Viaje a Transnistria, el enclave prorruso al oeste de Ucrania
Este enclave, situado entre Moldavia y Ucrania, dice apostar por la vía diplomática para calmar los temores surgidos entre sus vecinos tras el estallido de la guerra al otro lado de su frontera.
Unai Aranzadi / Transnistria, Moldavia (Especial para El Espectador)
El soldado que pide los pasaportes en moldavo aprieta el botón que levanta la barrera, y pese a que el minibús se adentra por una pista en la que se ve una bandera rusa, no estamos entrando ni en Rusia ni en Moldavia, sino en Transnistria. Situada entre Moldavia y Ucrania, Transnistria es una franja de 400 kilómetros y unos 500.000 habitantes que el Kremlin protege desde que en 1990 se viera envuelta en un conflicto de dos años contra Moldavia (Estado surgido tras la disolución de la Unión Soviética y país al que aún sigue perteneciendo Transnistria, según Naciones Unidas). En este peculiar enclave más que moldavo se habla ruso y casi todo recuerda al tiempo de la Guerra Fría. Por ejemplo, los militares que vigilan el paso de vehículos por la frontera lucen sombreros de lana sobre los que se clava una estrella roja, y asomando tras su guerrera se puede entrever la clásica telnyashka de rayas que popularizó la Armada soviética.
El cauce del río Dniéster, que prácticamente divide a Transnistria del resto de Moldavia, es atravesado por unos pocos puentes, casi todos portadores de alguna alusión a Rusia, sea por los colores azul, rojo y blanco, o el escudo del águila bicéfala. Aquí no es extraño ver convoyes de tropas rusas, de las que se cree existe un total de dos mil efectivos desplegados por toda la franja. Custodiando el viaducto más importante se encuentra el fortín de Bender, una ciudad con castillo que atesora curiosidades como el restaurante Stolovka, un comedor popular que aún conserva bustos de Lenin y retratos de Stalin. Haciendo cola para pedir un plato de pelmeni, borsch o una simple taza de compota, obreros, funcionarios y policías se sientan a almorzar bajo la bandera de este singular país, que es básicamente la de la Unión Soviética, solo que añadiéndole una banda de color verde que la cruza horizontalmente. Los comensales pagan su almuerzo en rublos, pero en rublos de Transnistria, que no cuentan con la certificación ISO que los homologa internacionalmente, pero sí con una Casa de la Moneda donde se acuñan con los más altos estándares.
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Aunque este territorio posee todos los atributos de un Estado, hasta la fecha solo ha sido reconocido por otras repúblicas de escaso éxito en Naciones Unidas, como es el caso de Osetia del Sur, Abjasia o Artsaj. Ni siquiera Rusia -que entre otros motivos la protege debido a la mayoría rusófona que aquí vive- la ha reconocido aún, dejándola en un limbo por el que sigue perteneciendo a Moldavia pese a actuar de forma totalmente independiente desde hace 30 años. La República de Moldavia, que tiene un ministro específico para las relaciones con este enclave, acaba de romper toda relación con ellos. El proceso de diálogo que amparaba la OSCE (Organización para la Seguridad y la Cooperación en Europa) ha quedado en suspenso desde el pasado 21 de marzo, aumentando el clima de incertidumbre que se vive desde el comienzo de la guerra en la vecina Ucrania. Sin embargo, y pese a la invasión que se lleva a cabo en su frontera del este, Transnistria se encuentra en un estado de aparente normalidad, sin mayores controles de los habituales e incluso dando la bienvenida a algunos refugiados ucranianos que escapan de la invasión rusa.
Tiráspol, que así se llama la capital de esta autoproclamada república, es una ciudad limpia y ordenada que se calienta gracias al gas regalado por Rusia. Si bien en su periferia abundan las jrushchovkas (casas de bloques soviéticas), el centro está jalonado por parques, paseos y una serie de edificaciones que combinan mucho de lo antiguo con un poco de lo moderno. Sin embargo, y a pesar de la armonía que desprende un lugar tan apacible, su seguridad tiene un precio. La libertad de expresión es limitada y la corrupción lo impregna todo, aunque no mucho más que en Ucrania, el país más corrupto del continente después de Rusia, según Transparencia Internacional y el Consejo de Europa. Si hubiera que escoger un ejemplo paradigmático de qué tipo de fuerzas mafiosas intervienen en el futuro de esta república, la palabra a emplear sería Sheriff. Fundado por dos veteranos del KGB, Sheriff es un conglomerado empresarial que incluye supermercados, gasolineras, concesionarios de autos, el grupo mediático más poderoso y hasta un equipo de fútbol -el FC Sheriff Tiráspol-, que ha llegado a participar en la Liga de Campeones Europea.
