La honda herida que deja el caso México-Ecuador (Análisis)

El derecho al asilo diplomático, la gran contribución de América Latina al ordenamiento internacional, quedó en entredicho con el asalto del gobierno ecuatoriano a la embajada de México. ¿Qué peligros supone este hecho en momentos en que las relaciones en América Latina parecen caóticas?

Suhelis Tejero*, especial de Connectas para El Espectador
20 de abril de 2024 - 08:31 p. m.
Un grupo de personas protestan afuera de la Embajada de Ecuador en la Ciudad de México (México), luego del asalto a la Embajada mexicana en Quito. EFE/Sáshenka Gutiérrez
Un grupo de personas protestan afuera de la Embajada de Ecuador en la Ciudad de México (México), luego del asalto a la Embajada mexicana en Quito. EFE/Sáshenka Gutiérrez
Foto: EFE - Sáshenka Gutiérrez
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El 5 de abril, cuando el Gobierno de Ecuador asaltó la embajada de México en Quito, algo intangible se rompió en América Latina. El derecho al asilo diplomático, una política de marca regional, y el derecho a la inviolabilidad de las embajadas y sedes consulares parecieron quedar a merced de las decisiones del gobernante de turno.

Más allá de las sanciones que puede enfrentar Ecuador por este hecho tan criticado a nivel internacional, hay quienes piensan que este impasse demuestra que el derecho internacional latinoamericano está sufriendo ante los altos niveles de ideología y polarización que imperan hoy en la zona. Y como síntoma de ello, en el caso específico del impasse Ecuador-México, brillaron por su ausencia los líderes regionales capaces de convocar al diálogo entre las partes, y también las instituciones regionales, como la Organización de Estados Americanos (OEA), que solo expidió una tibia respuesta.

“Hay un impacto inmediato que es el resquebrajamiento de reglas básicas de convivencia a nivel internacional, y el respeto a las sedes diplomáticas es de las más antiguas sobre las que no había mayor discusión”, advierte Elizabeth Salmón, profesora de Derecho de la Pontificia Universidad Católica del Perú.

El asunto tiene vericuetos extraños. Tras meses de desencuentros diplomáticos por la presencia del exvicepresidente ecuatoriano Jorge Glas en la embajada de México en Quito, el Gobierno de Andrés Manuel López Obrador decidió otorgarle el asilo político que había solicitado, ante la furia del palacio de Carondelet, que lo considera un delincuente común.

Pero todo acabó de desmoronarse luego de que AMLO insinuó que el mayor beneficiario del magnicidio del candidato presidencial Fernando Villavicencio fue el actual presidente de ese país, Daniel Noboa.

En respuesta, el mandatario de Ecuador decidió asaltar la embajada mexicana y llevarse detenido a Glas, quien enfrenta un nuevo proceso judicial por supuesta corrupción y estaba en libertad condicional, aunque con una nueva orden de prisión preventiva en su contra. México protestó porque la fuerza pública irrumpió en la sede diplomática y violó su potestad de otorgar asilo a quien lo considere. Días más tarde, la cancillería mexicana demandó a Ecuador ante la Corte Internacional de Justicia, el principal órgano de justicia de Naciones Unidas, “por la flagrante violación a la inviolabilidad de la embajada, contra la integridad física y moral de nuestros diplomáticos”.

Si bien expertos consultados consideran que la corte puede demorar años en tomar una decisión, sea cual fuere, las consecuencias trascienden a Ecuador y México. Existen dos tipos de asilo: el territorial, reconocido por la mayoría de los países del mundo, y el diplomático, que es una tradición nacida y promovida en América Latina pero no necesariamente reconocida a nivel global. Por el primero, un Estado protege en su territorio a un extranjero perseguido o amenazado en su país de origen por razones políticas, religiosas, raciales, sexuales o de otro tipo. Mientras tanto, el asilo diplomático –como el que México otorgó a Glas– consiste en el refugio concedido por las embajadas en el extranjero a personas que sufren, específicamente, persecución política o ideológica.

