Los terremotos en Turquía, según el Nobel de Literatura Orhan Pamuk
Texto del Premio Nobel de Literatura, escrito en 1999 en su libro “Otros colores” (Literatura Mondadori), luego de una tragedia similar a la actual, sobre el sino de su país esperando “la voluntad de Dios”.
Orhan Pamuk * / Especial para El Espectador
Antes ni se me ocurría pensar que el alto alminar que hay justo enfrente de mi mesa de trabajo un día podría caérseme encima. La mezquita de dos alminares que Solimán el Magnífico hizo construir en memoria de su hijo Cihangir, muerto muy joven, está ahí desde 1559, en lo alto de esta empinada ladera que da al Bósforo, como un monumento a la estabilidad. El primero en sacar el tema a relucir fue mi vecino de arriba, que vino deseoso de compartir su preocupación por el terremoto. Medio en broma, medio preocupados en serio, salimos de inmediato al balcón y medimos la distancia a ojo. Ambos seguíamos bajo la impresión de los dos grandes terremotos, y sus réplicas, que en los últimos cuatro meses habían matado a treinta mil personas en las cercanías de Estambul. Lo peor, y podía leerlo en los ojos de mi vecino, ingeniero, era que ambos creíamos en las predicciones de los científicos y estábamos convencidos de que en una fecha próxima y en un lugar muy cercano a Estambul un gran terremoto con epicentro en el mar de Mármara aplastaría la ciudad y mataría a miles de personas de un golpe. (Recomendamos: El escritor Fernando Vallejo y los terremotos en México, crónica de Nelson Fredy Padilla).
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Antes ni se me ocurría pensar que el alto alminar que hay justo enfrente de mi mesa de trabajo un día podría caérseme encima. La mezquita de dos alminares que Solimán el Magnífico hizo construir en memoria de su hijo Cihangir, muerto muy joven, está ahí desde 1559, en lo alto de esta empinada ladera que da al Bósforo, como un monumento a la estabilidad. El primero en sacar el tema a relucir fue mi vecino de arriba, que vino deseoso de compartir su preocupación por el terremoto. Medio en broma, medio preocupados en serio, salimos de inmediato al balcón y medimos la distancia a ojo. Ambos seguíamos bajo la impresión de los dos grandes terremotos, y sus réplicas, que en los últimos cuatro meses habían matado a treinta mil personas en las cercanías de Estambul. Lo peor, y podía leerlo en los ojos de mi vecino, ingeniero, era que ambos creíamos en las predicciones de los científicos y estábamos convencidos de que en una fecha próxima y en un lugar muy cercano a Estambul un gran terremoto con epicentro en el mar de Mármara aplastaría la ciudad y mataría a miles de personas de un golpe. (Recomendamos: El escritor Fernando Vallejo y los terremotos en México, crónica de Nelson Fredy Padilla).
No nos dejó satisfechos la medición aproximada que hicimos a ojo de nuestra distancia con respecto al alminar. Hojeamos libros y enciclopedias y recordamos que la mezquita de Cihangir, que creíamos un «monumento a la estabilidad» en los últimos cuatrocientos cincuenta años se había desplomado dos veces a causa de terremotos e incendios, que había sido reconstruida y que ni la estructura de la cúpula ni los alminares que teníamos frente a nosotros eran los originales. Una pequeña investigación nos demostró que todas esas mezquitas y construcciones monumentales –como la misma Santa Sofía, cuya cúpula destruyó un terremoto veinte años después de que la hicieran- se habían hundido al menos una vez con los terremotos y la mayoría habían sido reconstruidos varias veces para «asegurarlas».
Con los alminares la situación era aún peor. Los mayores terremotos de los últimos quinientos años, el de 1509, llamado «el pequeño día del Juicio» y los de 1766 y 1894, habían derribado muchos más alminares que cúpulas. Tras los últimos terremotos ambos habíamos visto innumerables alminares caídos en los periódicos, en la televisión y en las zonas afectadas a las que habíamos ido. Muchos se habían clavado como cuchillos que caen sobre un pastel en los edificios a su alrededor, en residencias de estudiantes cuyos adormecidos bedeles jugaban al chaquete a medianoche, en casas en las que las madres se habían despertado para dar de mamar a sus hijos o, como ocurrió en el terremoto de Bolu, sobre familias que esperaban el debate en las noticias de la televisión para saber si habría o no un nuevo seísmo.
