Un “tiktoker”: testimonio de un colombiano combatiendo en Ucrania
En la guerra la sordera es la primera antesala de la muerte. Esta es la historia del “Árabe”, de 31 años, oriundo del Eje Cafetero, quien, pese a graves heridas, sobrevivió. Cuarta entrega de la serie de testimonios de colombianos combatiendo en Ucrania.
G. Jaramillo Rojas | Especial para El Espectador
En TikTok, el Árabe tiene 27.000 seguidores. Su chapa fue una cuestión de azar: un comandante le dijo que tenía rasgos de árabe y, después de mirarse al espejo, decidió dejarse crecer la barba. Dos semanas después, efectivamente, parecía más un afgano o iraquí y ya no un colombiano oriundo de las montañas del Eje Cafetero.
Gánale la carrera a la desinformación NO TE QUEDES CON LAS GANAS DE LEER ESTE ARTÍCULO
¿Ya tienes una cuenta? Inicia sesión para continuar
En TikTok, el Árabe tiene 27.000 seguidores. Su chapa fue una cuestión de azar: un comandante le dijo que tenía rasgos de árabe y, después de mirarse al espejo, decidió dejarse crecer la barba. Dos semanas después, efectivamente, parecía más un afgano o iraquí y ya no un colombiano oriundo de las montañas del Eje Cafetero.
Lea la primera entrega de este especial aquí: “Una guerra en la que todas las partes pierden”: colombiano que combatió en Ucrania
Lea la segunda entrega de este especial aquí: El color de la noche: colombianos combatiendo en Ucrania
Lea la tercera entrega de este especial aquí: Los ojos de las estrellas: testimonio de un colombiano que combatió en Ucrania
Los videos que sube tienen que ver con su experiencia como legionario en Ucrania y no escapan de polémicas: le dicen reclutador, pero también héroe. Lo señalan de inconsciente a la par que le demuestran admiración. Violento, asesino. Salvador, titán. De cualquier manera, el Árabe asegura que no vino a Ucrania a atacar a nadie, sino a defender todo lo que sea susceptible de ser defendido.
La primera operación en la que participó el Árabe fue en Chernóbil. Afirma que todo era muy tranquilo, tanto que le temía más a la radiactividad que a la guerra. Pese a esa primigenia sensación, en el trascurso de un par de días vio morir a dos compañeros víctimas de minas antipersona. A aquella primera misión entraron 50 compañeros. Se retiraron 25 al cabo del primer mes. Trece se fueron a otra unidad, de los cuales después le llegaron noticias de que solo habían sobrevivido dos. De los 12 que quedaban ocho perdieron la vida y, a hoy, solo cuatro están vivos: en diciembre de 2023 había unos 2.000 colombianos activos en esta guerra, pero en marzo de 2024 ese número subió a 3.000. Casi todos se encuentran combatiendo en la región del Donbás, la carnicería más grande de Europa, dice.
El 8 de julio de 2024, en esa misma región que el Árabe llama “la carnicería más grande de Europa”, fue el día más intenso de la guerra para él. Eran cinco compañeros, divididos en dos trincheras. Dos rusos intentaron entrar en la posición protegidos por drones kamikazes dispuestos a reventar todo lo que oliera a Ucrania. El Árabe y sus compañeros permanecían inmóviles, esperando el momento justo para levantarse a embestir. Llegaron tres rusos más. Los drones kamikazes son los más temidos porque no te sueltan ningún explosivo, sino que van directamente a chocar contra ti, cuenta.
Eran las 5 p. m. y la luz del sol imponía una claridad fragosa. La humedad al 80 %. Treinta y cinco grados a la sombra. Compañeros ucranianos a lo lejos perciben el peligro del grupo del Árabe y empiezan a disparar contra los rusos. Los drones intensifican el vuelo sobre las cabezas. El tiroteo se desata. En 20 minutos se acaba la mayor parte de la munición. El pensamiento, rápido como un misil, se activa. Tres de los compañeros del Árabe notifican estar levemente heridos. El Árabe quiere socorrerlos, pero cambiarse de trinchera significa un suicidio.
Solo, en su línea, intenta guarecerse de la cacería de los drones. Se hunde en un lodazal hasta las rodillas y de la oscura ciénaga surge un torso en descomposición. El uniforme es ucraniano. El nauseabundo olor se le pega a las fauces como una señal de advertencia. Un dron ubica el casco del Árabe y le suelta una granada. El Árabe alcanza a correrse y la granada pega contra un montículo de tierra. Rebota y le cae en la pierna derecha, a la altura del fémur. Estalla.
El Árabe no pierde la conciencia, pero sí el sentido del oído. En la guerra la sordera es la primera antesala de la muerte. El Árabe les grita a sus compañeros que busquen la manera de salvar sus vidas. Ellos se niegan a abandonarlo. Con la pierna rota las posibilidades de supervivencia son nulas. El Árabe ya sabía que ese día se bajaban las cortinas de su vida. “Sálvense ustedes, déjenme acá”, les gritaba. La negativa se imponía como forma de apoyo. “Una estupidez”, pensaba el Árabe. “Yo soy hombre muerto, si pueden correr: ¡sálvense!”.
