Escucha este artículo
Audio generado con IA de Google
0:00
/
0:00
El 6 de agosto de 1945, la explosión de la bomba atómica de Hiroshima mató a unas cien mil personas de forma inmediata y miles más murieron posteriormente a consecuencia de las lesiones, las quemaduras y la radiación. Si se produjera una guerra en la que India y Pakistán, o Estados Unidos y Rusia o China, se atacaran mutuamente empleando la mayor parte de su arsenal nuclear, esta acabaría instantáneamente con la vida de cientos de millones de personas. Pero las consecuencias para el mundo a largo plazo serían aún mayores. (Siga en vivo los acontecimiento de la guerra).
Incluso en el caso de que las explosiones ocurrieran exclusivamente en India y Pakistán, los efectos atmosféricos de la detonación de cientos de dispositivos nucleares repercutirían en todo el planeta porque el humo, el hollín y el polvo del hongo nuclear bloquearían la mayor parte de la luz solar durante varias semanas, lo que crearía una especie de invierno: un abrupto desplome de las temperaturas en todo el mundo, la interrupción de la fotosíntesis en las plantas, la destrucción de gran parte de la vida animal y vegetal, la ruina global de los cultivos y, como consecuencia, una hambruna generalizada. (Recomendamos: Una revisión de las novelas clásicas ucranianas para entender la historia de sus guerras, artículo de Nelson Fredy Padilla).
El peor de los escenarios posible recibe el nombre de “invierno nuclear”; es decir, la muerte de la mayoría de los seres humanos no solo por inanición, sino también debido al frío, las enfermedades y la radiación. Las únicas dos ocasiones en las que, hasta la fecha, se han empleado armas nucleares han sido los casos de Hiroshima y Nagasaki. Desde entonces, el temor a una guerra nuclear a gran escala ha estado siempre presente en mi vida. Si bien el final de la Guerra Fría, a partir de 1990, en principio supuso una reducción de los motivos para albergar ese temor, una serie de acontecimientos posteriores han provocado que ese riesgo vuelva a aumentar.
¿Qué escenarios podrían llevar hoy al empleo de armas nucleares? El relato que sigue está construido a partir de información proporcionada por William Perry, tanto en las conversaciones que hemos mantenido como en su libro My Journey at the nuclear brink (Mi viaje al borde nuclear, 2015). La experiencia de Perry en relación con las armas nucleares se fundamenta en su desempeño, entre otras muchas labores, como analista de la capacidad nuclear soviética en Cuba al servicio del presidente Kennedy durante todos y cada uno de los días que duró la crisis de los misiles cubana, en 1962; como secretario de defensa de Estados Unidos entre 1994 y 1997; como responsable de las negociaciones sobre armamento nuclear y de otro tipo con Corea del Norte, la Unión Soviética-Rusia, China, India, Pakistán, Irán e Irak, y como conductor de las negociaciones para el desmantelamiento de las antiguas instalaciones nucleares soviéticas en Ucrania y Kazajistán tras la disolución de la Unión Soviética.
Es posible identificar cuatro tipos de escenarios que podrían culminar con la detonación de bombas nucleares por parte de algún gobierno (los tres primeros escenarios) o por algún grupo terrorista no gubernamental (el cuarto escenario). El escenario más analizado hasta la fecha ha sido el del posible ataque por sorpresa de un país que cuente con un arsenal nuclear a otro país que también tenga armas nucleares. El objetivo de dicho ataque sorpresa sería la destrucción completa e instantánea del arsenal nuclear del país rival, dejándole sin medios para contraatacar.
Este fue el escenario más temido durante las décadas de la Guerra Fría. Dado que tanto Estados Unidos como la Unión Soviética tenían la suficiente capacidad nuclear como para destruirse mutuamente, el único ataque “racionalmente planificado” sería un ataque sorpresa que imposibilitara la represalia del rival. Por tanto, ante esta posibilidad, ambos países reaccionaron desarrollando múltiples sistemas para el lanzamiento de armas nucleares, con el fin de eliminar el riesgo de que toda su capacidad de represalia quedara anulada de súbito.
Por ejemplo, Estados Unidos tiene tres sistemas: silos de misiles subterráneos reforzados, submarinos y una flota de aviones bombarderos. Por tanto, incluso si un ataque sorpresa soviético hubiera destruido todos y cada uno de sus silos —cosa poco probable, pues los estadounidenses tenían muchos, entre ellos algunos falsos, reforzados contra un posible ataque y de pequeño tamaño, por lo que los misiles soviéticos debían dirigirse con una precisión casi imposible para acabar con todos ellos—, Estados Unidos aún podría haber respondido con sus bombarderos y submarinos para destruir la Unión Soviética.