La mayoría de los alminares que no se cayeron en los dos últimos terremotos quedaron dañados. Los que era imposible arreglar los derribaron tirando con grúas y cadenas. Como habíamos visto muchas veces esas escenas de derribo que en la televisión mostraban a cámara lenta, mi vecino y yo sabíamos con qué ángulo cae un alminar. La destructora onda del terremoto que esperábamos vendría del Bósforo y del Mármara. Mi vecino y yo intentamos calcular el probable ángulo de caída del nuestro. La parte más por encima del balcón se había quedado ligeramente torcida tras el terremoto de 1999 y el adorno con la media luna, previamente agrietado por un rayo, había caído al patio arrancando la piedra que lo sostenía.
A pesar de todas esas desmoralizadoras señales, al medir con una cuerda la distancia hasta el alminar, comprendimos que, aunque se cayera en el ángulo previsto, no nos alcanzaría a los que vivíamos en los pisos superiores. Nuestro edificio con vistas al Bósforo era bastante más alto. «Es imposible que el alminar se nos caiga encima —me dijo mi vecino al irse—. Lo más probable es que nosotros nos caigamos encima de él».
No volvimos a vernos en los días que siguieron, mientras yo investigaba si realmente nos caeríamos sobre el alminar o no y si la posibilidad de hundimiento de mi casa era tan alta como la del bloque en el que está mi estudio. Y no porque no me gustara el humor cruel que demostró mi vecino, el mismo que vi en mucha otra gente, provocado por la angustia de morir en un terremoto. Sino porque él, como todos los demás, intuía que investigar las probabilidades de morir era algo muy personal. Tomó una muestra de nuestro bloque de seis pisos y la envió a la Universidad Técnica de Estambul para que midieran la resistencia del cemento, y empezó a esperar los resultados porque lo mismo habían hecho miles de personas. Sé que le tranquilizó dicha espera porque era todo lo que estaba en sus manos hacer.
Yo creí que sólo conseguiría esa paz espiritual informándome más. Mis viajes por las zonas afectadas por los terremotos me habían enseñado que los edificios se caen por dos razones principales: por la mala construcción y por suelos poco firmes. Así pues, como tantos otros, intenté enterarme de la solidez de los edificios y los suelos en que me pasaba la vida preguntando a ingenieros y arquitectos, estudiando planos y mapas, pidiéndoles información a especialistas y hablando con muchas otras personas que, como yo, habían sido picadas por el sabor de la curiosidad y el miedo.
Los dos últimos grandes terremotos, que despertaron a los estambulíes con sus sacudidas y que mataron a 30 mil personas a 150 kilómetros de distancia, nos demostraron a todos que el sector de la construcción en Turquía produce edificios hechos sin cuidado asentados en suelos inestables y en gran parte sin protección antisísmica. Y lo que provoca pesadillas en los 20 millones de personas que viven en Estambul y sus alrededores es, tanto como la violencia del futuro terremoto, de cuya proximidad nos han convencido los científicos, la extendida y razonable inseguridad sobre la solidez de las construcciones. Aunque viviendas unifamiliares y bloques de pisos se construyeran respetando leyes y normativas (algo verdaderamente poco usual), la situación no sería nada alentadora, porque dichas leyes y normativas se han hecho previendo terremotos más débiles que el que todos esperamos que ocurra en Estambul. Además, con el permiso de ayuntamientos sumidos en sobornos, en bastantes sitios se han añadido pisos a muchos bloques y sin pensar se han derribado paredes y cortado pilares para abrir sitio a tiendas, debilitando aún más construcciones ya de por sí débiles. Muchos propietarios intentan consolarse diciendo que no viven en edificios hechos por constructores sinvergüenzas y despreocupados que usan poco hierro y ponen cemento de baja calidad, sino por sus propios padres y abuelos, y que, por lo tanto, son seguros.
