La censurada literatura femenina en Irán. Fragmento de “El libro de mi destino”
Esta novela evoca la generación de mujeres previa a la Revolución de 1979, fue prohibida en Irán y publicada clandestinamente. Ganó el premio de literatura Bocaccio.
Parinoush Saniee * / Especial para El Espectador
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Sin tener en cuenta el honor y la reputación de su padre, mi amiga Parvaneh hacía cosas sorprendentes. Hablaba en voz alta por la calle y miraba los escaparates, incluso a veces se paraba y me señalaba los artículos expuestos. Daba igual que le repitiera: «Vámonos, es de mala educación»; no me hacía caso. En una ocasión, hasta me gritó desde la acera de enfrente y, por si fuera poco, me llamó por mi nombre de pila. Sentí tanta vergüenza que rogué que se me tragara la tierra. Gracias a Dios, no había por allí cerca ningún hermano mío, porque no sé qué habría pasado si me hubieran visto.
Cuando nos marchamos de Qum, mi padre permitió que siguiera asistiendo a la escuela. Más tarde, al explicarle que en Teherán las niñas no llevaban chador en clase y que sería el hazmerreír de mis compañeras, accedió a que me pusiera sólo un hiyab, un pañuelo de cabeza, pero hube de prometerle que iría con cuidado y que no me estropearía ni corrompería, para que él no tuviera que avergonzarse de mí. Yo no entendía que una niña pudiera estropearse, como la comida; pero sí sabía qué hacer para no avergonzar a mi padre, aunque no llevara chador ni hiyab. Una vez oí que mi tío Abbas le decía: «Hermano, una muchacha tiene que ser buena por dentro. No se trata de que lleve un hiyab adecuado. Si es mala, puede hacer mil cosas bajo su chador que mancillen el honor de su padre. Ahora que te has instalado en Teherán, tendréis que vivir como teheranís. Los tiempos en que se encerraba a las chicas en casa pasaron a la historia. Déjala ir a la escuela y vestirse como las otras niñas, o sólo conseguirás que destaque aún más.»
El tío Abbas era muy sensato y prudente, yo lo adoraba. Entonces él ya llevaba casi diez años viviendo en Teherán; sólo regresaba a Qum cuando moría algún familiar. Mi abuela paterna, que en paz descanse, siempre le decía: «Abbas, ¿por qué no vienes a verme más a menudo?» Y el tío Abbas soltaba una carcajada y respondía: «Qué quieres que haga. Diles a nuestros parientes que se mueran más a menudo.» Mi abuela le daba un cachete y le pellizcaba la mejilla, tan fuerte que le quedaba la marca un buen rato.
La mujer de mi tío Abbas era de Teherán. Siempre usaba chador cuando venía a Qum, pero todos sabían que en la capital prescindía hasta del hiyab. Sus hijas no observaban esas normas de conducta y tampoco llevaban hiyab en la escuela.
Cuando murió mi abuela, sus hijos vendieron la casa familiar donde vivíamos y repartieron las ganancias. El tío Abbas le dijo a mi padre:
—Hermano, este ya no es un buen sitio para vivir. Haz las maletas y ven a Teherán. Uniremos nuestras partes y compraremos una tienda. Te alquilaré una casa cerca de la mía y trabajaremos juntos. Ven; empieza a construir tu propia vida. El único sitio donde puedes ganar dinero es en la capital.
Al principio, mi hermano mayor, Mahmud, se opuso.
—En Teherán, la fe y la religión son algo secundario —decía.
Pero mi hermano Ahmad estaba contento.
—Sí, tenemos que ir —insistía—. Al fin y al cabo, debemos labrarnos un futuro.
—Pero pensad en las niñas —les advirtió madre—. En Teherán no encontrarán un marido decente, allí no conocemos a nadie. Todos nuestros amigos y parientes viven aquí. Masumeh tiene su certificado de primaria desde el año pasado y ya ha estudiado un año más de la cuenta. Va siendo hora de casarla. Y Fati debe empezar la escuela este año. Sólo Dios sabe qué sería de ella en Teherán. Todos dicen que las niñas criadas allí se estropean.
—No se atreverá —dijo Alí, que cursaba cuarto grado—. ¿Acaso no estoy yo aquí? La vigilaré como un halcón y no dejaré que se desvíe. —Y le propinó una patada a Fati, que jugaba sentada en el suelo. Mi hermana se echó a llorar, pero nadie le hizo caso.
—Eso son tonterías —repuse yo, yendo a abrazarla—. ¿Insinúas que todas las niñas de Teherán son malas?
Mi hermano Ahmad, que adoraba Teherán, le gritó a Fati:
—¡Cállate! —Entonces se volvió hacia los demás y añadió—: El problema es Masumeh. La casaremos aquí y nos iremos a Teherán. Así nos quitamos un problema de encima. Y Alí se encargará de vigilar a Fati. —Dio unas palmaditas en el hombro a Alí y, orgulloso, dijo que su hermano pequeño era honesto y actuaría responsablemente.
Me sentí frustrada. Ahmad siempre se había opuesto a que yo fuera a la escuela. Como él era muy mal estudiante, suspendía un curso tras otro y había tenido que dejar los estudios; no quería que fuera más culta que él.
A mi abuela, que en paz descanse, tampoco le gustaba que yo siguiera en el colegio, y siempre le estaba diciendo a mi madre: «Tu hija no tiene aptitudes. Cuando la cases, te la devolverán al cabo de un mes.» Y a mi padre: «¿Por qué sigues gastando dinero en esa niña? Las niñas son inútiles. Pertenecen a otro. Trabajas mucho, gastas mucho en ella, y al final tendrás que pagar mucho más para entregársela a otro hombre.»