Como resultado, los arsenales nucleares tanto de Estados Unidos como de la Unión Soviética brindaban la “destrucción mutua asegurada” y nunca llegó a llevarse a cabo ningún ataque sorpresa. Es decir, independientemente de lo tentador que pudiera haber sido el objetivo de destruir la capacidad nuclear del rival, los estrategas estadounidenses y soviéticos eran conscientes de que el lanzamiento de un ataque sorpresa habría sido un gesto irracional, pues era imposible destruir todos los sistemas de ataque del rival e impedir que este respondiera destruyendo al atacante.
Sin embargo, estas consideraciones racionales ofrecen poco consuelo para nuestro futuro, porque en la época contemporánea hemos conocido a varios dirigentes irracionales: quizá Saddam Hussein, en Irak, y Kim Jong-un, en Corea del Norte, aparte de algunos dirigentes de Alemania, Japón, Estados Unidos y Rusia. Además, India y Pakistán hoy poseen solo sistemas terrestres: no tienen submarinos con capacidad para transportar misiles. Así que un dirigente que quisiera atacar a India o Pakistán podría llegar a considerar que un ataque sorpresa es una estrategia racional que otorga la posibilidad de anular la capacidad de represalia del rival.
Un segundo escenario sería aquel en el que, a partir de una sucesión creciente de errores de cálculo sobre la posible respuesta del gobierno rival, los generales de dos países enfrentados presionaran a sus presidentes para actuar en primer lugar, lo que culminaría en un ataque nuclear mutuo que ninguno de los bandos deseaba inicialmente. El principal ejemplo de ello lo constituye la crisis de los misiles de Cuba de 1962, en la que la mala opinión que Khrushchev, el primer ministro soviético, se formó del presidente Kennedy durante la reunión que ambos mantuvieron en Viena en 1961 llevó al primero a pensar erróneamente que podría instalar en Cuba los misiles soviéticos sin ninguna consecuencia.
Cuando Estados Unidos detectó los misiles, los generales estadounidenses instaron a Kennedy a proceder a su destrucción inmediata (acción que suponía un alto riesgo de represalia soviética) y le advirtieron que, en caso contrario, él mismo se arriesgaba a tener que enfrentarse a un impeachment (proceso de destitución). Afortunadamente, Kennedy eligió responder de forma menos drástica, Khrushchev también lo hizo y, así, se evitó un apocalipsis. Pero el desastre estuvo muy cerca de producirse, como pudimos comprobar más tarde, cuando ambas partes hicieron públicos los documentos sobre sus actividades de aquel momento.
Por ejemplo, el primer día de aquella semana que duró la crisis, Kennedy anunció públicamente que cualquier lanzamiento de misiles soviéticos desde Cuba obtendría “una respuesta de represalia total [de Estados Unidos] contra la Unión Soviética”. Pero los capitanes de los submarinos soviéticos tenían autorización para disparar torpedos nucleares sin necesidad de consultar a los dirigentes de Moscú. Uno de estos capitanes se planteó seriamente el lanzamiento de un torpedo nuclear contra un destructor estadounidense que amenazaba a su submarino; solo la intervención de otros oficiales de la nave le disuadió de hacerlo. Si el capitán soviético hubiera llevado a cabo el lanzamiento, como era su intención, Kennedy se habría enfrentado a una presión insostenible para tomar represalias, lo que a su vez habría sometido a Khrushchev a insostenibles presiones para tomar represalias y así sucesivamente.
Un error de cálculo de ese tipo podría conducirnos hoy a una guerra nuclear. Por ejemplo, Corea del Norte posee misiles de medio alcance con capacidad de llegar a Japón y Corea del Sur, y ha llegado a lanzar un misil balístico intercontinental (ICBM) de largo alcance, diseñado con el objetivo de llegar a Estados Unidos. Cuando Corea del Norte complete el desarrollo de su ICBM podría querer demostrarlo con un lanzamiento hacia Estados Unidos, algo que este país consideraría una provocación inaceptable, sobre todo si, por error, el ICBM se aproximara a él más de lo previsto. En esa situación, cualquier presidente estadounidense tendría que hacer frente a abrumadoras presiones para tomar represalias, lo que a su vez supondría una presión abrumadora sobre los líderes de China para tomar represalias en defensa de Corea del Norte, su aliado.