Y aunque estés completamente seguro de que tu edificio no resistirá el futuro terremoto y estés dispuesto a afrontar los gastos necesarios para reforzarlo, que pueden acercarse al valor de un tercio de tu piso, tendrás que convencer a ese vecino cínico, sarcástico, despreocupado, harto de todo, estúpido, oportunista y muy probablemente sin un ochavo, que no comparte tu opinión. A pesar de haber visto que comprenden la enormidad del peligro que se aproxima y la inseguridad de los pisos en los que viven, en Estambul todavía no me he encontrado a una comunidad de vecinos que se ponga de acuerdo y arregle el edificio para hacerlo más seguro. También he visto que muchos de aquellos a quienes preocupa el terremoto no han podido convencer, no ya a sus vecinos, sino ni siquiera a sus propios maridos, mujeres o hijos. Y a muchos de los que vacilan entre el miedo, el cinismo y un fatalismo determinado por la falta de dinero les he oído decir: “Muy bien, supongamos que me meto en todos esos gastos y arreglo la casa, ¿y si es la de enfrente la que se me cae encima?”.
Por culpa de esa sensación de desesperanza y desesperación, este año millones de estambulíes sueñan con terremotos. Estos sueños, que he oído a muchos y que yo mismo tengo, se parecen todos unos a otros. Primero sueñas con todo tipo de detalles realistas que estás acostado en la misma cama en la que te encuentras. También en el sueño te preocupaba el terremoto antes de acostarte. De repente comienza uno terrible. Te sacudes largo rato con tu cama, ves el terremoto como si fuera una película en cámara lenta, contemplas cómo tu cuarto, tu casa, tu cama, todo, cambia con unas sacudidas y una destrucción que parecen no tener final. Tu mirada se aleja lentamente de la habitación y te encuentras en medio de un ambiente de desastre inspirado en las tomas hechas desde helicópteros de las ciudades destruidas por los terremotos anteriores que tantas veces has visto en televisión. Pero a pesar de todo ese apocalipsis estás contento en secreto porque, teniendo en cuenta que eres testigo del desastre, estás vivo. Lo mismo vale para tus padres y tu mujer, que, a causa del terremoto, te echan en cara tus prioridades en la vida: te riñen, pero están vivos. He oído a mucha gente hablar, a pesar de su miedo, de la sensación de alegría festiva y purificación de las culpas tras el sueño gracias a ese sentimiento de “que pase ya lo que tenga que pasar”. Muchos de los que se despiertan asustados en esa zona en penumbra que hay entre la vigilia y el sueño piensan que han tenido esa pesadilla porque ha habido un terremoto en realidad mientras dormían y se la han provocado las sacudidas, y si no tienen nadie con quién hablar cuando se despiertan, como no saben si ha habido un terremoto mientras dormían o si todo ha sido un sueño, a la mañana siguiente intentan averiguar la verdad en los periódicos que publican un listado de las réplicas.
Como no podíamos confiar en la seguridad de nuestros hogares ni evitar el ambiente de desastre inminente posterremoto que llevábamos meses viendo en la televisión, durante un tiempo pensamos que solo una cosa nos salvaría del miedo a ese terremoto que se acercaba a Estambul: conseguir que cambiaran de opinión los científicos y académicos que nos avisaban de su proximidad.
Fue el profesor Işikara, director del único gran observatorio sismológico de Turquía, el primero en informarnos de que una falla como la de California atravesaba el norte de Turquía de un extremo al otro y de que se acercaban a Estambul fuertes terremotos desde el este. En agosto de 1999, justo después del primer gran terremoto, toda la prensa le perseguía y cada noche él corría en auto de una emisora de televisión a otra repitiendo las mismas opiniones a las que durante años nadie había querido prestar atención. Los presentadores de los noticiarios siempre le hacían la misma pregunta: “Bien, ¿habrá otro terremoto esta noche?”. “Puede haberlo en cualquier instante”, decía en aquellos primeros momentos. Después, al ver que millones de personas habían perdido toda esperanza a causa del miedo, que cientos se arrojaban por la ventana a la menor sacudida y que las autoridades empezaban a protestar del clima general de desesperanza, comenzó a decir: “No podemos saber cuándo será el terremoto”. Sin embargo, cuando las réplicas se intensificaron dos días después del primer gran terremoto que mató a 30 mil personas, había insinuado que esa noche se produciría un seísmo mientras Turquía entera le contemplaba y eso nos hizo perder la sangre fría a todos y provocó que nos fuéramos a dormir a parques, calles y jardines.
