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Llegó el tiempo de la Cuaresma y también el momento de conmemorar el décimo aniversario del ascenso al trono papal de Francisco, una conjunción apropiada, ya que estos son días de tribulación para su papado.
Está la guerra en dos frentes que Roma libra sobre la doctrina y la liturgia, en la que trata de desplazar a los tradicionalistas de la misa en latín de la Iglesia católica mientras frena con más diplomacia a los obispos liberales alemanes para que no provoquen un cisma en el flanco izquierdo del catolicismo.
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Está el ejemplo más reciente, en el sombrío caso del sacerdote jesuita Marko Rupnik, de clérigos con buenas conexiones acusados de abusos sexuales que parecen inmunes a las normas y reformas que se supone ponen límites a su ministerio.
Y luego están las cifras desalentadoras para la Iglesia de la era de Francisco, como la caída acelerada en el número de hombres que estudian para el sacerdocio en todo el mundo, que alcanzó su punto máximo alrededor del comienzo del pontificado de Francisco y ha estado disminuyendo desde entonces. O el panorama financiero sombrío, tan malo como para que el Vaticano les cobre rentas más elevadas a los cardenales para compensar años de déficit.
En la prensa láica, el relato de Francisco como un gran reformador se estableció desde el principio y a medida que han ido surgiendo pruebas que muestran lo contrario, la respuesta ha sido a menudo un decoroso silencio. Se ha dejado sobre todo a sus críticos conservadores recopilar las listas de clérigos acusados de abusos que han recibido un trato favorable de este pontífice o insistir en los fracasos de la reforma financiera y la ausencia de una renovación evidente en los bancos o señalar que un pontificado que en su día prometió hacer a la Iglesia menos autorreferente, menos centrada en sí misma, ha producido, en cambio, una década de debates internos amargos y mayores divisiones teológicas, mientras la verborrea oficial del catolicismo es recibida con llamativa indiferencia por el resto del mundo.
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En cuanto a la evidente polarización de la Iglesia, los admiradores del papa, al menos, tienen su propia versión: el problema radica en la resistencia de los católicos conservadores, en particular los católicos conservadores estadounidenses, que han bloqueado, impedido y saboteado su pontificado, desafiando tanto al Espíritu Santo como a la autoridad legítima de Roma. La derecha católica ha iniciado una guerra civil y ha culpado de manera injusta al papa, y sus aparentes fracasos de gobierno y liderazgo son solo un testimonio de la dificultad de una reforma verdadera y profunda.
Tengo algunos motivos personales para no estar de acuerdo con esta versión: fui uno de los escépitcos tempranos del papa Francisco, temiendo más o menos el tipo de desmoronamiento que estamos viendo y mis dudas se encontraron con una intensa oposición inicial entre muchos de mis compañeros católicos conservadores, que eran bastante reacios a imaginar cualquier entendimiento entre ellos y Roma. Así que el hecho de que muchos de ellos hayan terminado desde entonces en algún tipo de oposición parece una consecuencia de las formas específicas en que Francisco ha llevado a cabo su liberalización, más que una oposición reflexiva a cualquier cosa fuera de su zona de confort.
Consideremos un escenario contrafáctico en el que los primeros meses del papa se desarrollaran del mismo modo —los gestos de inclusión y bienvenida, el famoso “¿quién soy yo para juzgar?”—, pero a partir de ahí su enfoque fuera centrado, estratégico, diseñado para buscar el cambio pero también para mantener la unidad. Esto podría haber significado, por ejemplo, impulsar los cambios solicitados por los católicos liberales que son más fáciles de incluir en la doctrina actual, como la relajación de la regla del celibato para los sacerdotes o incluso permitir diaconisas y al mismo tiempo hacer grandes esfuerzos para tranquilizar a los conservadores de que la Iglesia no estaba simplemente renunciando a sus compromisos ni disolviendo sus enseñanzas sobre el sexo y el matrimonio.
Ese tipo de impulso se habría encontrado con la oposición de los conservadores (mi opinión personal es que levantar la regla del celibato sería un error), mientras que los límites y las garantías habrían decepcionado a los liberales que querían un cambio mucho más radical. Pero los objetivos habrían sido concretos y alcanzables, los límites y las fronteras claros y el papa habría intentado desempeñar algo parecido al papel del padre en la parábola del hijo pródigo, con su impulso por acoger al hermano menor, pero también su cariñoso apoyo al mayor.
En cambio, la primera táctica de Francisco consistió en una controversia mucho más en evidente conflicto con la doctrina católica: la cuestión de las segundas nupcias después del divorcio, en la que están en juego las propias palabras de Jesús. Mientras tanto, su enfoque más amplio ha sido abrir controversias en la mayor variedad posible de frentes: a veces a través de sus declaraciones, a veces a través de sus nombramientos y durante un tiempo a través de la extraña estrategia de llevar a cabo repetidas conversaciones con un periodista italiano ateo que, como es sabido, no tomó notas, dejando a los católicos comunes con la incógnita de si en verdad el papa había negado, por ejemplo, la doctrina del infierno o si solo se contentaba con que los lectores de La Repubblica lo pensaran.
Francisco complementó todo esto con una crítica constante a los conservadores, y en especial a los tradicionalistas, por ser rígidos, farisaicos y fríos de corazón, por estar “todos tiesos con sotanas negras” y llevar “el encaje de la abuela”, el equivalente al padre de la parábola que se vuelve hacia su hijo mayor y lo regaña por ser un bicho raro tan tenso. Y cuando la facción tradicionalista se convirtió, como era de esperarse, en un foco de oposición en línea a veces paranoica, el papa que predicaba la descentralización y la diversidad optó por una cruenta microgestión, con la cual intentó estrangular a las congregaciones de la misa en latín mediante gestos tan misericordiosos como prohibir que sus misas aparecieran en los boletines parroquiales.
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Y sin embargo, con todo esto, el papa no ha aportado muchos cambios concretos al ala progresista de la Iglesia, sino que ha reculado en repetidas ocasiones: retrocediendo en la ambigüedad sobre la comunión para los divorciados y vueltos a casar, dando un paso atrás cuando parecía que iba a permitir nuevos experimentos con sacerdotes casados, permitiendo a su oficina de doctrina declarar la imposibilidad de las bendiciones para parejas del mismo sexo que muchos obispos europeos desean autorizar.
Lo cual, también como era de esperarse, ha creado tanto decepción por las expectativas no cumplidas como un impulso constante de ir tan lejos como sea posible, incluso hacia el protestantismo liberal que sobre todo parece buscar la Iglesia alemana, en la teoría de que hay que forzar a Francisco a aceptar los cambios que siempre está contemplando pero que nunca acaba de materializar.
Visto ahora en el hito de sus 10 años, este pontificado no solo se ha enfrentado a una resistencia inevitable debido a su celo por la reforma. Ha multiplicado sin necesidad las controversias y exacerbado las divisiones en aras de una agenda que todavía puede parecer vaga y sus decisiones en cada momento han parecido diseñadas para crear la mayor alienación posible entre las facciones de la Iglesia, el mayor torbellino imaginable.
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