Un sueño africano en tres actos españoles: segunda parte
Presentamos la segunda y última parte de la serie de crónica de migrantes que buscaron llegar a Europa con la esperanza de una vida mejor. Esta es la historia de Agmeth y Fatiha, personas que, como muchos, han mirado de frente el desarraigo.
G. Jaramillo Rojas
II
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Todos los africanos hemos venido a España a cumplir algún sueño.
📝 Lea la primera entrega: Un sueño africano en tres actos españoles: primera parte
De niño era pastor, pero quería ser futbolista. Una noche me escapé de casa. Vendí tres cabritos y crucé mi desierto, después me mandé por todo Marruecos hasta Beni Ensar y, apenas pude, me colé en Melilla. Esa historia es de película, pero, bueno, tú lo que quieres es una historia periodística. Joder.
En menos de un año vagando por ahí, pero sin hacer nada malo, me volé del centro de acogida de migrantes y me hice amigo de Félix, un marinero que iba y venía de la península. Le ayudaba a cargar y descargar mercancías. Un día Félix me dijo que podía ayudarme a cruzar el mar, pero que debía prepararme porque iría en la parte trasera de uno de los cuartos de máquinas del barco mercante Nador I. No lo dudé. Fueron dos o tres días ahí, encerrado, acompañado por una oscuridad total, hasta que me encontraron gracias a mis gritos de desespero. Me dieron tres hostias y a tomar por culo.
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Málaga es una ciudad árabe, solo que venden licor y comen mucho cerdo. Algo así como una ciudad árabe, pero no tan árabe, o flexiblemente árabe. La mezcla es tremenda. Y chula. De ese momento a hoy han pasado ocho años. Desde hace cinco estoy en Madrid. Pasé uno en Valencia y dos en Barcelona. En el metro de Barcelona la gente se cambiaba de sitio cuando yo entraba a algún vagón, o agarraba con fuerza sus bolsos o escondía sus teléfonos y no me quitaban los ojos de encima. Un día alguien me dijo en catalán, que es muy parecido al español, moro de mierda. Yo no dije nada. Pobrecitos. Era 2017 y creían que todos éramos terroristas.
Cuando obtuve mi residencia me volví al desierto, de vacaciones. Nosotros, los saharauis, nos debemos al desierto. Somos el desierto. Cuando llegué a casa mi padre me recibió a golpes. A hoy no sé si la paliza fue por haberme ido o por haber regresado. Y nunca pregunté. Mejor así. Mi padre es un hombre que no entiende muchas cosas si Alá no está de por medio.
Me entristece ver tanta gente de África en las calles españolas, aguantando hambre y de muchas maneras entiendo que tienen que buscar la forma de sobrevivir, pero yo nunca robé. Otro día una señora me dijo que me devolviera al desierto a follar camellos. A ella sí le respondí: me gustan más los cabritos, señora. Nunca olvidaré su cara. No los juzgo, pero si ellos fueran a mi tierra nadie los trataría así.
Hablo español porque nací en un lugar que fue colonia española y que ahora los marroquíes se lo toman por propio. Somos diferentes, somos un país acorralado, pobre, con campos de refugiados en lugar de ciudades, un paisito sin más reconocimiento que el que nos damos nosotros mismos.
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Me llamo Agmeth y nací el año del cólera, porque en el Sáhara nunca se anota la fecha de nacimiento de nadie, sino el evento más importante de ese año. A mí me tocó la época de una enfermedad. Qué le voy a hacer. Son los misterios de Alá. Insha’Allah. Los mismos misterios que no me permitieron ser futbolista, pero que hoy me tienen vivo. Amo el Sáhara, le debo mucho a España, pero mi nacionalidad es el sol; es decir, soy un ciudadano del mundo, a menos de que en algún lugar siempre sea de noche.
III
Fatiha Mansour Billah camina frente a la mezquita más importante de Fnideq, la pequeña ciudad fronteriza marroquí con lo que queda de lo que alguna vez se llamó Imperio español. Viste una larga túnica azul rey y lleva un hiyab negro bordado con esplendentes rosas doradas. Se acerca como cualquier marroquí que necesita un par de dirhams para solventar la calurosa tarde. No los pide y, por el contrario, riega su historia como se riega un jardín: “Si les dicen cosas mías, no creer; la verdad la digo yo”.
Con un español débil que alarga las erres como cuando se habla con chicles masticados por horas, asegura haber vivido en Barcelona 13 años y, después de regresar a Marruecos (un día de 2012) a visitar lo que le quedaba de familia, no pudo salir más. Desde entonces, sin titubeos y con sus grandiosos ojos aleonados vigilando una distante patrulla policial, afirma sufrir una espantosa persecución: “Me odian, dicen cosas no verdaderas, yo soy aquí, también allí, aquí un encierro, allí trabajo”.
Su voz se acelera y cuando no sabe una palabra en español, mira hacia atrás como si verdaderamente la estuvieran hostigando. No se siente cómoda en una vereda de la plaza y sugiere ir a un lugar más tranquilo. La bolsa plástica que carga, que podría estar llena de pescados frescos o panes recién horneados, esconde un legajo ilegible de documentos con sellos del lado norte del estrecho de Gibraltar enmarcados con franjas rojas y amarillas y una derruida carpeta con documentos escritos en árabe y estrellas verdes sobre fondos rojos. Se apresura a demostrar su nombre e insiste en una dirección en Cataluña. Remarca: si les dicen cosas de mí, no creer; la verdad la digo yo.
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No sabe decir si es o fue una refugiada, si es o fue una asilada o si simplemente fue deportada y quiere volver. De repente se enfrasca en la palabra “terrorismo”, hasta que se señala y queda más claro que el diáfano cielo azul que cubre la costa mediterránea: ella es terrorista, dice ella de sí misma. “Yo teggggrorist”. El rezo de la tarde silencia el barullo de toda la ciudad con la amplificación profesional que permanece emplazada, como una antena de control, en la parte más alta de cada minarete. Es un canto aletargado y extático, muy parecido al firme brío de la tarde que no deja de sancionar los cuerpos con polvo y sol. Fatiha se deja ir: guarda silencio y tapa su rostro. Deja descubiertos sus labios que, implícitos en delicados movimientos, sugieren que está en oración.
Pasado el lapso de fe, sigue la pantomima idiomática con señas que implican una expulsión. “¡Expulsión! Sí, sí”, dice. Fatiha Mansour Billah: “Yo soy acá, pero no acá, sino allá etspulsssion, y acá policía maltrata y dice que no allá yo, que yo acá”. Sus papeles, ahora en catalán, son convincentes, pero las fechas y las firmas son de 2012. Han pasado 11 años, “11 años sufrir”, responde. ¿No estarán vencidos estos documentos? “No, no entiendo. Papeles viejos, Fatiha. Yo vieja, papeles no”. Fatiha se parece mucho a Fatiga.
Pide que cuenten su historia en España para volver, porque ella “no ser tregggrorist, no persona mala, sí trabajar”. No pide un solo dirham. No dice tener hambre. Muestra sus manos agrietadas en señal de inocencia, deja salir un par de lágrimas y sonríe. No tiene dentadura. Ese hoyo negro que es su boca guarda una verdad difícil de explicar. ¿Una foto? No. Se ajusta el hiyab y vuelve a mirar la patrulla. Acaricia las hermosas rosas bordadas y enfila su camino en dirección contraria a sus enemigos. Antes de despedirse para siempre, Fatiha remata: “El rey trata como perros a marroquíes y somos personas”.
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