“Infortunadamente, estamos en una situación en la cual entre los propios estados latinoamericanos caemos en una polarización y enfrentamientos por razones de distinto tipo… ideológicas, pero también geopolíticas, que yo creo que son inconvenientes porque eso vuelve aún más irrelevante a Latinoamérica en el debate global”, opina Rodrigo Uprimny, profesor de Derecho de la Universidad Nacional de Colombia, en conversación con CONNECTAS.

La doctrina que dio pie al asilo diplomático existe desde el siglo XIX, pero un caso específico le puso el sello latinoamericano a este principio del derecho internacional. El político peruano Víctor Raúl Haya de la Torre se refugió en la embajada de Colombia en Lima, luego de que la dictadura de su país lo acusó de estar involucrado en una revuelta militar ocurrida en 1948. Allí pasó cinco años porque el gobierno peruano se negó a otorgar un salvoconducto de salida del país. Colombia sometió el caso ante la Corte de Justicia Internacional (CIJ) que decidió que el asilo de Haya de la Torre debía terminar, aunque esto no obligaba a ese país a entregar al dirigente a las autoridades locales. Al final, en 1954 Haya de la Torre terminó sometido a un interrogatorio judicial de la dictadura peruana, que luego lo expulsó a México.

La decisión de la CIJ causó tal revuelo en Latinoamérica, que los países de la región enviaron cartas de protesta a Naciones Unidas y a la propia corte. Pero no se quedaron ahí: justo en esos días se celebraba la X Conferencia Interamericana, en Caracas, Venezuela, donde se suscribió la Convención del Asilo Diplomático, también conocida como la Convención de Caracas de 1954. Esta resolvió jurídicamente todas las debilidades que enfrentó la CIJ en su sentencia y dio piso legal al asilo diplomático. De allí que se considere que esta es una doctrina especialmente latinoamericana.

Aunque otros países, como Estados Unidos, Canadá o Europa, no han suscrito ese principio, hay casos en que aún así se ha respetado el derecho del asilado y la inviolabilidad de la sede diplomática. El antecedente más relevante es el de Julian Assange, el ‘hacker’ australiano que pasó siete años asilado, irónicamente, justo en la embajada de Ecuador en Londres, ante la negativa del gobierno británico de otorgar un salvoconducto. Aunque Reino Unido no reconoce el asilo diplomático, no intentó entrar a la fuerza a la embajada ecuatoriana.

Y en América Latina hay decenas de casos semejantes: en los años setenta el expresidente argentino Héctor Cámpora estuvo refugiado en la embajada de México en Argentina; en la década de los ochenta un grupo de cubanos estrelló un autobús contra la sede diplomática de Perú de La Habana para pedir asilo, un hecho que antecedió al éxodo del buque Mariel. En este siglo, también se han presentado situaciones emblemáticas, como el refugio del empresario venezolano Pedro Carmona en la embajada de Colombia en Caracas, tras escapar de su cárcel preventiva por su implicación en el golpe de Estado del año 2002. Por su parte, el expresidente Alan García pidió en 1992 asilo a Colombia, que se lo concedió. Años más tarde hizo lo mismo con Uruguay, pero este país consideró que García, que enfrentaba un proceso judicial por el caso Odebrecht, no era un perseguido político y negó la solicitud.

En todos estos casos, cada delegación diplomática tomó decisiones basadas en los convenios internacionales vigentes sobre el refugio y asilo diplomático, sin que los países respectivos pusieran mayores obstáculos o intervinieran las sedes. Solo existen dos antecedentes de ruptura del principio de extraterritorialidad: en 1976 la dirigente anarquista uruguaya Elena Quinteros, estando detenida, entró corriendo a la embajada de Venezuela en Montevideo donde pidió asilo a gritos. Los policías y militares que la trasladaban la persiguieron dentro de la sede diplomática y se la llevaron a la fuerza. Quinteros es una de las desaparecidas de la dictadura uruguaya. El otro caso, mucho más reciente, se presentó cuando el régimen de Daniel Ortega tomó posesión de la sede de la OEA en Managua en 2022, a la que renombró como la “Casa de la Soberanía”.

