Mario Vargas Llosa y su visión de la Franja de Gaza: la sombra del terror
A propósito de la guerra, rescatamos un capítulo del libro “Israel-Palestina: paz o guerra santa” (sello Aguilar, 2016), para el que el Nobel de Literatura peruano recorrió esa región y contó cómo es convivir con el terrorismo del grupo Hamás. Encontró colombianos sobrevivientes.
Mario Vargas Llosa * / Especial para El Espectador
A Pnina, nacida en Jerusalén durante la Guerra de los Seis Días, en 1967, hija de una pareja de judíos religiosos lituanos con vocación de pioneros, siempre le encantó el español. Por eso, apenas terminó sus dos años de servicio militar, fue a Salamanca a aprender la lengua e hizo después un viaje por Argentina, Brasil y Chile, antes de regresar a Israel. Trabajaba de guía turística cuando conoció al que es ahora su marido, el oftalmólogo colombiano Isaac Aizenman. Este hacía un viaje de paseo y no pensó nunca trasladarse a Israel, pero el amor cambió sus planes y lo indujo a hacer la aliyah. Pnina e Isaac se casaron y en 1997 tuvieron su primera hija, a la que llamaron Gal (“ola de mar”) y tres años después al segundo, Saggi. (Vea una parte de la entrevista que le hizo a Mario Vargas Llosa, en Lima, Nelson Fredy Padilla).
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A Pnina, nacida en Jerusalén durante la Guerra de los Seis Días, en 1967, hija de una pareja de judíos religiosos lituanos con vocación de pioneros, siempre le encantó el español. Por eso, apenas terminó sus dos años de servicio militar, fue a Salamanca a aprender la lengua e hizo después un viaje por Argentina, Brasil y Chile, antes de regresar a Israel. Trabajaba de guía turística cuando conoció al que es ahora su marido, el oftalmólogo colombiano Isaac Aizenman. Este hacía un viaje de paseo y no pensó nunca trasladarse a Israel, pero el amor cambió sus planes y lo indujo a hacer la aliyah. Pnina e Isaac se casaron y en 1997 tuvieron su primera hija, a la que llamaron Gal (“ola de mar”) y tres años después al segundo, Saggi. (Vea una parte de la entrevista que le hizo a Mario Vargas Llosa, en Lima, Nelson Fredy Padilla).
Pnina habla un español perfecto, con cantito colombiano, y es, a sus 38 años, una mujer muy bella, pero en sus grandes ojos y en su semblante tan pálido hay algo helado, una tristeza que parece su segunda naturaleza. A juzgar por las fotos que nos muestra, Gal era, en efecto, una niña preciosa: bucles dorados, ojos verdes, sonrisa pícara, alegría de vivir. Aprendía ballet y le gustaba disfrazarse de Ratón Mickey. El miércoles 19 de junio de 2002, Noa, la madre de Pnina, que trabajaba en los jardines de la infancia de un asentamiento vecino a Ramallah, en Ofra, invitó a su hija y a sus dos nietecitos a un espectáculo para niños que ella había organizado.
“Eran los días de la intifada y no se podía salir a ninguna parte, por los atentados”, dice Pnina. “Partí a las dos de la tarde de Maale Adumin con mis dos hijos y fuimos a un paradero de French Hill, donde tomamos un autobús blindado que nos llevó a Ofra. El concierto les encantó a Saggi y a Gal. Regresamos a Jerusalén con Noa, mi madre, que quería echarme una mano en la casa. Volvimos a tomar el autobús blindado que nos dejó en el mismo paradero de la tarde. Allí debía recogernos Isaac, para llevarnos a la casa, en Maale Adumin”.
Conversamos en una terraza de Jerusalén, en una mañana llena de sol, rodeados de unas piedras doradas que parecen centellear. Mi hija y yo estamos sobrecogidos y le digo a Pnina que, si es demasiado doloroso para ella, no necesita contarnos más. “No, no”, me replica en el acto, “usted debe saber”. Pero, en verdad, lo que quiere decir es “el mundo, el universo deben saber”.
