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El camino hasta este podio ha sido largo: casi cuarenta años yendo de persona en persona, de voz en voz. No puedo decir que siempre he estado recorriendo este camino. Muchas veces he estado conmocionada y asustada de los seres humanos. He experimentado el placer y repugnancia. A veces he querido olvidar lo que he escuchado para volver al momento en que vivía en la ignorancia. Más de una vez, sin embargo, he visto lo sublime en la gente, y he querido llorar. (Recomendamos una revisión de las principales novelas ucranianas para entender la guerra de hoy, artículo de Nelson Fredy Padilla).
Viví en un país donde se nos enseñó a morir desde la infancia. Nos enseñaron la muerte. Nos dijeron que los seres humanos existen con el fin de dar todo lo que tienen, de agotarse, de sacrificarse. Nos enseñaron a amar a la gente con armas. Yo había crecido en un país diferente, y no podría haber recorrido este camino. El mal es cruel, tienes que vacunarte contra él. Crecimos entre verdugos y víctimas. Incluso si nuestros padres vivían en el miedo y no nos decían todo —y más a menudo no nos dijeron nada— el aire de nuestra vida fue envenenado. El mal mantuvo un ojo vigilante sobre nosotros.
He escrito cinco libros, pero siento que todos son uno solo, un libro sobre la historia de una utopía… Varlam Shalámov una vez escribió: “Yo participé en la colosal batalla, una batalla que se perdió, para la auténtica renovación de la humanidad”. Reconstruyo la historia de esa batalla, sus victorias y sus derrotas. La historia de la gente que quiso construir el Reino de los Cielos en la tierra. ¡El Paraíso! ¡La Ciudad del Sol!
Al final, lo único que quedó fue un mar de sangre, millones de vidas humanas en ruinas. Hubo un tiempo, sin embargo, cuando no había idea política del siglo XX comparable con el comunismo (o la Revolución de Octubre como su símbolo), un tiempo en que nada atraía más poderosa o emocionalmente a los intelectuales de Occidente y gente de todo el mundo.
Raymond Aron llamó a la Revolución Rusa “el opio de los intelectuales”. Pero la idea del comunismo tiene al menos dos mil años de antigüedad. Podemos encontrarla en las enseñanzas de Platón acerca de un Estado ideal; en los sueños de Aristófanes sobre una época en que “todo va a pertenecer a todo el mundo”. En Tomás Moro y Tommaso Campanella… Luego, en [Claude-Henri de] Saint-Simon, Fourier y Robert Owen. Hay algo en el espíritu ruso que obliga a tratar de convertir esos sueños en realidad.
Hace veinte años nos despedimos del ‘Imperio Rojo’ de los soviéticos con maldiciones y lágrimas. Ahora podemos ver ese pasado con más calma, como un experimento histórico. Esto es importante, porque los argumentos sobre el socialismo no se han venido abajo. Una nueva generación ha crecido con una imagen diferente del mundo, pero muchos jóvenes están leyendo a Marx y Lenin de nuevo. En las ciudades rusas hay nuevos museos dedicados a Stalin, y nuevos monumentos han sido erigidos para él. El ‘Imperio Rojo’ se ha ido, pero el ‘hombre rojo’, el homus soviéticus, se mantiene. Perdura.
Mi padre murió recientemente. Él creyó en el comunismo hasta el final. Mantuvo su tarjeta de afiliación al partido. Yo no me atrevo a usar la palabra sovok, un epíteto despectivo para la mentalidad soviética, porque entonces tendría que aplicarlo a mi padre y a otras personas cercanas a mí, mis amigos. Todos ellos vienen del mismo lugar: el socialismo. Hay muchos idealistas entre ellos. Románticos. Hoy en día, a veces son llamados esclavos románticos. Esclavos de la utopía.
Creo que todos ellos podrían haber vivido diferentes vidas, pero vivieron vidas soviéticas. ¿Por qué? He buscado la respuesta a esa pregunta durante mucho tiempo. He viajado por todo el vasto país una vez llamado URSS, y grabé miles de cintas. Era el socialismo, y fue simplemente nuestra vida. He recogido la historia del socialismo ‘doméstico’, ‘puertas adentro’, poco a poco; la historia de su desarrollo en el alma humana. Me siento atraída por ese pequeño espacio llamado ‘ser humano’, un simple individuo. En realidad, es ahí donde todo sucede.
Justo después de la guerra, Theodor Adorno escribió, en estado de shock: “Escribir poesía después de Auschwitz es bárbaro”. Mi maestro, Alés Adamóvich, cuyo nombre menciono hoy con gratitud, sintió que la escritura en prosa acerca de las atrocidades del siglo XX era sacrílega. Nada puede ser inventado. Debes presentar la verdad tal como es. Se requiere una ‘superliteratura’. El testigo debe hablar. Las palabras de Nietzsche me vienen a la mente: “Ningún artista puede vivir sobre la realidad. Él no puede elevarla”.