Ese simpático catedrático, parecido a un ensimismado Einstein sin el genio de este último, es muy querido por los estambulíes porque en los días en que más intenso era el miedo al terremoto, se doblegó a la presión de los insomnes y daba noticias optimistas poco creíbles (al parecer la falla estaba más lejos de Estambul de lo que se creía) e incluso cuando ofrecía las peores lo hacía sonriendo con dulzura.
Un buen ejemplo del científico que tanto odian los estambulíes, incapaz de cambiar de opinión y que no ofrece consuelo, es el catedrático de geología Şengör. A todo el mundo le enfureció que dijera con un aire de médico embriagado que el terremoto que había matado a treinta mil personas había sido «muy hermoso». Pero la verdadera razón de la furia que se siente hacia él y hacia otros científicos que no daban su brazo a torcer era que expusieran con pruebas irrefutables y con un tono despiadado y de reprimenda que el cercano terremoto de Estambul sería muy fuerte. Y, además, lo que yacía tras la ira de este diabólico catedrático era tanto el hecho de que se hubiera edificado de mala manera una ciudad de diez millones de habitantes en una zona de terremotos sin prestar la menor atención a los avisos de la voz débil de la ciencia, como el de que nadie se hubiera dado cuenta todavía de que se le había citado mil trescientas veces en revistas internacionales. Por eso le gusta tanto explicar a los millones de estambulíes que no han sido iluminados por la ciencia lo que van a padecer en breve con el tono de un imán furioso que habla de los castigos que pronto sufrirán los impíos.
En los programas de televisión en los que participan estos científicos, entre los cuales también se cuentan los optimistas, y en los que les acompañan campeones de culturismo y reinas de la belleza dispuestos a ofrecer todo tipo de consuelo, los presentadores siempre interrumpen sus detalladas exposiciones: «Pero ¿habrá pronto un terremoto en Estambul? ¿De qué fuerza?».
El 14 de noviembre de 1999, en uno de los noticiarios más importantes de Turquía, la llegada de Clinton ese día al país se dio con enorme brevedad en los cuarenta y cinco minutos del programa debido a un fogoso debate en el que se discutían las últimas informaciones de la falla del mar de Mármara. El programa, como tantos, acabó sin que pudiéramos oír una respuesta definitiva a las preguntas que repetía incansable el presentador y, por lo tanto, con la expectativa de nuevos debates, nuevas preguntas y nuevas declaraciones a la prensa que seguirían sin satisfacernos.
Como los científicos, exceptuando unos cuantos poco creíbles, no ofrecían esperanza ni consuelo sobre el hecho de que el cercano desastre quizá no sucediera, millones de estambulíes que vivían en débiles construcciones edificadas sobre suelos débiles comprendieron poco a poco que tendrían que apañárselas como pudieran ante la violencia del terremoto que se esperaba en la ciudad. Así, algunos dejaron el asunto en manos de Dios, otros decidieron olvidarlo según pasaba el tiempo y algunos confiaron en las medidas que tomaban para sobrevivir al terremoto y después.
