“Los estadounidenses no son distintos de los ‘asesinos’ de la Rusia de Putin”
Fragmento de “El ocaso de la democracia. La seducción del autoritarismo” (2020, sello editorial Debate), el más reciente libro de la historiadora Anne Applebaum, experta en la historia de Estados Unidos y Rusia. Ayuda a entender a Vladimir Putin confrontándolo con otro populista como Donald Trump.
Anne Applebaum * / Especial para El Espectador
Esta faceta de profundo pesimismo de la derecha de Estados Unidos con respecto a su propio país no es del todo nueva. A lo largo de tres décadas se ha ofrecido a los estadounidenses en repetidas ocasiones una u otra versión de esos mismos argumentos por parte de muchos otros oradores y escritores, entre los que destaca especialmente Patrick Buchanan.
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Esta faceta de profundo pesimismo de la derecha de Estados Unidos con respecto a su propio país no es del todo nueva. A lo largo de tres décadas se ha ofrecido a los estadounidenses en repetidas ocasiones una u otra versión de esos mismos argumentos por parte de muchos otros oradores y escritores, entre los que destaca especialmente Patrick Buchanan.
Este último no es precisamente un protestante evangélico, sino un católico que comparte con ellos la misma cosmovisión apocalíptica. En 1999, Buchanan anunció que se daba de baja del Partido Republicano y se presentaba como candidato a la presidencia por el Partido de la Reforma. En el discurso donde dio a conocer su decisión lamentaba la pérdida de la «cultura popular que sustentaba los valores de la fe, la familia y la patria; la idea de que los estadounidenses somos un pueblo que nos sacrificamos y sufrimos juntos, y también avanzamos juntos; el respeto mutuo; la percepción de los límites; los buenos modales: todo ello ha desaparecido». (Recomendamos: Capítulo de “Hambruna roja”, libro en el que Anne Applebaum reconstruye cómo el régimen ruso de Stalin mató a millones de ucranianos).
En versiones más recientes de ese mismo lamento, Buchanan se ha mostrado más concreto a la hora de expresar su desesperación cultural, como hizo en la primavera de 2016: En la cultura popular de las décadas de 1940 y 1950, los hombres blancos eran modelos a imitar. Eran los detectives y policías que capturaban a los gánsteres y los héroes que ganaron la Segunda Guerra Mundial en los campos de batalla de Europa y las islas del Pacífico. Hoy el mundo se ha puesto patas arriba para los niños blancos.
En nuestras escuelas se han reescrito los libros de historia y se ha borrado de un plumazo a los viejos héroes, mientras se desmantelan sus estatuas y se arrían sus banderas. El pesimismo de Buchanan se deriva en parte de lo que él percibe como el declive de la raza blanca, pero también —como les ocurre a algunos de quienes se oponen diametralmente a él en la izquierda— de su aversión por la política exterior estadounidense. Su ideario ha evolucionado con los años, alejándose del aislacionismo habitual para asumir aparentemente la creencia de que el papel de Estados Unidos en el mundo resulta pernicioso, cuando no maligno.
En 2002 declaró en un programa de televisión —utilizando un lenguaje que podría haber empleado perfectamente Noam Chomsky o algún otro crítico similar de izquierdas de la realidad estadounidense— que «el 11-S fue una consecuencia directa de la injerencia de Estados Unidos en una área del mundo en la que no pintamos nada y donde no se nos quiere».
Pero lo que resulta aún más extraño es que un hombre que durante muchas décadas fue impermeable a los falsos relatos soviéticos se tragara luego el falso relato ruso, creado por los tecnólogos políticos de Putin, de que Rusia es una piadosa na[1]ción cristiana que intenta proteger su identidad étnica. No importa que solo un pequeño porcentaje de rusos vayan a la iglesia, o que menos del 5 por ciento declaren que alguna vez han leído la Biblia; no importa que Rusia sea un Estado extremadamente multiétnico y multilingüe, con una población musulmana mucho mayor que la de la mayoría de los países europeos; no importa que Chechenia, una república rusa, se rija de hecho por la sharía, o que su Gobierno obligue a las mujeres a usar velos y torture a los hombres homosexuales; no importa que haya numerosas formas de cristianismo evangélico que en la práctica están prohibidas en su territorio: la propaganda rusa —las fotos de Putin rindiendo homenaje a un icono de Nuestra Señora de Kazán, por ejemplo, o la incorporación de servicios religiosos a sus ceremonias de investidura— hizo efecto en Buchanan, que se convenció de que Rusia era en realidad un Estado nacionalista étnico de un tipo superior a Estados Unidos, un país al que describe con disgusto como una «”nación universal” multicultural, multiétnica, multirracial y multilingüe cuyo avatar es Barack Obama».
Como les ocurre a quienes moran en los límites de la extrema izquierda estadounidense, desde hace largo tiempo algunos de quienes moran en los límites de la extrema derecha se han sentido atraídos por la violencia. No creo necesario repetir aquí la historia del Ku Klux Klan ni los casos del terrorista de Oklahoma Timothy McVeigh o el asesino de Charleston Dylann Roof, ni enumerar el montón de individuos y movimientos «milicianos» que han planeado asesinatos masivos —y continúan haciéndolo— so pretexto de rescatar a una nación caída.