Otro caso plausible de represalias no intencionadas derivadas de un error de cálculo podría darse entre Pakistán e India. Los terroristas pakistaníes ya lanzaron un letal ataque no nuclear contra la ciudad india de Mumbai en 2008. En el futuro próximo, podrían iniciar otro ataque que constituya una provocación mayor (por ejemplo, sobre la capital de la India, Nueva Delhi); e India podría dudar de si detrás del ataque está el propio gobierno de Pakistán; los dirigentes indios podrían verse presionados para ordenar la invasión de alguna zona colindante de Pakistán con el objetivo de anular allí la amenaza terrorista; los líderes de Pakistán se verían, a su vez, presionados para emplear sus armas nucleares tácticas más pequeñas “solo” contra la fracción invasora india, quizá calculando erróneamente que la India consideraría “permisible” ese uso limitado de las armas nucleares y no lo juzgaría merecedor de una respuesta de represalia total, si bien los dirigentes indios se verían presionados para responder con su propio arsenal nuclear.
En mi opinión, hay una cierta probabilidad de que tales situaciones, que podrían conducir a una guerra nuclear a partir de errores de cálculo, se materialicen en la próxima década. La principal incertidumbre es si los dirigentes de ese momento darán un paso atrás, como ocurrió durante la crisis de los misiles en Cuba, o si la escalada de tensión acabará llegando a término. El tercer tipo de escenario que podría acabar en una guerra nuclear consiste en que se produzca una lectura equivocada de las señales de alerta de los sistemas técnicos.
Tanto Estados Unidos como Rusia tienen sistemas de alerta precoz para detectar el lanzamiento de misiles de ataque por parte del rival. Una vez que los misiles han sido lanzados, están en trayecto y son detectados, los presidentes, estadounidense o ruso, disponen de aproximadamente diez minutos para decidir si lanzan un ataque en represalia antes de que los proyectiles ya en el aire destruyan los misiles terrestres de su país. Una vez en camino, el lanzamiento de los proyectiles no puede ser abortado. Esto deja un margen escasísimo para evaluar si la alerta precoz es real o si se trata de una falsa alarma debida a un error técnico, así como para decidir si pulsar o no un botón que acabará con la vida de cientos de millones de personas. Pero los sistemas de detección de misiles, como cualquier tecnología compleja, son susceptibles de sufrir fallos de funcionamiento y su interpretación admite ambigüedades.
Sabemos de al menos tres falsas alarmas que hayan sido emitidas por los sistemas estadounidenses de detección. Por ejemplo, el 9 de noviembre de 1979, el general del ejército de Estados Unidos que actuaba como oficial de vigilancia del sistema de detección llamó en mitad de la noche al subsecretario de Defensa, William Perry, para decirle: “Mi ordenador de alerta está mostrando 200 ICBM en vuelo desde la Unión Soviética en dirección a Estados Unidos”. Pero el general concluyó que probablemente se trataba de una falsa alarma, Perry no despertó al presidente Carter y este no presionó el botón ni mató innecesariamente a cien millones de soviéticos. Al final, resultó que la alerta era, ciertamente, una falsa alarma debida a un error humano: uno de los técnicos había metido por error en el ordenador del sistema de alerta una cinta de entrenamiento que simulaba el lanzamiento de 200 ICBM soviéticos.
También conocemos el caso de al menos una falsa alarma que haya sido emitida por el sistema de detección ruso: en 1995, el algoritmo de rastreo automático del radar ruso identificó erróneamente un cohete no militar lanzado desde una isla de Noruega hacia el Polo Norte como un misil lanzado por un submarino estadounidense. Estos incidentes ilustran algo importante. Las señales de alerta no son inequívocas. Es de esperar que se produzcan falsas alarmas, hecho que sigue ocurriendo, pero también es posible que se produzcan lanzamientos reales y alarmas reales. Por tanto, cada vez que salta una de estas alertas, el oficial de vigilancia y el presidente de Estados Unidos (y presumiblemente sus homólogos rusos) deben interpretarla en el contexto de las condiciones actuales: ¿es posible, en la situación mundial actual, que los rusos (o los estadounidenses) asuman el terrible riesgo de iniciar un ataque que garantizaría una represalia inmediata y total?
El 9 de noviembre de 1979 no había ningún suceso internacional que pudiera motivar el lanzamiento de un misil, las relaciones entre la Unión Soviética y Estados Unidos no estaban en un momento problemático y tanto el oficial a cargo de la alerta como William Perry confiaron en que podían interpretar aquella señal como una falsa alarma. Por desgracia, no es ese contexto tranquilizador el que hoy prevalece. Podríamos haber esperado (ingenuamente) que el final de la Guerra Fría redujera al mínimo o anulara cualquier riesgo de estallido de una guerra nuclear entre Rusia y Estados Unidos, pero el resultado ha sido, paradójicamente, el contrario: el riesgo es hoy mayor que en cualquier otro momento que hayamos vivido desde la crisis de los misiles en Cuba.