Siempre me preocupó que la verdad no cupiera en un solo corazón, en una sola mente; que la verdad estuviera astillada de alguna manera. Hay mucho de eso, es variado, y está sembrado sobre el mundo. Dostoievski creía que la humanidad sabe mucho, mucho más sobre sí misma de lo que ha registrado en la literatura. Entonces, ¿qué es lo que tengo que hacer? Registro la vida cotidiana de los sentimientos, pensamientos y palabras. Registro la vida de mi tiempo. Estoy interesada en la historia del alma. La vida cotidiana del alma, las cosas que el panorama general de la historia usualmente omite o desdeña. Yo trabajo con la historia que falta.
A menudo me han dicho, incluso ahora, que lo que escribo no es literatura, que es un documento. ¿Qué es la literatura hoy en día? ¿Quién puede responder a esa pregunta? Vivimos más rápido que nunca. El contenido se forma de rupturas. Se quiebra y se transforma. Todo se desborda: música, pintura —incluso las palabras en los documentos escapan a los límites del documento—. No hay fronteras entre la realidad y la ficción, una desemboca en la otra. Los testigos no son imparciales. Al contar una historia, los humanos crean, lidian con el tiempo como lo hace un escultor con el mármol. Son actores y creadores.
Estoy interesada en la gente pequeña. La pequeña gran gente —es como yo lo pondría—, porque el sufrimiento engrandece a las personas. En mis libros, estas personas cuentan sus propias pequeñas historias y la gran Historia se cuenta en el camino. No hemos tenido tiempo para comprender lo que aún nos está pasando, solo tenemos que decirlo. Para empezar, debemos, al menos, articular lo que pasó. Tenemos miedo de hacer eso, no estamos listos para hacer frente a nuestro pasado.
En Los demonios, de Dostoievski, Shatov le dice a Stavrogin al comienzo de la conversación: “Somos dos criaturas que se han reunido en el infinito… por última vez en el mundo. ¡Así que deje ese tono y hable como un ser humano. Al menos por una vez, hable con una voz humana!”. Así es más o menos como empiezan las conversaciones con mis protagonistas. La gente habla de su propio tiempo, por supuesto, no pueden hablar de un vacío. Pero es difícil dar con el alma humana, el camino está plagado por la televisión y los periódicos y las supersticiones del siglo, sus prejuicios, sus engaños.
***
La literatura rusa es interesante, pues es la única para contar la historia de un experimento llevado a cabo en un país enorme. A menudo me preguntan: “¿Por qué siempre escribes sobre la tragedia?”. Porque así es como vivimos. Vivimos en diferentes países ahora, pero la gente ‘roja’ está en todas partes. Salen de esa misma vida y tienen los mismos recuerdos.
Me resistí a escribir sobre Chernóbil durante mucho tiempo. Yo no sabía cómo escribir sobre ello, qué instrumento utilizar, cómo abordar el tema. El mundo apenas había escuchado algo sobre mi pequeño país, escondido en un rincón de Europa, pero ahora su nombre estaba en boca de todos. Nosotros, los bielorrusos, nos convertimos en la gente de Chernóbil. Los primeros en enfrentarse a lo desconocido. Ahora estaba claro: más allá de los nuevos retos religiosos, los étnicos y aquellos planteados por el comunismo, retos globales más violentos, que antes eran invisibles, estaban reservados para nosotros. Algo se abrió un poco después de Chernóbil…
Recuerdo un taxista de edad desesperarse cuando una paloma golpeó el parabrisas: “Cada día, dos o tres pájaros se estrellan contra el coche, pero los periódicos dicen que la situación está bajo control”.
Las hojas en los parques de la ciudad fueron rastrilladas, llevadas fuera de la ciudad y enterradas. La tierra de las áreas contaminadas también fue extraída y enterrada: tierra sepultada bajo tierra. La leña fue soterrada y también la hierba. Todo el mundo parecía un poco loco. Un viejo apicultor me dijo: “Salí al jardín aquella mañana pero le faltaba algo, un sonido familiar. No había abejas. No pude oír una sola abeja. ¡Ni siquiera una! ¿Qué estaba pasando? Tampoco volaron el segundo día o el tercero… Entonces nos dijeron que había ocurrido un accidente en la central nuclear y no mucho más. No supimos nada durante mucho tiempo. Las abejas sabían, pero nosotros no”. Toda la información sobre Chernóbil en los periódicos estaba en lenguaje militar: explosión, héroes, soldados, evacuación… La KGB trabajaba justo en la estación. Estaban buscando espías y saboteadores. Circularon rumores de que el accidente fue planeado por los servicios de inteligencia occidentales con el fin de socavar el área socialista. Equipo militar estaba camino a Chernóbil y los soldados venían. Como de costumbre, el sistema funcionaba como en tiempos de guerra, pero en este nuevo mundo, un soldado con una nueva y reluciente arma era una figura trágica. Lo único que podía hacer era absorber grandes dosis de radiación y morir cuando regresara a casa.
