“La historia de Rusia”, un libro para entender los antecedentes de la guerra
Todos los días oímos o hablamos de Rusia sin conocimiento de causa. El nuevo libro de Orlando Figes, prestigioso historiador británico-alemán, nos ilustra. Fragmento.
Orlando Figes * / Especial para El Espectador
Una mañana fría y gris de noviembre de 2016, en una plaza cubierta de nieve delante del Kremlin, en Moscú, se congregaba un pequeño grupo de personas. Estaban allí para asistir a la inauguración de un monumento en honor del gran príncipe Vladímir, que gobernó la Rus de Kiev —«el primer Estado ruso»— entre los años 980 y 1015.
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Una mañana fría y gris de noviembre de 2016, en una plaza cubierta de nieve delante del Kremlin, en Moscú, se congregaba un pequeño grupo de personas. Estaban allí para asistir a la inauguración de un monumento en honor del gran príncipe Vladímir, que gobernó la Rus de Kiev —«el primer Estado ruso»— entre los años 980 y 1015.
Según la leyenda, Vladímir de Kiev fue bautizado en el año 988 en Crimea, entonces parte del Imperio bizantino, y con ello inició la conversión de su pueblo a la Iglesia ortodoxa oriental. A la inauguración de su estatua asistieron los principales líderes religiosos de Rusia —el patriarca de Moscú y de todas las Rusias, el ordinariato católico, el gran muftí, el rabino mayor y el maestro principal de la sangha budista—, ataviados con sus coloridos ropajes. (Recomendamos: vea el especial de un año de la guerra en Ucrania).
La figura de bronce portaba una cruz y una espada y tenía una altura de más de veinte metros. El monumento era el último de una larga serie de santuarios de dimensiones colosales dedicados a Vladímir, erigidos todos ellos después de la caída del comunismo y en el mismo estilo nacional kitsch «ruso» que llegó a ser tan popular durante el siglo XIX.
Otras ciudades rusas —Bélgorod, Vladímir, Astracán, Bataisk y Smolensk— habían erigido también sus monumentos al gran príncipe, valiéndose tanto de la financiación del Estado como de las suscripciones públicas. La estatua moscovita estaba financiada por el Ministerio de Cultura, una sociedad de historia militar y un club de motociclistas.
Otro Vladímir se encargó de pronunciar el discurso de inauguración: el presidente Putin. Este consiguió transmitir la sensación de que se estaba aburriendo incluso mientras hablaba. Vladímir Vladímirovich parecía estar deseando que la ceremonia finalizara lo antes posible, y quizá esa fue la razón por la que empezó antes de lo previsto, cuando el director de cine Fiódor Bondarchuk —quien se había pronunciado abiertamente a favor de la reciente anexión de la Crimea ucraniana por parte de Rusia— le entregó el micrófono.
Putin, leyendo el guion con voz monótona, señaló lo simbólico de la fecha de aquella inauguración, el 4 de noviembre, día de la Unidad Popular de Rusia. El gran príncipe, proclamó, había «unificado y defendido el territorio de Rusia» mediante la «fundación de un Estado fuerte, unido y centralizado, que aglutinaba a diversos pueblos, lenguas, culturas y religiones en una vasta familia».
Los tres países actuales cuyos orígenes podrían rastrearse hasta la Rus de Kiev —Rusia, Bielorrusia y Ucrania—, prosiguió Putin, eran miembros de esta familia. Eran un solo pueblo, o nación, con unos mismos principios cristianos, una misma cultura y una misma lengua, lo que, indicaba Putin, formaba los cimientos eslavos tanto del Imperio ruso como de la Unión Soviética. En este mismo argumento insistió el patriarca Cirilo, que intervino a continuación. Si Vladímir hubiera seguido siendo pagano o si hubiera mantenido su conversión en secreto, «no existirían ni habrían existido Rusia, ni el gran Imperio ruso, ni la Rusia contemporánea».
Natalia Solzhenitsyn, la viuda del escritor, pronunció el tercer y último discurso. Fue breve y tuvo un tono distinto. La traumática historia de la Rusia del siglo XX, dijo, había dividido al país y «de entre todos nuestros desacuerdos, ninguno nos enfrenta tanto como nuestro pasado». Terminó haciendo una invocación al «respeto por nuestra historia», lo que significaba no limitarse, sin más, a enorgullecerse de ella, sino a «juzgar el mal con honestidad y valentía, sin justificarlo ni barrerlo debajo de la alfombra para esconderlo». Putin parecía incómodo.
En Ucrania, la población estaba indignada. Allí ya contaban con su propia estatua del gran príncipe —Volodímir como allí lo llaman—, que había sido erigida en 1853, momento en el que Ucrania formaba parte del Imperio ruso. La efigie se encuentra en la cima de una colina en la margen derecha del río Dniéper, mirando a Kiev, la capital ucraniana. Tras la disolución de la Unión Soviética en 1991, la estatua se convirtió en un símbolo de la independencia del país con respecto a Rusia.
Minutos después de la clausura de la ceremonia celebrada en Moscú, desde la cuenta oficial de Ucrania en Twitter se publicó una foto del monumento de Kiev con una frase en inglés: «Don’t forget what [the] real Prince Volodymyr monument looks like» («Que nadie olvide cómo es [el] verdadero monumento al príncipe Volodímir»). El presidente ucraniano, Petró Poroshenko, elegido tras la Revolución del Maidán, en 2014, acusó al Kremlin de estar apropiándose de la historia de Ucrania y comparó su comportamiento «imperialista» con la anexión rusa de Crimea, parte de la Ucrania soberana, que había tenido lugar justo antes de su elección.
La disputa entre Kiev y Moscú por Volodímir/Vladímir ya duraba años. El monumento de Moscú era un metro más alto que el de Kiev, como para reafirmar la primacía de las reivindicaciones rusas sobre el gran príncipe. Si Putin se había apropiado a Vladímir reclamándolo como fundador del Estado ruso moderno, en Ucrania se reivindicaba a Volodímir como una figura propia, el «creador del Estado medieval europeo de la Rus de Ucrania», tal como Poroshenko lo había designado en un decreto de 2015, en el milenario de la muerte del gran príncipe, ocurrida en 1015 (el hecho de que el término «Ucrania» no aparezca en las fuentes escritas hasta finales del siglo XII —y únicamente en el sentido de okraina, una antigua palabra eslava que significa «periferia» o «tierra fronteriza»— fue convenientemente pasado por alto).
Algunos meses más tarde, Poroshenko añadiría que la decisión de Volodímir de bautizar a la población de la Rus de Kiev había sido «no solo una decisión cultural o política, sino además una elección europea», en virtud de la cual Kiev se había unido a la civilización cristiana de Bizancio. El mensaje estaba claro: Ucrania deseaba ser parte de Europa, no una colonia rusa.
Los dos lados estaban apelando a la historia de la Rus de Kiev —una historia que ambos comparten— para rearmar unos relatos sobre la identidad nacional que pudieran emplear al servicio de sus propósitos nacionalistas. Claro está que, en términos históricos, tiene poco sentido hablar ni de «Rusia» ni de «Ucrania» como naciones o estados en el siglo X (ni, en realidad, de cualquier otro momento de la época medieval). Lo que nos encontramos en el conflicto en torno a Volodímir/Vladímir no es una disputa histórica genuina, sino dos mitos fundacionales incompatibles.
* Se pública con autorización de Penguin Random House Grupo Editorial, sello Taurus.