últimos disturbios.
La derecha atribuye, como suele ocurrir, la mayor parte de los males que sufre la sociedad a “demasiada inmigración”. Amalgaman el sentimiento de horror que se apodera de cada transeúnte frente a la exhibición, en las aceras de los centros de las ciudades, de la miseria del mundo, y el sentimiento de abandono diario que embarga a quienes, día tras día, se cruzan con gente que no conocen y que no los saludan.
Pero las explicaciones de “disculpa” de la izquierda benévola no son más convincentes. Apegados esencialmente a precisar los determinantes socioeconómicos del comportamiento, los sociólogos de la pobreza solo se interesan por los agitadores como un conjunto de individuos cuyas características son siempre degradantes: un bajo nivel educativo, mínimos ingresos legales, una relación inestable con el trabajo. La violencia de los agitadores es vista como una falta que debe ser excusada y no como la manifestación de una potencia que lucha por encontrar su forma.
Precisemos algunas características de estas tribus rebeldes: al comienzo de los disturbios, cada vez con mayor frecuencia, se produce la muerte de un miembro de la tribu, asesinado mientras intentaba huir de la policía; entonces, las tribus responden a esta “agresión” reuniéndose en lugares públicos de los que se apropian, en particular mediante el fuego. Por último, romper vidrios para saquear diversos objetos, en particular los de marca, obedece más a una pulsión “consumadora” que de consumo: es el objeto tótem del que todos se apropian en un caos destructivo que nada tiene del comportamiento regulado por la “mano invisible”.
Como se ha dicho muchas veces desde Platón, la teatrocracia política marca el fin de la democracia. Todo es comunicación, elementos de lenguaje, juego de roles. Haciéndose eco de esto, nuestros jóvenes, alimentados con imágenes, tanto de redes sociales como de videojuegos, buscan identificarse con todo tipo de superhéroes.
Hay, pues, en este caos urbano, el esbozo de un mundo nuevo. Un mundo en el que lo que crea un vínculo social, lo que une a los hombres, es la pasión, la comunión afectiva. Un nuevo mundo profundamente iconófilo, en el que lo Real no se reduce a un principio de realidad racionalista, sino que se carga de imágenes, sueños y fantasmagorías diversas.
Estamos ante una tarea ardua: la de formalizar un orden de cosas que nos permita construir una Res publica sustentada no en la exclusión del tercero, en la reducción al Uno, sino en la convivencia lo menos conflictiva posible de varias comunidades. Nuestras élites en el poder, de izquierda y de derecha, están tratando en vano de asimilar, integrar, igualar a los diversos individuos entre sí. Pero no logran advertir que se está instalando una nueva organización social, construida sobre solidaridades locales y no sobre derechos individuales nacionalizados y cada vez más abstractos.
La nostalgia de lo sagrado, el retorno de lo espiritual, es un camino destinado a domesticar la violencia de los destinos individuales y que conduce a un orden comunitario. Recordemos aquí una antigua sentencia: ordo ab chao! (orden desde el caos).
*Traducción de Pablo Cuartas
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Desde luego, los recientes disturbios que sacudieron a la capital francesa y a muchas ciudades suburbanas y de provincia pueden interpretarse en términos convencionales, como producto de una revuelta de los pobres contra los ricos, como un rechazo de las desigualdades, como un desafío de la autoridad o como el efecto deletéreo de las redes sociales.
Las interpretaciones habituales no faltan. Citemos, por ejemplo, la habitual antífona de la sociología de la pobreza culpando de todo a las desigualdades y haciendo de los jóvenes amotinados unas puras víctimas, o la explicación de los desórdenes por la inmigración masiva y la incapacidad paterna de los habitantes de los suburbios, sin mencionar la influencia nefasta del Islam, las redes sociales, etc.
Sin embargo, para comprender estos levantamientos, debemos tomarnos en serio el cambio de época: el paso del ideal democrático a lo que he llamado el “ideal comunitario”. No se trata de un simple cambio de gobierno o de régimen. Lo que está en juego es la forma que toma la cohesión social en nuestra sociedad, en las sociedades occidentales en general.
Durante muchos años, ha sido inexistente una representación compartida de la sociedad entre las élites, los que tienen el poder de decir y hacer, y el pueblo, en su sentido más amplio.
Claramente hay una crisis de representación. Nuestras élites políticas, tecnocráticas, intelectuales y mediáticas, ya no son representativas. Ya no hay congruencia entre quienes ejercen el poder y aquellos en cuyo nombre se supone que se ejerce. El poder de las élites ya no se realiza en nombre de un poder delegado por el pueblo sino solo a través de la violencia, concebida como la única legítima. Constantemente escuchamos este adagio de que el poder (falsamente llamado poder público, porque ya no está sustentado por el poder popular) tiene el monopolio de la “violencia legítima”. La negativa a detener el carro se establece así como un delito punible con la muerte, sin necesidad de demostrar la comisión de un delito o de un crimen. No importa que más de un millón de franceses conducen sin licencia o sin seguro y es probable que intenten eludir los controles, ¡sin mencionar a los que toman atajos para escapar de los controles de alcoholemia!
