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Empiezo un viaje en el tiempo. Avanzo por una carretera de 154 km, por un trayecto que debe de recorrerse en un poco más de dos horas desde Kiev, pero retrocedo casi 40 años, a un pasado en el que el mundo todavía carga con el dolor de Hiroshima y Nagasaki, a uno que recuerda las reflexiones de George Orwell sobre lo que podría llegar a ser un estado permanente de “guerra fría” con los vecinos y de “paz que no es paz”, como lo escribió él en “Tú y la bomba atómica”, ensayo que publicó en 1945, pocos años antes de morir. A un mundo que aún desconoce que más de ocho millones de personas estarían expuestas a altos niveles de radiación, a uno que a partir de abril de 1986 conocería Chernóbil como la peor catástrofe nuclear de la humanidad.
Natalia Oliinychenko estuvo allí. Tenía 22 años cuando el reactor número cuatro de la planta nuclear explotó; su bebé, apenas 9 meses. Su esposo, años después, a los 50, falleció por la cantidad de radiación que absorbió la noche en la que un fallido ensayo de seguridad desencadenó una detonación que se propagó por gran parte de la Unión Soviética, en los territorios que hoy son Ucrania, Bielorrusia y Rusia. Perdió amigos y familia, y aun así no le da miedo permanecer allí, en la zona de exclusión, la realidad que ha conocido por casi cuatro décadas. Vive en la planta por dos semanas, sale por diez días y luego regresa, y repite ese ciclo una y otra vez. Hace ejercicio y lee. No conoce algo distinto. Es su lugar, su gente. No tiene nada más, a nadie más. Su único hijo vive desde hace 14 años en Chipre. Le gusta el mar y los deportes acuáticos. Quiere una vida allí, fuera de Ucrania. No le interesa volver. Solo lo ha hecho una vez, y para renovar su pasaporte. Ella, en cambio, no concibe vivir fuera. Trata de no pensar mucho en el mañana, la vida le ha enseñado que eso es complicado.
La cocina de la central nos reúne. Hay poca luz, los colores de las paredes son opacos. El ambiente es lúgubre. Un plato de verduras, casi un cuarto con pepino, y una sopa reposan sobre una mesa para cuatro. Natalia está sentada a mi derecha. Es un poco más alta que yo, tiene pelo corto, gafas y está erguida. Es algo tímida. Habla y tiene risa nerviosa. Solo unas pocas palabras en inglés bastan para conocer que trabaja allí desde el año 81, para saber que en su vida ha visto cómo Chernóbil ha estado marcada por profundas heridas y cicatrices, para, en cuestión de segundos, caer en la cuenta que en los últimos cuarenta años no solo ha estado donde han crecido bosques rojos— cuyos alrededores hacen pitar el dosímetro cada vez más seguido, con una alarma que se vuelve aturdidora y algo aterradora para los oídos, que me hace pensar si tengo radiofobia o no, como me preguntaron antes de entrar y no supe qué responder—, sino que también por las tierras que las tropas rusas ocuparon por cinco semanas, entre el 24 de febrero de 2022 y el 31 de marzo.
A escasos kilómetros, a poco menos de 20, está la frontera con Bielorrusia, por donde las tropas al mando de Vladímir Putin entraron hace más de dos años. Lyubov Zavodenko, que era una niña cuando ocurrió la catástrofe del 86, que la recuerda vagamente, las vio ingresar a las 10:00 a. m. Intentó salir de la ciudad, pero los puentes que conectan un asentamiento con otro fueron destruidos. No tuvo a dónde ir y junto con su esposo regresó a Chernóbil. Durante los primeros días de la invasión intentó contar el número de carros militares y tanques que pasaban delante suyo, con la intención de darle información al director del Ecocentro, el laboratorio donde trabaja haciendo aseo. Cuenta que en los primeros días de ocupación hubo escasez. Ella misma fue al río para rellenar envases y recolectar agua para que otros tuvieran con qué bañarse y cocinar. La radiación no la asustó entonces, no la asusta ahora. Se ríe cuando alguien se lo pregunta.
Su miedo es otro. Vive con poca esperanza y escasa fe en la humanidad. Recuerda que sobre su calle hubo un puesto militar ruso que funcionaba con tres turnos al día. Que los soldados la obligaban a ponerse de rodillas en su casa, mientras abrían los armarios y buscaban debajo de las camas a ver si alguien se escondía allí. Sus hijos y nietos, Misha y Nikita, estaban fuera de la zona de exclusión. Por un tiempo los creyó muertos, al menos eso escuchó, que en Ivanki, un pueblo cercano, su hija y su familia habían sido aniquilados. Cuando los rusos salieron, ella hizo lo mismo, pero en dirección contraria. Se fue hasta el puente destruido para ver si del otro lado se asomaba alguno de los suyos. Nada. Un día después de que terminó la ocupación, su hijo la encontró. No ve cerca el fin de la guerra, le preocupa el futuro de todos, y aun así no quiere abandonar estas tierras, su sitio natal.
Alrededor reinan el silencio y una sensación de piquiña en el cuerpo. Por todas partes, de izquierda a derecha, adelante y atrás, hay moscos. Los siento, los veo. Es casi automático el movimiento de los brazos con el que quiero alejarlos, casi dando cachetadas al aire. Me baño en repelente, pero no es suficiente. Empiezan a aparecer pequeñas ronchas rojas, especialmente en mis tobillos, justo en ese espacio entre el resorte del pantalón y las medias. Llevo puesta ropa cómoda, que puedo dejar en la central si el examen para salir de la zona de exclusión indica que hay rastros de partículas radioactivas sobre ella. Nunca fue necesario hacerlo.
“¡Cuidado!”, es un grito que escucho a mis espaldas. “No pisen metal, ni tampoco musgo. Eso absorbe más la radiación”. Prípiat, que acababa de cumplir 16 años cuando ocurrió la catástrofe nuclear, es ahora una ciudad fantasma. Pocos carros pasan por ahí, muy pocos, y los que lo hacen son pequeños automóviles con militares ucranianos dentro. Si años antes sus calles las ocupaban las mamás paseando a sus hijos, en coche o caminando, y el pavimento estaba atravesado por un separador con flores rojas, e incluso más recientemente las ruinas eran visitadas por turistas, ahora los árboles crecen enormemente y el verde de sus hojas contrastan con el percudido de los edificios color crema, casi abandonados, cuya fachada, desgastada, deja ver varios ladrillos amarillentos y deteriorados. Entre algunos de ellos, en el fondo de unos matorrales, el escudo de la Unión Soviética. Eso sigue en pie.
“Chernóbil es ante todo una catástrofe del tiempo”, dice Svetlana Alexiévich, que tiene sangre bielorrusa, pero también ucraniana. Es un halo de misterio, que, como escribe, se ve en las conversaciones, en las acciones, en los temores: “Es un enigma que aún debemos descifrar”. Es una incógnita en el tiempo, una de haber perdido parte del pasado y, a la vez, la capacidad de dar respuestas; una de vivir prácticamente en pausa, entre los fantasmas y los silencios, pero también entre las voces de los testimonios de los vivos. Una de máxima vulnerabilidad del ser humano, de su incapacidad de actuar frente a aquello que no logra percibir a través de sus sentidos, pero que su memoria no olvida. Es, como se lee en su libro, “otro mundo en medio del resto del planeta. Primero se la inventaron los escritores de ciencia ficción, pero la literatura cedió ese lugar ante la realidad. Ahora ya no podemos creer, como los personajes de Chéjov, que dentro de cien años el mundo será maravilloso (...). Hemos perdido este futuro”.