Ante mis ojos, la gente pre-Chernóbil se convirtió en la gente de Chernóbil. No se podía ver la radiación, ni tocar, ni oler… El mundo alrededor era a la vez familiar y desconocido. Cuando viajé a la zona, me dijeron de inmediato: no recojas flores, no te sientes en la hierba, ni bebas agua de pozo… La muerte se escondía en todas partes, pero ahora era una especie distinta de muerte. Llevaba una nueva máscara; un disfraz desconocido. Las personas mayores que habían vivido la guerra estaban siendo evacuadas nuevamente. Miraban al cielo: “¿Cómo puede esto ser la guerra? El sol está brillando… no hay humo, no hay gas, nadie dispara. Pero tenemos que convertirnos en refugiados”.
Por las mañanas, todos se aferraban a los diarios, ávidos de noticias y, a continuación, los dejaban, decepcionados. No se habían encontrado espías. Nadie escribía sobre los enemigos del pueblo. Un mundo sin espías y sin enemigos también era extraño. Ese fue el comienzo de algo nuevo. Tras Afganistán, Chernóbil nos convirtió en gente libre.
Para mí, el mundo se separó: dentro de la zona no me sentía bielorrusa o rusa o ucraniana, sino una representante de una especie biológica que podía ser destruida. Dos catástrofes coincidieron: en el ámbito social, la Atlantis socialista se hundía; y en la cósmica, estaba Chernóbil. El colapso del imperio trastornó a todos. La gente estaba preocupada por la vida cotidiana. ¿Cómo y con qué comprar cosas? ¿Cómo sobrevivir? ¿En qué creer? ¿Qué consignas seguir en este tiempo? ¿O tenemos que aprender a vivir sin ninguna gran idea? Esto último era desconocido también, ya que nadie había vivido de esa manera. Cientos de preguntas confrontaron al ‘hombre rojo’, pero él se quedó solo. Nunca había estado tan solo como en los primeros días de libertad. Estaba rodeada de gente en estado de shock y los escuché. Cierro mi diario.
¿Qué nos sucedió cuando el imperio se derrumbó? Anteriormente, el mundo estaba dividido: había verdugos y víctimas —eso fue el Gulag; hermanos y hermanas— era la guerra; el electorado —parte de la tecnología y el mundo contemporáneo—. Nuestro mundo también se había dividido entre quienes fueron encarcelados y los que fueron carceleros; hoy hay una división entre eslavófilos y occidentalistas, ‘fascistas-traidores’ y patriotas. Y entre los que pueden comprar cosas y los que no. Esto último, yo diría, era la más cruel de las pruebas luego del socialismo, porque no hace tanto tiempo que todos habían sido iguales. El ‘hombre rojo’ no fue capaz de entrar en el reino de la libertad que había soñado alrededor de su mesa de la cocina. Rusia se dividió sin él, y él se quedó sin nada. Humillado y robado. Agresivo y peligroso.
Estos son algunos de los comentarios que he escuchado mientras recorría Rusia:
“La modernización solo ocurrirá aquí con sharashkas, esas prisiones para científicos, y con pelotones de fusilamiento”.
“Los rusos realmente no quieren ser ricos, eso incluso los atemoriza. ¿Qué quiere un ruso? Solo una cosa: que nadie más se haga rico. No más que él”.
“No hay gente honesta aquí, pero están los santos”.
“Nunca veremos una generación que no haya sido azotada; los rusos no entienden la libertad, necesitan al cosaco y el látigo”.
“Las dos palabras más importantes en Rusia son ‘guerra’ y ‘prisión’. Usted roba algo, se divierte, lo encierran, sale y luego termina de vuelta en la cárcel”.
“La vida rusa necesita ser viciosa y despreciable. Entonces, el alma se eleva, se da cuenta de que no es de este mundo… Mientras más sucias y sangrientas son las cosas, más espacio hay para el alma…”.
“Nadie tiene la energía para una nueva revolución, o la locura. Ningún espíritu. Los rusos necesitan el tipo de idea que cause escalofríos en la espalda…”.
“Así que nuestra vida se debate entre caos y cuarteles. El comunismo no ha muerto, su cadáver todavía está vivo”.
Me tomaré la libertad de decir que nos perdimos la oportunidad que tuvimos en la década de 1990. La pregunta fue planteada: ¿qué tipo de país deberíamos tener?, ¿un país fuerte, o uno digno donde la gente pueda vivir decentemente? Elegimos el primero: un país fuerte. Una vez más estamos viviendo en una era de poder. Los rusos hacen la guerra a los ucranianos. Sus hermanos. Mi padre es bielorruso, mi madre, ucraniana. Hay muchos en la misma situación. Aviones rusos están bombardeando Siria.
Una época llena de esperanza ha sido sustituida por una de miedo. El tiempo ha dado marcha atrás. El tiempo en que vivimos ahora es de segunda mano… A veces no estoy segura de que he terminado de escribir la historia del ‘hombre rojo’.
Tengo tres hogares: mi tierra bielorrusa, la patria de mi padre, donde he vivido toda mi vida; Ucrania, la patria de mi madre, donde nací; y la gran cultura rusa, sin la cual no me puedo imaginar a mí misma. Todos son muy queridos para mí. Pero en los tiempos que corren es difícil hablar de amor.
* Traducción del ruso al español de Andrea Torres Armas.