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Basta ponerse en los zapatos de Israel, aunque sea por un solo momento, para que las palabras “legítima defensa” se le claven a uno en la frente. Si uno lee los relatos de los supervivientes de los ataques terroristas cometidos por Hamás, esas dos palabras se le quedarán grabadas con fuego. Las palabras “legítima defensa” son un requerimiento de la propia existencia: si uno no se defiende, entonces perece. Todo aquello por lo cual uno ha luchado, se evapora en la nada; se pierde para siempre. (Recomendamos: otro análisis de Juan Gabriel Gómez A.: ¿Es Taiwán parte de China?).
En Colombia, sin embargo, tenemos una historia complicada con esas dos palabras, tan complicada que hemos llegado a mirarlas con recelo. A finales de la década de mil novecientos ochenta, a un malhado ministro de justicia se le ocurrió que grupos de civiles podían ejercer un ‘derecho colectivo a la legítima defensa’. Lo deleznable de su argumentación estaba a la vista: sin un mando responsable, esos grupos terminarían por exceder los límites de esa defensa tornándola ilegítima, pues se convertirían en el instrumento ciego del deseo de venganza de muchas víctimas de la guerrilla.
Desafortunadamente, ese deseo terminó por ser mucho más fuerte. Logró opacar todo sentido de justicia y de apego a la legalidad. La formación de una estructura nacional y el establecimiento de cadenas de mando en los grupos paramilitares no mejoraron las cosas. Antes bien, hicieron que el conflicto armado interno se intensificara y se degradara aún más.
Guardadas las debidas proporciones, eso es lo está ocurriendo en Israel. Su dirigencia ha echado por la borda todos los límites que habrían hecho legítima su defensa. Esto no es accidental. En sus setenta y cinco años de vida independiente, Israel no han borrado la mácula de su nacimiento. Con excepción de un breve intervalo durante el cual su dirigencia se planteó seriamente encontrar una solución definitiva a la coexistencia con el pueblo palestino, la mancha de la ocupación no ha hecho sino aumentar. La humillación al pueblo derrotado se ha hecho costumbre. En los últimos dos decenios, desde el fracaso de las negociaciones de Camp David, también se ha hecho normal el ejercicio de la crueldad.
No dejemos, sin embargo, de ponernos en los zapatos de Israel. Mantener un extremo cuidado en el uso de la fuerza no es nada fácil, cuando uno tiene de por medio el drama de más de un millar de personas asesinadas y de más de dos centenares tomadas como rehenes. No obstante, lo que ocurre también nos demanda ponernos en los zapatos de Palestina. Luego de los ataques terroristas de Hamás, los bombardeos de Israel han causado la muerte de más de ocho mil personas, en su mayoría mujeres y niños. El bloqueo a Gaza, las restricciones impuestas al acceso al agua y la energía eléctrica, aunadas a todos los obstáculos puestos al arribo de ayuda humanitaria, constituyen una de las más despreciables y crueles formas de castigo colectivo.
El Primer Ministro de Israel, Benjamin Netanyahu, se ha atrincherado en la retórica de la lucha contra el terrorismo que acuñó el entonces presidente de los Estados Unidos, George W. Bush, luego del ataque a las Torres Gemelas y al Pentágono. De acuerdo con esa retórica, Israel encarna los valores de la civilización (léase occidental) contra las fuerzas del terror, contra el Eje del Mal. La función de este tipo de declaraciones es muy clara: deshumanizar al oponente permite eliminar todas las limitaciones en el uso de la violencia en su contra. No sorprende entonces que los discursos de Netanyahu hayan estado acompañados de la intensificación de la crueldad hacia la población civil de Gaza. Hoy puede decirse que la política del Estado de Israel hacia Gaza es genocida. Tiene como propósito no sólo la eliminación de Hamás, sino también la del pueblo palestino que vive en esa región.
Así las cosas, es imposible reconocer al Estado de Israel del lado de la civilización. Antes bien, está en el mismo conjunto al que pertenece la República Popular China, responsable de una política genocida contra la minoría uigur en la región de Xinjiang, y también Rusia, que hoy libra una guerra de conquista en la que ha mostrado un mismo impulso genocida al querer borrar incluso las semillas de la nación ucraniana – en efecto, además de todo el desprecio que ha mostrado por el derecho internacional humanitario, ahora secuestra niños ucranianos para rusificarlos. Es deplorable ver al Estado de Israel en este conjunto. En lugar de diferenciarse de las organizaciones terroristas contra las cuales lucha, ha terminado por ser idéntico a ellas.
Es, empero, esperanzador que numerosas personas en Israel persistan en llamar a su país para que retome la senda de sus valores, de lo más noble y sagrado de la tradición judía. En ellos reverbera la enseñanza del Sabio Hillel quien dijo alguna vez que toda la Torah podía resumirse en el mandamiento de no hacer a otros lo que uno encuentra odioso, y que todo lo demás era comentario. La tarea que tienen estas personas es extremadamente ardua. La dirigencia del Estado de Israel se ha empeñado durante los dos últimos decenios en hacer imposible el establecimiento del Estado de Palestina. Ha renegado de las negociaciones de paz; a la sombra de los recurrentes ataques de Hamás, ha reducido Gaza a escombros y condenado a su población a la miseria; también ha aumentado considerablemente el número de los asentamientos ilegales en Cisjordania. Tal y como lo señalan varios expertos en el propio Israel, la conflictiva relación con Palestina ha convertido a su país en un Estado apartheid, segregacionista, como el régimen que otrora había en Suráfrica. Conviene remarcarlo, la humillación y la crueldad se han vuelto rutina, y han despojado al Estado de Israel de todo sentido de decencia.
Es cierto que en el Estado de Israel radica gran parte del problema, pero –por la misma razón– en él radica buena parte de la solución. Su existencia, como la del Estado Palestino, es un elemento indispensable de todo plan, de todo proyecto por alcanzar una paz firme y duradera en ese rincón del mundo.
Desde este otro rincón, ¿qué podemos hacer? Lo primero es poner en cuestión la sed de venganza de la dirigencia israelí y su nada velada política genocida. Con obstinación, hemos de insistir en los límites de la legítima defensa, y reafirmar el deber de proporcionalidad y la distinción entre civiles y combatientes, columnas vertebrales del derecho aplicable a todos los conflictos armados. Con la misma obstinación, hemos de exigirle a Hamás la liberación incondicional de los rehenes en su poder y el fin de los ataques terroristas contra la población de Israel.
Las palabras, sin acciones que las acompañen, se las lleva el viento. Es preciso también ponerle presión a todas las partes para que se sienten a negociar un acuerdo de paz. Esto quiere decir poner en marcha una radical política de no cooperación, por limitada que sea, en todas las esferas posibles, hacia cualquier persona que justifique las atrocidades que, de lado y lado, hoy se están cometiendo. Dicho de otro modo, es necesario rechazar en todos los planos a quienes justifican la barbarie, aunque se disfracen o no de civilización. Sin embargo, es crucial subrayar lo siguiente. En esta política activa de condena de la barbarie, no podemos tomarnos la justicia en nuestras manos ni exacerbar el odio con generalizaciones abusivas hacia ninguna de las partes. De otro modo, por acción o por omisión, podríamos terminar por hacernos cómplices de la más inaudita e insensata espiral del terror en la historia reciente de la humanidad.