Las guerras, las revoluciones y las grandes potencias, según Hannah Arendt
A propósito de la guerra en Gaza, un fragmento de “La libertad de ser libres”, una de las obras de la filósofa y escritora de origen judío. En Colombia bajo el sello editorial Taurus.
Hannah Arendt * / Especial para El Espectador
Mucho me temo que el tema que voy a tratar hoy es casi bochornosamente tópico. Las revoluciones se han convertido en sucesos cotidianos desde la extinción del imperialismo, momento a partir del cual tantos pueblos se han levantado «para ocupar, entre las potencias del mundo, el puesto diferenciado e igual al que les dan derecho las leyes de la naturaleza y el dios de esa misma naturaleza». Del mismo modo que el resultado más duradero de la expansión imperialista fue la exportación de la idea de Estado nación a todos los rincones de la tierra, el fin del imperialismo, bajo la presión del nacionalismo, ha dado lugar a la propagación de la idea de revolución a lo largo y ancho del planeta. (Recomendamos: “Los palestinos y el discurso occidental”, ensayo de Edward W. Said).
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Mucho me temo que el tema que voy a tratar hoy es casi bochornosamente tópico. Las revoluciones se han convertido en sucesos cotidianos desde la extinción del imperialismo, momento a partir del cual tantos pueblos se han levantado «para ocupar, entre las potencias del mundo, el puesto diferenciado e igual al que les dan derecho las leyes de la naturaleza y el dios de esa misma naturaleza». Del mismo modo que el resultado más duradero de la expansión imperialista fue la exportación de la idea de Estado nación a todos los rincones de la tierra, el fin del imperialismo, bajo la presión del nacionalismo, ha dado lugar a la propagación de la idea de revolución a lo largo y ancho del planeta. (Recomendamos: “Los palestinos y el discurso occidental”, ensayo de Edward W. Said).
Todas esas revoluciones, al margen de cuán violentamente antioccidental sea su retórica, se encuentran bajo el signo de las revoluciones occidentales tradicionales. La situación actual ha venido precedida por la serie de revoluciones que tuvieron lugar en la propia Europa después de la Primera Guerra Mundial. Desde entonces, y de forma más notable a partir de la Segunda Guerra Mundial, nada parece más seguro que el hecho de que un cambio revolucionario de Gobierno, frente a un mero cambio de Administración, se verá frustrado en la forma de un conflicto armado entre los poderes existentes; es decir, en una especie de aniquilación total.
Pero conviene señalar que, incluso antes de que los desarrollos tecnológicos hicieran de las guerras entre las grandes potencias una lucha literalmente a vida o muerte, y por lo tanto autodestructiva, desde un punto de vista político las guerras se habían convertido ya en una cuestión de vida o muerte. No se trata ni mucho menos de una conclusión inevitable, pero sí implica que los protagonistas de las guerras entre naciones han empezado a actuar como si estuvieran envueltos en una guerra civil.
Además, las pequeñas guerras de los últimos veinte años —Corea, Argelia, Vietnam— han sido a todas luces guerras civiles en las que se han involucrado las grandes potencias, bien porque la revolución amenazaba su dominio, bien porque se había producido un peligroso vacío de poder. En estos ejemplos ya no es la guerra la que precipita la revolución, sino que la iniciativa pasa de la guerra a la revolución, que en algunos casos, pero no en todos ni mucho menos, precederá a una intervención militar. Es como si de repente hubiéramos vuelto al siglo XVIII, cuando a la Revolución estadounidense siguió una guerra contra Inglaterra o cuando la Revolución francesa se prolongó en una guerra contra la alianza de las potencias monárquicas de Europa.
Y una vez más, pese a las circunstancias enormemente distintas —tecnológicas y de otro tipo—, las intervenciones militares parecen poco efectivas ante este fenómeno. A lo largo de los últimos doscientos años, un gran número de revoluciones se han visto condenadas al fracaso, pero han sido relativamente pocas las sofocadas por la superioridad de los medios violentos aplicados. Al mismo tiempo, las intervenciones militares, incluso cuando han triunfado, a menudo se han revelado notablemente ineficaces a la hora de restaurar la estabilidad y de llenar el vacío de poder. hasta en condiciones de victoria, se manifiesta la incapacidad de instaurar la estabilidad en lugar del caos, la honestidad en lugar de la corrupción, la autoridad y la confianza en el Gobierno en lugar de la decadencia y la desintegración.
La restauración, consecuencia de una revolución interrumpida, por lo general no ofrece más que un débil caparazón, provisional a todas luces, bajo el que los procesos de desintegración siguen adelante, sin ningún control. Pero, por otra parte, existe un gran potencial para la estabilidad futura inherente a la formación consciente de nuevas entidades políticas, el mejor ejemplo de lo cual sería la república estadounidense; el principal problema es, por supuesto, la excepcionalidad de las revoluciones que logran su propósito.
No obstante, dada la actual configuración del mundo, en la que, para bien o para mal, las revoluciones se han convertido en los acontecimientos más significativos y frecuentes —y lo más probable es que sigan siéndolo durante las décadas que están por venir—, no solo sería más prudente, sino también más pertinente que, en vez de jactarnos de ser la potencia más poderosa de la tierra, dijéramos que hemos gozado de una estabilidad extraordinaria desde la fundación de nuestra república, y que esa cualidad ha sido producto directo de la revolución; pues, como ya no puede decidirse por la guerra, la impugnación de las grandes potencias quizá se decida, a la larga, por cuál sea el bando que entienda mejor qué son las revoluciones y qué es lo que en ellas se pone en juego.