Hay muchos que duermen con enormes linternas forradas de goma a la cabecera de sus camas para poder salir de sus casas a toda velocidad cuando el terremoto corte la electricidad y evitar así que les atrape el incendio de los edificios cuando se desplomen. Junto a las linternas tienen silbatos y sus teléfonos móviles para poder avisar al equipo de rescate de dónde se encuentran bajo los escombros. Algunos se cuelgan del cuello los silbatos (un conocido mío, la armónica). Algunos las llaves para no perder tiempo buscándolas en cuanto empiece el terremoto. De la misma manera que hay quien no cierra las puertas para poder salir de sus casas de dos o tres pisos a la primera sacudida, hay quienes cuelgan por la ventana sogas a las que puedan agarrarse para bajar al jardín. En los primeros meses, algunos, con los nervios crispados por las réplicas, siempre andaban por casa con un casco de minero. Como el primer gran terremoto ocurrió de noche, muchas personas, aunque vivan en pisos tan altos como para que no puedan abandonar el edificio durante el terremoto, se acuestan vestidos con el deseo de estar preparados. He oído hablar de gente que acaba a toda prisa sus asuntos en el baño y en el retrete para que no les atrape allí y de parejas que pierden el interés por el sexo a causa del mismo miedo. En muchas casas hay «bolsas de terremoto» con comida, un martillo, una linterna, etcétera, que puedan llevarse en el momento del seísmo para sobrevivir en una ciudad con la electricidad cortada, las carreteras y los puentes hundidos, incapaz de alimentarse y ardiendo por los cuatro costados y poder huir de ella. Algunos llevan gran cantidad de dinero encima para los momentos posteriores al terremoto. En muchos hogares las camas se han alejado de los tabiques, de los rincones que se han descubierto poco seguros, de armarios llenos y de estanterías colgadas de las paredes. Se han establecido los rincones en los que se formarán los «triángulos de vida», en los que los hornos y frigoríficos sostendrán el techo que se nos caerá encima mientras estamos en la cocina, tal y como nos enseñan las breves guías que reparten los periódicos.
Con ese mismo objetivo, he asegurado un extremo de la larga mesa de trabajo en la que llevo veinticinco años escribiendo novelas. He colocado bajo ella los más gruesos volúmenes de enciclopedia de mi biblioteca -una Britannica de hace cuarenta años, una Enciclopedia del islam aún más vieja y la Enciclopedia de Estambul en la que me informé de los terremotos de antaño- como si formaran un bloque de cemento. Una vez que me aseguré de que era lo bastante firme como para aguantar un bloque de hormigón que se le cayera encima, hice varios «ensayos» de terremoto tumbándome varias veces en el imaginario espacio vital que se formaría bajo la mesa acurrucándome como el feto en el vientre materno para protegerme los riñones, tal y como nos han enseñado. En ese rincón seguro, como dicen las pequeñas guías, debería haber puesto algunas galletas, una botella de plástico de agua, un silbato y un martillo, pero he sido incapaz de hacerlo. ¿Quizá porque esos pequeños objetos y las botellas de agua me deprimirían aún más y llevarían también a mi mesa de trabajo el recuerdo del terremoto que me asalta a cada instante en mi vida cotidiana?
No, por un sentimiento más profundo y misterioso. Ese sentimiento que he podido ver en los ojos de tanta gente pero que pocos se atreven a expresar, sólo podría llamarlo vergüenza. Una vergüenza que también tiene algo de autocompasión y de sentimiento de culpa. Tenemos la misma sensación de vergüenza y de necesidad de protegernos cuando en la familia hay un delincuente alcohólico o nos arruinamos de repente y no queremos que nadie lo sepa. Por ese motivo, cuando después del primer gran terremoto mis amigos y mis editores de fuera de Turquía me escribieron para preguntarme cómo estaba, fui incapaz de responderles y me encerré en mí mismo como los que se enteran de que tienen cáncer y su primer instinto es ocultarlo. En los primeros momentos, si me apetecía hablar al respecto con alguien, sólo quería hacerlo con quienes, como yo, estuvieran preocupados por el futuro terremoto de Estambul y pensaran como yo. En la mayor parte de los casos dichas conversaciones se convertían en monólogos en los que se repetían con furia y entusiasmo las opiniones sobre los terremotos de académicos convertidos en personajes famosos en muy poco tiempo según el grado de optimismo o pesimismo de sus posturas.