En 2017, una milicia de Illinois hizo estallar una bomba en una mezquita de Minnesota. En 2018, un individuo que creía que los judíos estaban conspirando para destruir la Norteamérica blanca asesinó a once personas en una sinagoga de Pittsburgh. En enero de 2019, un grupo de hombres que se autodenominaban los Cruzados urdieron un plan para poner una bomba en un complejo de apartamentos de Garden City, Kansas, con la esperanza de matar a un gran número de refugiados somalíes.
Esos grupos y movimientos también se inspiraban en la convicción de que la democracia carece de valor, los procesos electorales no pueden implicar un cambio real, y solo las acciones más extremas y desesperadas pueden detener el declive de una determinada visión de Estados Unidos. En 2016, algunos de los argumentos de la vieja izquierda marxista —como su odio a la política burguesa común y su anhelo de un cambio revolucionario— se fusionaron con la desesperación de la derecha cristiana con respecto al futuro de la democracia estadounidense. Y esa fusión generó a su vez la retórica nostálgico-restauradora de la campaña de Donald Trump.
Dos años antes, Trump había despotricado contra lo que él calificaba de fracaso de Estados Unidos, abogando por una solución que habría suscrito el propio Trotski: «¿Sabéis cómo se resuelve? Cuando la economía se desploma, cuando el país se va completamente al infierno y todo es un desastre. Entonces se producirán [...] disturbios para volver adonde estábamos cuando éramos grandes». Cuatro años antes de eso, su asesor Steve Bannon —que se ha comparado abiertamente a sí mismo con Lenin— hablaba en tono amenazador de la necesidad de una guerra: «Habremos de pasar algunos días sombríos antes de recuperar el cielo azul de la mañana en Estados Unidos. Tendremos que soportar un dolor enorme. Creo que cualquiera que piense que no tenemos que soportar dolor os está engañando».
En un discurso pronunciado en 2010, incluso hizo una referencia directa a la Weather Underground, aludiendo a Prairie Fire y citando la letra de la canción de Bob Dylan de donde la organización había tomado inicialmente su nombre: No hace falta un meteorólogo para ver de dónde sopla el viento, y los vientos soplan desde las altas llanuras de este país, a través de la pradera y prendiendo un fuego que lo arrasará todo hasta llegar a Washington en noviembre.
El discurso de toma de posesión de Trump, redactado por un equipo de asesores —Bannon entre ellos— también contenía las variantes de «antiamericanismo» características tanto de la izquierda como de la derecha. Incluía la aversión de la izquierda al establishment, que se había «protegido a sí mismo, pero no a los ciudadanos de nuestro país»: «Sus victorias no han sido las vuestras; sus triunfos no han sido los vuestros; y mientras ellos estaban de celebración en la capital de nuestra nación, había poco que celebrar para las familias con dificultades en todo nuestro territorio». Y también reflejaba la desesperación evangélica ante la terrible situación moral de la nación, «la delincuencia, las bandas y las drogas que han robado demasiadas vidas y despojado a nuestro país de tanto potencial no realizado».
El discurso de investidura no expresaba directamente el anhelo por un episodio de violencia purificadora. Pero el discurso sobre la «civilización occidental» que Trump pronunció en Varsovia un año después, en julio de 2017 —el mismo que Bardají y sus amigos ayudaron a redactar—, desde luego que lo hizo. Era evidente que el presidente estadounidense, que parecía sorprenderse por algunas cosas de las que leía en el teleprónter («¡Fíjate!», expresaría con asombro ante la mención de los orígenes polacos de Copérnico), no era el autor del texto. Pero sus verdaderos autores, incluidos Bannon y Stephen Miller, utilizaron parte del mismo lenguaje que habían empleado ya en la toma de posesión: «La gente, no los poderosos [...] ha sido siempre el fundamento de la libertad y la piedra angular de nuestra defensa», escribían, como si el propio Trump no fuera un rico y poderoso empresario de élite que había eludido el servicio militar y permitido que otros lucharan en su lugar.
En un pasaje en el que se describe el Alzamiento de Varsovia —una terrible y destructiva batalla en la que, pese a mostrar un gran coraje, la resistencia polaca fue aplastada por los nazis—, hacían declarar a Trump que «estos héroes nos recuerdan que Occidente se salvó con la sangre de los patriotas; que cada generación debe alzarse y desempeñar su papel en su defensa». Era difícil pasar por alto el tono amenazador de aquellas palabras: «cada generación» implicaba que también los patriotas de nuestra generación tendrían que derramar su propia sangre en la inminente batalla para rescatar a Estados Unidos de su decadencia y corrupción.