Creo que no es un secreto para nadie, al menos no desde el incidente de la bahía de Cochinos, que la política exterior de este país se ha mostrado muy poco capaz y hasta muy poco cualificada a la hora de juzgar las situaciones revolucionarias o de comprender el ímpetu de los movimientos revolucionarios. Aunque a menudo se echa la culpa del fracaso de la bahía de Cochinos a información imprecisa y al mal funcionamiento de los servicios secretos, el fallo en realidad tiene unos motivos mucho más profundos. El fallo consistió en que no se supo entender lo que significa que el pueblo sumido en la pobreza de un país atrasado, en el que la corrupción ha alcanzado unos niveles de verdadera podredumbre, se vea liberado de repente no ya de la pobreza, sino de la oscuridad y, por lo tanto, de la incapacidad de comprender su miseria; no se supo entender lo que significa que ese pueblo oiga discutir abiertamente su situación por primera vez y que sea invitado a participar en esa discusión, y no se supo entender lo que significa que se lleve a ese pueblo a una capital que no ha visto nunca y se le diga: estas calles, estos edificios y estas plazas, todo esto es vuestro, vuestra propiedad y, en consecuencia, vuestro orgullo.
Eso, o algo muy parecido, sucedió por primera vez durante la Revolución francesa. Curiosamente, fue un anciano originario de Prusia Oriental que no había salido nunca de su Königsberg natal, Immanuel Kant, filósofo y amante de la libertad, conocido no precisamente por su pensamiento subversivo, quien lo comprendió de inmediato. Dijo que «un fenómeno semejante en la historia de la humanidad no se olvidará nunca», y efectivamente no se ha olvidado, antes bien, ha desempeñado un papel trascendental en la historia universal desde el momento en que se produjo. Y aunque muchas revoluciones han acabado en tiranía, siempre se ha recordado también que, en palabras de Condorcet, «el adjetivo “revolucionarias” solo puede aplicarse a las revoluciones que tienen por objeto la libertad».
«Revolución», como cualquier otro término de nuestro vocabulario político, puede utilizarse en sentido genérico, sin tenerse en cuenta ni el origen de la palabra ni el momento temporal en que el término se haya aplicado por primera vez a un fenómeno político concreto. El presupuesto básico de semejante uso es que, con independencia de cuándo y por qué apareciera el término, el fenómeno al que alude tiene la misma edad que la memoria humana. La tentación de usar esta palabra en sentido genérico es particularmente fuerte cuando hablamos de «guerras y revoluciones» a un tiempo, pues de hecho las guerras son tan antiguas como la historia de la humanidad desde que tenemos testimonio de ella.
Quizá cueste trabajo utilizar la palabra «guerra» en otro sentido que no sea el genérico, aunque solo sea porque su primera aparición no puede ser datada en el tiempo ni localizada en el espacio, pero no existe una excusa semejante para el uso indiscriminado del término «revolución». Antes de que se produjeran las dos grandes revoluciones de finales del siglo XVIII y de que apareciera el sentido específico que adquirió luego, la palabra apenas ocupaba un lugar destacado en el vocabulario del pensamiento o la práctica políticos. Cuando encontramos el término en el siglo XVII, por ejemplo, va unido estrictamente a su significado astronómico original, que se refería al movimiento eterno, irresistible y recurrente de los cuerpos celestes; el uso político era metafórico y describía el retorno a un punto preestablecido por ende, un movimiento, el regreso a un orden predeterminado.
La palabra se utilizó por primera vez no ya cuando estalló en Inglaterra lo que podemos llamar efectivamente una revolución y Cromwell se erigió en una especie de dictador, sino en 1660, con ocasión del restablecimiento de la monarquía, tras el derrocamiento del Parlamento Remanente (Rump Parliament). Pero incluso la Revolución Gloriosa, el acontecimiento gracias al cual el término supo encontrar su sitio, de forma harto paradójica, en el lenguaje histórico político, no fue concebida como una revolución, sino como la restauración del poder monárquico a sus antiguas rectitud y gloria. El verdadero significado de «revolución», antes de los acontecimientos de finales del siglo XVIII, queda expresado tal vez con la mayor claridad en la inscripción que lleva el Gran Sello de Inglaterra de 1651, según la cual la primera transformación de la monarquía en república significó: «Freedom by God’s blessing restored».
El hecho de que la palabra «revolución» significara originalmente restauración es más que una mera curiosidad semántica. Ni siquiera las revoluciones del siglo XVIII pueden entenderse sin advertir que estallaban ante todo con la restauración como objetivo y que el contenido de dicha restauración era la libertad. En Estados Unidos, en palabras de John Adams, los hombres que participaron en la revolución se habían visto «llamados [a ella] sin haberlo previsto y no habían tenido más remedio que hacerla sin tener una inclinación previa»; lo mismo cabe decir de Francia, donde, en palabras de Tocqueville, «habría cabido creer que el objetivo de la inminente revolución sería la restauración del Antiguo Régimen, no su derrocamiento».
Y en el transcurso de ambas revoluciones, cuando sus actores iban adquiriendo consciencia de que se habían embarcado en una empresa completamente nueva y no en el regreso a una situación anterior, fue cuando la palabra «revolución» adquirió, por consiguiente, su nuevo significado. Fue Thomas Paine, ni más ni menos, quien todavía fiel al espíritu pretérito propuso con toda seriedad llamar «contrarrevoluciones» tanto a la Revolución estadounidense como a la francesa. Quería librar a aquellos acontecimientos tan extraordinarios de la sospecha de que con ellos se había dado vida a unos comienzos completamente nuevos, así como del rechazo motivado por la violencia con la que dichos sucesos se habían visto irremediablemente unidos.
* Se publica con autorización de Penguin Random House Grupo Editorial.