La explicación está en el deterioro de las relaciones y la comunicación entre Rusia y Estados Unidos, un deterioro debido en parte a algunas políticas recientes del presidente ruso, Vladimir Putin, y en parte a la imprudencia de las políticas estadounidenses. A finales de la década de 1990, el gobierno de Estados Unidos cometió el error de infravalorar a la Rusia postsoviética, pues la consideraba un país débil que ya no era digno de respeto. De acuerdo con esa actitud, Estados Unidos amplió la OTAN de forma prematura para integrar las repúblicas bálticas que habían sido parte de la Unión Soviética, defendió la intervención militar de la OTAN en Serbia contra la fuerte oposición rusa y situó misiles balísticos en Europa del este, supuestamente como defensa contra los misiles iraníes. Los líderes rusos se sintieron comprensiblemente amenazados por estas y otras acciones de Estados Unidos.
La actual política de Estados Unidos hacia Rusia está haciendo caso omiso de la lección que aprendieron los dirigentes finlandeses acerca de la amenaza soviética después de 1945: que la única forma de garantizar la seguridad de Finlandia era mantener conversaciones francas con la Unión Soviética de forma constante y convencer a los soviéticos de que se podía confiar en Finlandia y de que esta no suponía ninguna amenaza. Hoy, Estados Unidos y Rusia representan una gran amenaza el uno para el otro: la de una posible mala interpretación que desencadene un ataque no planificado con anterioridad, porque no mantienen una comunicación franca y constante, y no están consiguiendo convencerse mutuamente de que no representan la amenaza de un posible ataque.
El último de los escenarios supuestos que podría acabar en el empleo de armas nucleares sería aquel en el que unos terroristas le robaran a alguna potencia nuclear uranio, plutonio o incluso una bomba, o que dicha potencia nuclear se los entregara voluntariamente, algo que sería más probable en los casos de Pakistán, Corea del Norte o Irán. Después, la bomba podría ser introducida subrepticiamente en Estados Unidos, o en el país que fuera su objetivo, y ser detonada.
Durante la preparación para el atentado contra el World Trade Center en 2001, Al Qaeda intentó adquirir armamento nuclear para emplearlo contra Estados Unidos. Quizá dichos terroristas podrían hacerse con uranio o con una bomba sin contar necesariamente con la ayuda del país fabricante, en el caso de que la seguridad del lugar en el que se almacenan no fuera la adecuada. Por ejemplo, en el momento de la disolución de la Unión Soviética, en la república soviética que se convirtió en el nuevo Kazajistán independiente quedaban seiscientos kilos de uranio soviético con calidad suficiente como para permitir la fabricación de una bomba. El uranio se guardaba en un almacén que estaba protegido por poco más que una cerca de alambre de espino y podría haber sido robado con facilidad. Sin embargo, hay más probabilidades de que los terroristas obtengan los materiales necesarios para fabricar una bomba gracias a un “trabajo interno”; es decir, con la intervención de algún miembro del personal de los lugares donde se almacenan las bombas o de los propios dirigentes de Pakistán, Corea del Norte o Irán.
* Se publica con autorización de Penguin Random House Grupo Editorial, sello Debate. Traducción del inglés de María Serrano.
Recibió doctorado “honoris causa” de la Universidad de los Andes
* Jared Diamond, profesor de la Universidad de California, fisiólogo e historiador, autor del libro Armas, gérmenes y acero (1997), con el que conquistó una audiencia mundial y ganó un Pulitzer, impuso una sola condición antes de viajar a Colombia a recibir el doctorado honoris causa que le ofreció la Universidad de los Andes, en marzo de 2018: pidió un par de días para ir a observar aves. Después de la ceremonia en la que recibió el reconocimiento y ofreció una conferencia sobre la reconciliación, Diamond viajó al páramo de Chingaza en compañía de su amigo colombiano Cristian Samper, actual presidente de la Wildlife Conservation Society, y, según sus cuentas, observó cerca de cien especies de aves en el recorrido. Luego regresó a Estados Unidos, feliz de haberse cruzado en el camino al esquivo oso de anteojos, a dedicarse, como lo ha hecho a lo largo de 35 años, a combinar la ciencia y la historia para intentar resolver preguntas en torno al destino de las sociedades. Por ejemplo, en 2006 publicó un libro que tuvo una gran repercusión académica: Colapso: por qué unas sociedades perduran y otras desaparecen, donde se pregunta cómo unas sociedades que han desaparecido sin apenas dejar huella de su evolución han alcanzado una próspera civilización material y cultural.