Aunque la plaza del Consejo Supremo de Transnistria está presidida por una gran estatua de Lenin -y tras esta discurre la calle Karl Marx-, el modelo adoptado por este territorio defiende la economía de libre mercado y un sistema de partidos plural, que entre otros incluye a comunistas, conservadores y socialdemócratas. Presidida por Vadim Krasnoselsk, un auténtico silovik (tal y como se define en Rusia a los políticos que vienen de los aparatos de seguridad estatales), hoy la república tiene como partido mayoritario a Obnovlenie, la formación favorita del conglomerado Sheriff. Nacionalistas en lo político y liberales en lo económico, la agrupación está afiliada a Yedínaya Rossíya, el partido sobre el que se apoya para gobernar el dirigente ruso, Vladímir Putin.
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No obstante, y muy a pesar de ese aire belicista que caracteriza toda la información que se recibe de Transnistria, el enclave dice apostar por la vía diplomática para calmar los temores surgidos entre sus vecinos tras el estallido de la guerra al otro lado de su frontera. En esto Moldavia teme que Rusia termine por reconocer a Transnistria e incluso la anexione a su territorio tal y como se ha pedido varias veces al Kremlin desde el gobierno de Tiráspol. Por su parte, Ucrania desconfía de la presencia de efectivos rusos a tan solo 70 kilómetros de su mayor activo al sur: el puerto de Odesa. No en vano, el pasado 4 de marzo, el ejército ucraniano hizo volar el principal puente que los unía, tratando así de frenar una posible invasión rusa desde el suroeste.
Otras de las grandes inquietudes que genera la existencia de este enclave son dos. La primera y más importante tiene que ver con la ingente cantidad de armamento que las tropas rusas guardan en el municipio de Cobasna. Serían, según la OSCE, alrededor de 20.000 toneladas entre armas y municiones, herencia de la Guerra Fría. La segunda es el uso que se le pueda dar al aeropuerto de Tiráspol, uno de los más herméticos del mundo. Sin embargo, sea cual sea la evolución del conflicto en Ucrania, el gobierno de Transnistria no muestra ningún interés en contribuir a la escalada bélica, hecho que se refleja en una población que si bien es mayoritariamente rusófila, tiene fuertes vínculos familiares, sociales y económicos con ucranianos, moldavos y otras minorías tanto dentro como afuera de sus fronteras. Sirva como ejemplo su propio presidente, Vadim Krasnoselsk, quien antes de asentarse en Transnistria para iniciar su carrera ministerial se licenció como ingeniero en una escuela militar de la Ucrania independiente.
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El soldado que pide los pasaportes en moldavo aprieta el botón que levanta la barrera, y pese a que el minibús se adentra por una pista en la que se ve una bandera rusa, no estamos entrando ni en Rusia ni en Moldavia, sino en Transnistria. Situada entre Moldavia y Ucrania, Transnistria es una franja de 400 kilómetros y unos 500.000 habitantes que el Kremlin protege desde que en 1990 se viera envuelta en un conflicto de dos años contra Moldavia (Estado surgido tras la disolución de la Unión Soviética y país al que aún sigue perteneciendo Transnistria, según Naciones Unidas). En este peculiar enclave más que moldavo se habla ruso y casi todo recuerda al tiempo de la Guerra Fría. Por ejemplo, los militares que vigilan el paso de vehículos por la frontera lucen sombreros de lana sobre los que se clava una estrella roja, y asomando tras su guerrera se puede entrever la clásica telnyashka de rayas que popularizó la Armada soviética.
El cauce del río Dniéster, que prácticamente divide a Transnistria del resto de Moldavia, es atravesado por unos pocos puentes, casi todos portadores de alguna alusión a Rusia, sea por los colores azul, rojo y blanco, o el escudo del águila bicéfala. Aquí no es extraño ver convoyes de tropas rusas, de las que se cree existe un total de dos mil efectivos desplegados por toda la franja. Custodiando el viaducto más importante se encuentra el fortín de Bender, una ciudad con castillo que atesora curiosidades como el restaurante Stolovka, un comedor popular que aún conserva bustos de Lenin y retratos de Stalin. Haciendo cola para pedir un plato de pelmeni, borsch o una simple taza de compota, obreros, funcionarios y policías se sientan a almorzar bajo la bandera de este singular país, que es básicamente la de la Unión Soviética, solo que añadiéndole una banda de color verde que la cruza horizontalmente. Los comensales pagan su almuerzo en rublos, pero en rublos de Transnistria, que no cuentan con la certificación ISO que los homologa internacionalmente, pero sí con una Casa de la Moneda donde se acuñan con los más altos estándares.