Ahmad estaba a punto de cumplir los veinte, pero todavía no tenía empleo fijo. Aunque trabajaba de recadero en la tienda del bazar del tío Asadolá, siempre andaba deambulando por las calles. No se parecía a Mahmud, que, pese a ser sólo dos años mayor que él, era serio, responsable y tan devoto que jamás olvidaba sus oraciones ni se saltaba los ayunos. Todos creían que Mahmud le llevaba diez años a Ahmad.
Madre quería que Mahmud se casara con mi prima materna, Ehteram-Sadat, y decía que ésta era una sayyida, una descendiente del Profeta. Pero yo sabía que a mi hermano le gustaba Mabubeh, mi prima paterna. Cada vez que venía a nuestra casa, Mahmud se ruborizaba y empezaba a tartamudear. Se quedaba en un rincón, desde el cual observaba a Mabubeh, sobre todo cuando le resbalaba el chador de la cabeza. Y ella, bendita sea, era tan alocada y traviesa que olvidaba cubrirse debidamente. Cuando mi abuela la regañaba por no ser más recatada delante de un hombre que no era pariente directo suyo, le contestaba riendo: «¡Tranquila, abuela!, es como si fueran mis hermanos.»
Yo me había fijado en que, nada más marcharse Mabubeh, Mahmud se sentaba a rezar durante dos horas, y luego no paraba de repetir: «¡Que Dios se apiade de mi alma!» Supongo que creía que había pecado, pero eso sólo Dios lo sabe.
Durante un tiempo, antes de irnos a vivir a Teherán, hubo peleas y discusiones frecuentes en casa. Sólo había acuerdo unánime en que tenían que casarme y librarse de mí. Parecía que toda la población de Teherán estuviera aguardando mi llegada para corromperme. Yo iba a diario al santuario de la santa Masumeh y le suplicaba que intercediese para que mi familia me llevara consigo y me dejara ir a la escuela. Lloraba y me lamentaba de no ser un chico, y soñaba con enfermar y morir, como Zari. Zari era tres años mayor que yo, pero contrajo difteria y murió a los ocho.
Gracias a Dios, mis oraciones fueron escuchadas, y nadie llamó a nuestra puerta para pedir mi mano. Cuando llegó el momento, mi padre arregló sus asuntos y el tío Abbas nos alquiló una casa cerca de la calle Gorgan. Todos estaban pendientes de lo que la vida me depararía. Cada vez que mi madre se encontraba en compañía de personas a quienes consideraba importantes, comentaba: «Ya va siendo hora de casar a Masumeh», mientras yo me ruborizaba de rabia y humillación.
Pero la santa Masumeh estaba de mi parte y nadie apareció. Al final, mi familia habló con un antiguo pretendiente que ya se había casado y divorciado, para proponerle que me ofreciera matrimonio. Era acomodado y relativamente joven, pero no se sabía por qué se había divorciado apenas unos meses después de casarse. Me pareció feo y antipático. Cuando descubrí los horrores que me esperaban, dejé a un lado el recato y las ceremonias, me arrojé a los pies de mi padre y lloré desconsoladamente hasta que accedió a llevarme con ellos a Teherán. Mi padre tenía buen corazón y me quería aunque fuera una niña. Según mi madre, después de la muerte de Zari, él se había preocupado mucho por mí; yo era muy delgada y mi padre temía que muriera también. Siempre creyó que, como se había mostrado desagradecido cuando nació Zari, Dios lo había castigado y se la había llevado. Quién sabe, quizá también había sido desagradecido en el momento de mi nacimiento. Pero yo lo quería mucho. Era la única persona en casa que me entendía.
Todos los días, cuando mi padre volvía del trabajo, yo cogía una toalla y esperaba junto a la fuente. Él se apoyaba en mi hombro y metía los pies en el agua varias veces. Luego se lavaba las manos y la cara. Le tendía la toalla y, mientras se secaba, me miraba con sus ojos castaño claro, y entonces yo confirmaba que me quería y que estaba orgulloso de mí. Me daban ganas de besarlo, pero no estaba bien visto que una niña ya mayor besara a un hombre, aunque fuera su padre. Por el motivo que fuese, se compadeció de mí y le juré que no me echaría a perder ni le daría motivos para avergonzarse de su hija.
Aunque había conseguido que me llevaran a Teherán, que me dejaran ir a la escuela iba a ser más difícil. Ahmad y Mahmud se oponían a que yo continuara estudiando, y mi madre creía que era más importante que me apuntara a clases de costura. Pero con mis ruegos, súplicas y lágrimas incontenibles conseguí convencer a mi padre para que les plantara cara, y al final me matriculó en el octavo curso de la escuela secundaria.
Ahmad se enfadó tanto que, de haber podido, me habría estrangulado, y aprovechaba cualquier excusa para pegarme. Pero yo sabía qué era lo que en el fondo lo fastidiaba, y por eso me callaba. Mi escuela no estaba muy lejos de casa; sólo tardaba quince o veinte minutos a pie. Al principio, Ahmad me seguía a hurtadillas, pero yo me ceñía bien el chador procurando no darle ningún pretexto. Mahmud, por su parte, dejó de hablarme y me ignoraba por completo.
* Se publica con autorización de Penguin Random House Grupo Editorial, sello Salamandra.