Pero Trump aporta nuevos elementos de cosecha propia a este viejo discurso. Al milenarismo de la extrema derecha y el nihilismo revolucionario de la extrema izquierda, él añade el profundo cinismo de quien lleva años gestionando planes comerciales de dudosa naturaleza en todo el mundo. Trump no conoce la historia de Estados Unidos, por lo tanto, no puede tener ninguna fe en ella. No comprende el lenguaje de los fundadores de la nación ni simpatiza con él, de manera que tampoco puede servirle de inspiración.
Dado que no cree que la democracia estadounidense sea buena, tampoco le interesa que Estados Unidos aspire a ser un modelo entre las naciones. En una entrevista realizada en 2017 con Bill O’Reilly, de Fox News, Trump expresaba su admiración por el dictador ruso Vladímir Putin empleando una variante clásica de «whataboutismo»: «Pero él es un asesino», le decía O’Reilly; «Hay muchos asesinos —respondía Trump—. ¿Cree que nuestro país es tan inocente?».
Dos años antes había expresado una idea similar en otra entrevista televisiva, esta vez con Joe Scarborough: «Él gobierna su país y al menos es un líder —declaraba Trump hablando de Putin—, a diferencia de lo que tenemos en este país... Creo que nuestro país también comete muchos asesinatos, Joe, así que ya lo sabe». Esta forma de hablar —«Putin es un asesino, pero también lo somos todos nosotros»— es un fiel reflejo de la propia propaganda de Putin, que a menudo viene a decir literalmente: «De acuerdo, Rusia es corrupta, pero todos los demás también lo son».
Es un argumento que utiliza la llamada «equivalencia moral», que socava la convicción, la esperanza y la creencia de que los estadounidenses pueden estar a la altura de lo que dice su Constitución. Pero también es un argumento que resulta útil a Trump en la medida en que le permite a él mismo ser un «asesino», ser corrupto o romper las reglas «como todos los demás». En un viaje a Dallas tuve ocasión de escuchar una versión de ese mismo argumento de labios de una de las acaudaladas partidarias del presidente. Sí —me decía—, él es un corrupto, pero ella creía que también lo habían sido todos los presidentes que le habían precedido; «solo que antes no nos enterábamos».
Aquella idea le permitía a ella misma —una ciudadana honrada, una patriota que respetaba la ley— apoyar a un presidente corrupto. Si todo el mundo es corrupto y lo ha sido siempre, entonces está bien hacer lo que sea necesario para ganar. Ese, por supuesto, es el argumento que siempre han esgrimido los extremistas «antiamericanos», los grupos situados en los márgenes de extrema derecha y extrema izquierda del espectro social. Los ideales estadounidenses son espurios, las instituciones estadounidenses son fraudulentas, el comportamiento estadounidense en el extranjero es maligno, y el lenguaje del proyecto estadounidense —igualdad, oportunidad, justicia— no son más que consignas vacías.
En esta visión conspiranoica, la realidad «real» —valga la redundancia— es la de los empresarios secretos, o los burócratas del «Estado profundo», que manipulan a los votantes para que sigan sus planes utilizando el lenguaje cursi de Thomas Jefferson como tapadera. Todo lo que haga falta para derrocar a esos malvados intrigantes está justificado. En Prairie Fire, Weather Underground arremetía contra «los tipos del Departamento de Justicia y de la Casa Blanca-CIA». Ahora Trump hacía lo mismo: «Si miras la corrupción en la cúspide del FBI, es una vergüenza —declaraba en el programa de entrevistas Fox and Friends dos años después de asumir la presidencia—. Y nuestro Departamento de Justicia, del que intento mantenerme al margen... pero en algún momento dejaré de hacerlo». En efecto, más adelante dejaría de hacerlo.
Esta forma de equivalencia moral —la creencia de que en el fondo la democracia no es distinta de la autocracia— es un argumento familiar utilizado durante largo tiempo por los autoritarios. Ya en 1986, Jeane Kirkpatrick —académica, intelectual y embajadora de Reagan en la ONU— escribió sobre el peligro que entrañaba tanto para Estados Unidos como para sus aliados la retórica de la equivalencia moral que en aquel momento provenía de la Unión Soviética.
Los cañones, las armas e incluso las ojivas nucleares eran peligrosas para las democracias, pero no tanto como aquella forma concreta de cinismo: «Para destruir una sociedad —sostenía—, primero hay que deslegitimar sus instituciones fundamentales». Si uno cree que las instituciones de un país no son diferentes de sus opuestas, entonces no hay razón alguna para defenderlas. Lo mismo vale para las instituciones trasatlánticas. Para destruir la alianza atlántica, la comunidad de las democracias —escribía Kirkpatrick—, «basta con privar a los ciudadanos de las sociedades democráticas de la percepción de tener un objetivo moral compartido que subyace tras las identificaciones y esfuerzos comunes». La victoria de Trump en 2016 era la victoria de exactamente esa misma forma de equivalencia moral. Lejos de representar la ciudad que relumbra en la colina, resulta que los estadounidenses no son distintos de los «asesinos» de la Rusia de Putin.
* Se publica con autorización de Penguin Random House Grupo Editorial, sdello editorial Debate.