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Aunque este territorio posee todos los atributos de un Estado, hasta la fecha solo ha sido reconocido por otras repúblicas de escaso éxito en Naciones Unidas, como es el caso de Osetia del Sur, Abjasia o Artsaj. Ni siquiera Rusia -que entre otros motivos la protege debido a la mayoría rusófona que aquí vive- la ha reconocido aún, dejándola en un limbo por el que sigue perteneciendo a Moldavia pese a actuar de forma totalmente independiente desde hace 30 años. La República de Moldavia, que tiene un ministro específico para las relaciones con este enclave, acaba de romper toda relación con ellos. El proceso de diálogo que amparaba la OSCE (Organización para la Seguridad y la Cooperación en Europa) ha quedado en suspenso desde el pasado 21 de marzo, aumentando el clima de incertidumbre que se vive desde el comienzo de la guerra en la vecina Ucrania. Sin embargo, y pese a la invasión que se lleva a cabo en su frontera del este, Transnistria se encuentra en un estado de aparente normalidad, sin mayores controles de los habituales e incluso dando la bienvenida a algunos refugiados ucranianos que escapan de la invasión rusa.
Tiráspol, que así se llama la capital de esta autoproclamada república, es una ciudad limpia y ordenada que se calienta gracias al gas regalado por Rusia. Si bien en su periferia abundan las jrushchovkas (casas de bloques soviéticas), el centro está jalonado por parques, paseos y una serie de edificaciones que combinan mucho de lo antiguo con un poco de lo moderno. Sin embargo, y a pesar de la armonía que desprende un lugar tan apacible, su seguridad tiene un precio. La libertad de expresión es limitada y la corrupción lo impregna todo, aunque no mucho más que en Ucrania, el país más corrupto del continente después de Rusia, según Transparencia Internacional y el Consejo de Europa. Si hubiera que escoger un ejemplo paradigmático de qué tipo de fuerzas mafiosas intervienen en el futuro de esta república, la palabra a emplear sería Sheriff. Fundado por dos veteranos del KGB, Sheriff es un conglomerado empresarial que incluye supermercados, gasolineras, concesionarios de autos, el grupo mediático más poderoso y hasta un equipo de fútbol -el FC Sheriff Tiráspol-, que ha llegado a participar en la Liga de Campeones Europea.
Aunque la plaza del Consejo Supremo de Transnistria está presidida por una gran estatua de Lenin -y tras esta discurre la calle Karl Marx-, el modelo adoptado por este territorio defiende la economía de libre mercado y un sistema de partidos plural, que entre otros incluye a comunistas, conservadores y socialdemócratas. Presidida por Vadim Krasnoselsk, un auténtico silovik (tal y como se define en Rusia a los políticos que vienen de los aparatos de seguridad estatales), hoy la república tiene como partido mayoritario a Obnovlenie, la formación favorita del conglomerado Sheriff. Nacionalistas en lo político y liberales en lo económico, la agrupación está afiliada a Yedínaya Rossíya, el partido sobre el que se apoya para gobernar el dirigente ruso, Vladímir Putin.
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No obstante, y muy a pesar de ese aire belicista que caracteriza toda la información que se recibe de Transnistria, el enclave dice apostar por la vía diplomática para calmar los temores surgidos entre sus vecinos tras el estallido de la guerra al otro lado de su frontera. En esto Moldavia teme que Rusia termine por reconocer a Transnistria e incluso la anexione a su territorio tal y como se ha pedido varias veces al Kremlin desde el gobierno de Tiráspol. Por su parte, Ucrania desconfía de la presencia de efectivos rusos a tan solo 70 kilómetros de su mayor activo al sur: el puerto de Odesa. No en vano, el pasado 4 de marzo, el ejército ucraniano hizo volar el principal puente que los unía, tratando así de frenar una posible invasión rusa desde el suroeste.
Otras de las grandes inquietudes que genera la existencia de este enclave son dos. La primera y más importante tiene que ver con la ingente cantidad de armamento que las tropas rusas guardan en el municipio de Cobasna. Serían, según la OSCE, alrededor de 20.000 toneladas entre armas y municiones, herencia de la Guerra Fría. La segunda es el uso que se le pueda dar al aeropuerto de Tiráspol, uno de los más herméticos del mundo. Sin embargo, sea cual sea la evolución del conflicto en Ucrania, el gobierno de Transnistria no muestra ningún interés en contribuir a la escalada bélica, hecho que se refleja en una población que si bien es mayoritariamente rusófila, tiene fuertes vínculos familiares, sociales y económicos con ucranianos, moldavos y otras minorías tanto dentro como afuera de sus fronteras. Sirva como ejemplo su propio presidente, Vadim Krasnoselsk, quien antes de asentarse en Transnistria para iniciar su carrera ministerial se licenció como ingeniero en una escuela militar de la Ucrania independiente.
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