El poder ya no está en congruencia con la potencia. El poder es instituido, la potencia es instituyente. Cuando hay discrepancia entre poder y potencia, el poder se vuelve totalitario. Persigue los intereses de quienes lo ejercen, de una pequeña casta, sin arraigo en el “país real”. La ley ya no es lo que protege contra el ejercicio totalitario del poder sino una regla impuesta desde arriba. Como el poder ya no tiene autoridad, se impone.
Cuando los adolescentes incendian sus escuelas, sus bibliotecas, los carros de sus padres, los negocios, es decir, todos los lugares de intercambio de bienes, palabras y afectos, ya no están en el juego de la expresión política, ni en la reivindicación, ni siquiera en el consumo (aunque aprovechen para robar algunos objetos de marca emblemáticos de los ricos). Se trata levantamientos de una naturaleza completamente diferente a los levantamientos políticos que se dieron en la modernidad.
En cuanto a los disturbios de julio de 2023, por supuesto que están claramente dirigidos contra ese monopolio de la “violencia legítima”, contra esta “ubris” de un estado policial. “Ubris” porque la policía ciertamente aterroriza a los jóvenes manifestantes y a los delincuentes, pero también asusta a los hombres en el poder. La reacción de algunos sindicatos policiales, “consternados por la acusación de la fiscalía que puso en prisión preventiva al agente que mató a Nahel”, quejándose de “injerencia de las autoridades en el proceso judicial”, es indicativa del caos institucional en el que viven este país.
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La derecha atribuye, como suele ocurrir, la mayor parte de los males que sufre la sociedad a “demasiada inmigración”. Amalgaman el sentimiento de horror que se apodera de cada transeúnte frente a la exhibición, en las aceras de los centros de las ciudades, de la miseria del mundo, y el sentimiento de abandono diario que embarga a quienes, día tras día, se cruzan con gente que no conocen y que no los saludan.
Pero las explicaciones de “disculpa” de la izquierda benévola no son más convincentes. Apegados esencialmente a precisar los determinantes socioeconómicos del comportamiento, los sociólogos de la pobreza solo se interesan por los agitadores como un conjunto de individuos cuyas características son siempre degradantes: un bajo nivel educativo, mínimos ingresos legales, una relación inestable con el trabajo. La violencia de los agitadores es vista como una falta que debe ser excusada y no como la manifestación de una potencia que lucha por encontrar su forma.
Precisemos algunas características de estas tribus rebeldes: al comienzo de los disturbios, cada vez con mayor frecuencia, se produce la muerte de un miembro de la tribu, asesinado mientras intentaba huir de la policía; entonces, las tribus responden a esta “agresión” reuniéndose en lugares públicos de los que se apropian, en particular mediante el fuego. Por último, romper vidrios para saquear diversos objetos, en particular los de marca, obedece más a una pulsión “consumadora” que de consumo: es el objeto tótem del que todos se apropian en un caos destructivo que nada tiene del comportamiento regulado por la “mano invisible”.
Como se ha dicho muchas veces desde Platón, la teatrocracia política marca el fin de la democracia. Todo es comunicación, elementos de lenguaje, juego de roles. Haciéndose eco de esto, nuestros jóvenes, alimentados con imágenes, tanto de redes sociales como de videojuegos, buscan identificarse con todo tipo de superhéroes.
Hay, pues, en este caos urbano, el esbozo de un mundo nuevo. Un mundo en el que lo que crea un vínculo social, lo que une a los hombres, es la pasión, la comunión afectiva. Un nuevo mundo profundamente iconófilo, en el que lo Real no se reduce a un principio de realidad racionalista, sino que se carga de imágenes, sueños y fantasmagorías diversas.
Estamos ante una tarea ardua: la de formalizar un orden de cosas que nos permita construir una Res publica sustentada no en la exclusión del tercero, en la reducción al Uno, sino en la convivencia lo menos conflictiva posible de varias comunidades. Nuestras élites en el poder, de izquierda y de derecha, están tratando en vano de asimilar, integrar, igualar a los diversos individuos entre sí. Pero no logran advertir que se está instalando una nueva organización social, construida sobre solidaridades locales y no sobre derechos individuales nacionalizados y cada vez más abstractos.
La nostalgia de lo sagrado, el retorno de lo espiritual, es un camino destinado a domesticar la violencia de los destinos individuales y que conduce a un orden comunitario. Recordemos aquí una antigua sentencia: ordo ab chao! (orden desde el caos).
*Traducción de Pablo Cuartas
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