De a poco, el Árabe iba recobrando el oído. El radio pedía informes. “Estoy mal. Evacúen a los compañeros. No vengan por mí. Si vienen los matan”, le decía a su comandante. El comandante, colombiano, le prometió que lo salvaría. El Árabe sabía que, lejos de ser una promesa falsa, era una promesa imposible. A menos de que el director de la película en la que estaba inmerso decidiera cortar con la escena porque no la consideraba demasiado verosímil.
El Árabe se desangra. Partes de su cuerpo de repente empiezan a doler y a sangrar. Esquirlas por aquí, esquirlas por allá. Hacerse el torniquete puede llegar a doler mucho más que un disparo. El Árabe grita por el radio: “No entren por mí, voy a morir como elegí morir”. Meses antes, cuando el Árabe y el comandante colombiano se conocieron en jornadas de entrenamiento que proponía el batallón, el Árabe le pidió expresamente: “Si caigo en combate, dejen mi cuerpo en el campo de batalla. No quiero honores, ni aquí, ni en Colombia”.
A las 11 p. m. el Árabe empezó a agonizar. Llevaba seis horas herido y todos los fármacos disponibles para el dolor agotados. Ratas corren por su pecho. Se le cuelan por la nuca y le fastidian la espalda. La tierra negra le cubre el rostro y su pierna herida está encharcada por una mezcla de sangre y fango. Las ráfagas de metralla pasan a menos de un metro de su cabeza y las balas son fríos silbidos que le aligeran la respiración. El dolor de la herida resulta más soportable que el torniquete que él mismo se hizo para atajar el desagüe sanguíneo. El Árabe pretende alargarse un poco más el desdibujado trozo de vida que le queda. Por momentos piensa que lo mejor que le puede pasar es que un dron kamikaze le aterrice en su agonizante coraje y lo saque de este mundo, pero después la conciencia se aparece con la fuerza de una escuadra de optimismo.
A la 1 a. m. tiene convulsiones. Pierde el control de los esfínteres. Vomita de forma espontánea. El comandante lo apoya por radio: “Voy a entrar, resista, voy a entrar, no es sino que baje la artillería y entro”. El Árabe no responde. El ruido de los balbuceos es lo único que le hace saber al comandante que sigue vivo. “Tiene que vivir, tiene que vivir”, dice el comandante. A las 2 a. m. una segunda convulsión hace que el Árabe tome la decisión de suicidarse: “Me mato”, dice. “Me mato, no voy a morir como un perro”. “No, Árabe, aguante”, responde el comandante. “Gracias por todo, jefe”... El Árabe empuña su fusil, no es él el que actúa. Por una parte, es el insoportable dolor en piloto automático, y, por la otra, la dignidad del guerrero.
“Resista que entramos, Árabe, ya entramos”. El Árabe se desmaya antes de poder suicidarse. Alrededor de las 3 a. m. vuelve a recuperar la conciencia. No sabe dónde está. No sabe qué pasa. El sentido de realidad está más atrancado que el campo de batalla. Intenta respirar con calma. A las 4 a. m. llega el comandante. Una granada estalla a dos metros de la trinchera, parte del cadáver que acompaña al Árabe le cae encima. El comandante se lo quita como si fuera una pestaña en su ojo: “Árabe, perrito, acá estoy. Ya aguantó lo más no se me va a morir en lo menos”.
El Árabe apenas puede mantener los ojos abiertos. El comandante lo arrastra como un costal por un kilómetro hasta una zona un poco más segura. Allí encuentra una carreta llena de leña: la leña al suelo, el Árabe arriba. Los drones revuelven el amanecer. Lo que queda de los árboles ayuda a despistarlos: “Vamos a salvarnos, Árabe, tengo una esquirla en el cuello, duele como un hijueputa, perrito, no se me duerma que ya salimos”.
Al cabo de otro kilómetro por fin encuentran una camioneta-ambulancia. Las manos del Árabe están tiesas. Duelen más que la pierna. Morfina y sueño profundo. Al despertar, el Árabe no tenía la pierna, pero le dolía. Ese dolor fantasma era el peor dolor que había sentido en su vida. Enseguida recordó su hobby más amado: el montañismo, las caminatas por valles y montañas. Subir y bajar nevados. Eso lo motivó y, con la consternación florecida a la potencia mil, se prometió a sí mismo que volvería a sentir el placer de caminar.
—Manito, la experiencia ha sido excelente. La mejor de mis 31 años sobre esta tierra.
El TikTok del Árabe estalla con su exitosa recuperación.
📧 📬 🌍 Semana a semana tendremos un resumen de las noticias que nos harán sentir que No es el fin del mundo. Si desea inscribirse y recibir todos los lunes nuestro newsletter, puede hacerlo en el siguiente enlace.
👀🌎📄 ¿Ya se enteró de las últimas noticias en el mundo? Invitamos a verlas en El Espectador.
Si le interesa algún tema internacional, quiere enviarnos una opinión sobre nuestro contenido o recibir más información, escríbanos al correo mmedina@elespectador.com o aosorio@elespectador.com