Durante un tiempo leí artículos y libros sobre los terremotos de antaño para saber el grado de firmeza del suelo de los barrios en los que se asentaban, especialmente, mi casa y mi estudio. Me alegraba enterarme de que durante el terremoto de 1894 no se hundieron demasiados edificios en el barrio en el que vivo y de que el suelo era seguro. Pero, por otra parte, ver en el listado una a una las casas hundidas, los nombres de todos esos carniceros y lecheros rumíes y soldados otomanos del cuartelillo y saber que los mismos mercados y edificios históricos en los que había entrado tantas veces habían sido derruidos y reconstruidos, me llenaba el corazón con la amargura de lo frágiles y lo pasajeros que son los alminares y las vidas humanas.
Un pequeño mapa que publicó una revista que por entonces exponía diferentes escenarios desastrosos sobre el posible terremoto de Estambul me enfureció. El barrio en el que también se encontraba mi casa había sido marcado en color oscuro como uno de los que más daños sufrirían en el futuro seísmo. ¿O simplemente eso me parecía a mí? ¿Era posible extraer alguna conclusión de aquel pianito en el que en realidad no se distinguía nada? Lupa en mano intenté averiguar, comparándolo con otros más detallados, si la mancha mortal de aquel mapa sin leyendas comprendía o no mi calle, mi casa. Ni los planos del resto de la prensa, ni otras fuentes, nadie encontraba peligroso mi barrio. Decidí olvidarlo pensando que se trataba de un error. Comprendí que lo olvidaría con más facilidad si no se lo mencionaba a nadie.
Pero pocos días más tarde, una medianoche me encontré ante la mancha de aquel burdo mapa con la lupa en la mano. Más tarde intenté ponerme en contacto mediante intermediarios, porque me moría de vergüenza, con la persona que había cometido aquel fallo en el mapa. El propietario de mi casa, que supo que dudaba de la solidez del suelo del edificio en que vivía, encontró las fotografías que se había hecho orgulloso con los obreros hacía cuarenta años cuando se estaban cavando los cimientos y me las prestó. Con la ayuda de la lupa busqué en el suelo rocas firmes en aquellas viejas fotos que se mezclaban con mis recuerdos porque llevaba cuarenta años viviendo en el mismo barrio de Estambul. Como a todos los estambulíes a los que les hacían perder el sueño las opiniones contradictorias de los científicos y las malas o las «buenas» noticias (¡Según las recientes fotografías de satélite el terremoto sería de fuerza cinco en la escala de Richter!) que se oían como consecuencia de la irresponsabilidad de los medios de comunicación, inmersos en la carrera por el rating, mis investigaciones sobre la mancha del mapa y el suelo un día me alegraban y al siguiente me preocupaban. Le daba toda la razón a los editores de la revista, que me decían que no debía prestar mucha importancia a ese pequeño y tosco mapa, pero no podía evitar pensar largamente por qué razón la mancha oscura había caído sobre mi casa, sobre mi vida.
Durante todo ese tiempo, una parte de mi mente estaba completamente abierta a las nuevas historias de terremotos, a los cotilleos inventados que se extendían a toda velocidad por la ciudad. Me reía de los rumores que decían que el agua del mar se había calentado los días anteriores al primer terremoto y que aquello era una prueba de que habría otro, o de los que establecían relaciones extrañas entre el seísmo y el eclipse que había habido una semana antes. «No te rías tan alto —me dijo por aquel entonces una joven furiosa. Si hay un terremoto no podremos oírlo». Se contaba también que lo habían provocado la guerrilla separatista kurda o los americanos, que habían acudido en nuestra ayuda con un enorme barco-hospital de la armada (¿Por qué crees que llegaron tan rápido a ayudarnos?) y que incluso el capitán, mirando desde el barco, había dicho arrepentido: «¿Qué hemos hecho?». Más tarde aquellos rumores se domesticaron un poco: el portero, al llamar a la puerta para darte la leche y el periódico, te decía, como si te informara de que aquella noche cortarían el agua una hora, que a las siete y diez habría un enorme terremoto que destruiría todo Estambul, y se marchaba tan tranquilo. O bien, te contaban que el diabólico catedrático que no hacía concesiones en su teoría del gran terremoto, se había dejado dominar por el pánico y había huido a Europa. O bien se decía que las autoridades, que lo sabían todo de antemano, habían hecho traer en secreto del extranjero un millón de bolsas para cadáveres. También podías oír que en los amplios espacios de las afueras de la ciudad, vehículos militares habían empezado a cavar fosas comunes, o que algún amigo se había mudado a otro bloque en la misma calle porque no confiaba en su casa ni en el suelo y que inmediatamente había descubierto que aquello era todavía más peligroso. En Yeşilyurt, uno de los barrios más caros y de peor suelo, los propietarios que habían acudido a una reunión para tratar sobre el tema se habían dividido en dos facciones irreconciliables: los que se preguntaban qué medidas podían tomarse ante el futuro terremoto y los que se quejaban de que esa reunión reduciría el valor de los pisos. Mientras tanto, un amigo periodista me explicó que la furia de las inmobiliarias y de los propietarios de las casas dificultaba que se publicaran los mapas del suelo que yo necesitaba para investigar la corrección de la mancha del pequeño plano.