Una diferencia llamada Jorge Glas

¿Qué diferencia al caso de la embajada mexicana en Quito? Las otras dos irrupciones diplomáticas documentadas –la de Quinteros y la de la OEA– se generaron en gobiernos autoritarios o dictatoriales, a diferencia de lo ocurrido en Ecuador, un asalto ordenado por Noboa, un presidente que llegó al poder por la vía democrática.

En este caso, la manzana de la discordia es el exvicepresidente Jorge Glas, exfuncionario de los gobiernos de Rafael Correa y Lenín Moreno, detenido y condenado en 2017 a ocho años de cárcel por corrupción en el caso de Odebrecht. Al momento de ingresar a la embajada de México, Glas estaba bajo libertad condicional y enfrentaba un nuevo caso por presunta corrupción por el que le habían dictado prisión preventiva.

Este es un punto para Ecuador, porque la Convención de Caracas de 1954, en uno de los puntos centrales, define que el asilo diplomático sólo puede ser otorgado a perseguidos por razones políticas o ideológicas y no a reos juzgados por delitos comunes. Sin embargo, México no carece de argumentos: “Quien califica si hay o no persecución política es el estado asilante, lo cual tiene toda la lógica del mundo por cuanto ningún estado va a decir que está investigando judicialmente o condenando a alguien por persecución política”, destaca el experto colombiano Uprimny.

Pero para el director de estudios latinoamericanos de la Universidad Andina Simón Bolívar de Ecuador (UASB) Esteban Nichols, Glas no es un perseguido. “Es un preso común por sus actos corruptos y creo que eso se ha evidenciado con pruebas duras”, opina el experto. Recuerda además que el exvicepresidente “es la figura que los ecuatorianos reconocen cómo la encarnación de la corrupción”, dijo.

Para Nichols no hay dudas de que el Gobierno ecuatoriano violó los principios que protegen las sedes diplomáticas y la propia potestad de México de considerar a Glas como un asilado. Pero una situación explicaría por qué el presidente Noboa decidió asaltar la embajada. Ecuador vive bajo un estado de excepción adoptado por el presidente como una vía para controlar la extrema violencia generada por el crimen organizado y el narcotráfico en ese país.

“Creo que tiene mucho que ver con las intenciones de Noboa de adoptar un personaje, una personalidad política que le distinga para que la gente confíe en él, que es algo que además perpetúa la noción de los caudillos en Ecuador. Está buscando tener réditos invadiendo la embajada mexicana”, asegura Nichols.

Por su parte, Uprimny teme que este hecho genere que otros países de la región con gobiernos de mano dura comiencen a violar el derecho al asilo y la soberanía en las sedes diplomáticas. “Ni siquiera las peores dictaduras de los años setenta desconocieron la inviolabilidad de las embajadas y aceptaron el derecho de asilo. No puede ser que ahora regímenes que se precian de ser democráticos, como el ecuatoriano, desconozcan estos principios medulares del derecho internacional”, resalta el experto.

Mientras la denuncia de México sigue su curso ante la CIJ, tal vez una discusión política de alto nivel entre los líderes de la región podría revertir el grave precedente. Pero no hay señales de que ello vaya a ocurrir. El asalto a la embajada parece que quedará como una herida abierta en una diplomacia regional que no atraviesa su mejor momento. “La única forma de que Latinoamérica sea relevante en el debate global es que tenga una voz unificada”, afirma Uprimny.

* Miembro de la Mesa Editorial de CONNECTAS

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Por Suhelis Tejero*, especial de Connectas para El Espectador

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