Dos meses más tarde, el vecino de arriba me dijo que la universidad le había enviado el análisis de la muestra de cemento. El resultado, como el edificio donde escribo, no era del todo malo pero tampoco ofrecía una confianza absoluta. Seríamos nosotros quienes decidiríamos si caeríamos o no sobre el alminar dependiendo del grado de optimismo que tuviéramos ese día. Por entonces me enteré de que un viejo amigo que vivía de la música había sido incapaz de volver a entrar en su casa de Estambul después de pasar por Gölcük, la zona donde con más terrible fuerza había golpeado el primer terremoto causante de la muerte de treinta mil personas, y que se había instalado en el hotel Hilton, en cuya firmeza confiaba, pero que, como tampoco era capaz de quedarse quieto allí, se pasaba el día en la calle caminando a toda velocidad, como si tuviera prisa, y resolviendo sus asuntos por el teléfono móvil. «¿Por qué no abandonamos esta ciudad? ¿Por qué no la abandonamos?», se preguntaba aquel hombre que se recorría las calles de Estambul como si no pudiera detenerse.
Como a causa del primer terremoto murieron miles de personas, aunque su epicentro estuviera a cien kilómetros, hay una emigración de miles de personas de las zonas con peor suelo y los barrios más pobres hacia la periferia de Estambul, y eso se nota en la caída de los alquileres. Pero, a pesar de la debilidad de muchas de sus edificaciones, la mayor parte de la ciudad espera el terremoto sin que se tomen demasiadas precauciones. En este sentido, cualquier cosa, la presión moral de los científicos, creer en los rumores, olvidar, entretenerse con las celebraciones del bimilenario, abrazar a la persona amada, pasar de todo, cualquier cosa, vale para hacerse a la idea del terremoto, para, según el dicho de moda, «vivir con él». El otro día, una joven de buen aspecto, recién casada, feliz, que había venido a mi estudio para hablar de la portada de un libro, me explicó con toda sinceridad su propio sistema.
«Crees que habrá un terremoto y eso te asusta —me dijo levantando las cejas. Pero vives cada momento como si no fuera a ocurrir en ese preciso instante. En caso contrario, no podrías hacer nada. Pero esas dos ideas se contradicen. Por ejemplo, todos sabemos que es muy peligroso estar en el balcón durante un terremoto. Sin embargo, ahora voy a salir al balcón», añadió con tono de maestra y abrió lenta y cuidadosamente la puerta y salió al balcón. Yo no me moví de donde estaba sentado y ella contempló un rato la mezquita de enfrente y el paisaje del Bósforo que se veía tras los alminares. «Mientras estoy aquí —me gritó poco después— no creo que el terremoto vaya a ocurrir en este momento. Porque si lo creyera, el miedo no me permitiría quedarme aquí. Luego entró y cerró la puerta. Así, mientras he estado en al balcón, le he ganado una pequeña victoria a la idea del terremoto que tengo en la mente —dijo sonriendo casi imperceptiblemente.
* Se publica con autorización de Penguin Random House Grupo Editorial.