“Cruzábamos la calle hacia la esquina donde debía haber estacionado Isaac. Mi madre iba adelante, de la mano de Gal, y yo detrás, con Saggi, en medio de mucha gente. Ya no recuerdo más”. Despertó horas después en el hospital, con quemaduras en el cuerpo y un dolor de cabeza muy fuerte. Le habían aplicado respiración artificial. Gal y su abuela Noa fueron dos de las siete personas muertas al estallar la bomba del terrorista suicida, un militante de las brigadas de los mártires de al-Aqsa, vinculada a al-Fatah, de Arafat. Hubo muchos heridos, entre ellos el pequeño Saggi, al que la policía descubrió sentado en el pavimento, mudo y paralizado de terror, rodeado de trozos humanos sanguinolentos. Para causar más daño, la bomba había sido rellenada de púas y clavos y algunos de ellos se habían incrustado en el cuerpo del niño, que, felizmente, pudo ser salvado.
“Cuando Isaac me contó que mi madre y mi hija habían muerto, algo se murió también dentro de mí”, dice Pnina. “Quise desaparecer, evaporarme. Pero, haciendo un enorme esfuerzo, con Isaac decidimos que no, que había que vivir, por Saggi, por mi padre. Y hemos tenido dos hijitos más. La niña se llama Noga, una síntesis de los nombres de mi madre y mi hija: Noa y Gal”. Pnina ha publicado un libro de poesías para niños, titulado Poemas a Gal. Una de las consecuencias de aquello es que, desde entonces, la acompaña siempre “la sombra del terror” —Saggi también padece de ataques de pánico— y, otra, es que han cambiado sus relaciones con Dios. “Quedé enojada con Él y ahora no puedo prenderle velas”, dice, con una serenidad glacial todavía más conmovedora que si llorara a gritos. “Siempre me pregunto: ¿dónde está, dónde estuvo Dios ese día? Isaac, en cambio, se ha vuelto mucho más religioso desde entonces y, por eso, respetamos el sabbat”.
Como Pnina, Ariel Scherbakovsky también nació en Jerusalén, hace 25 años, pero vive ahora en Tel Aviv, donde me recibe en su pequeño departamento bohemio y alegre al que se meten las ramas de un ficus por el balcón. Viniendo de esa ciudad sofocada de historia y, pese a la hermosura de sus piedras, opresiva y reaccionaria que es Jerusalén, Tel Aviv representa la cara más abierta, moderna y democrática de Israel. Hijo de argentinos inmigrados, Ariel habla un español lleno de dichos bonaerenses. Me dice que su vida comenzó en verdad a los 13 años, cuando descubrió a los Beatles. Por ellos supo que su vocación era la música. Durante sus tres años de servicio militar se las arregló para que el Ejército israelí lo destinara a una banda militar, de la que fue sonidista. Al volver a la vida civil, se matriculó en una escuela de música. Aprendió a tocar varios instrumentos —hay un viejo piano en su casa— hasta que se decidió por el bajo.
Es un muchacho alto y algo tímido, de visible buena entraña, del que emana algo limpio y generoso. Vive con una muchacha delgadita, de linda sonrisa, también música, de origen australiano: Sagit Shir. Nos cuenta que en la noche del 30 de abril de 2003 estaba en un sitio muy conocido de todos los noctámbulos y aficionados al jazz en Tel Aviv: el Pub Mike’s Place, en el Paseo Marítimo, donde él y su amigo el baterista Shai Iphrach dirigían una jam session, muy concurrida. Era época de atentados que habían dejado desiertos los lugares nocturnos de Israel, pero a Mike’s Place seguían yendo muchos jóvenes. Era la una y media de la madrugada y Ariel recuerda que, en el atestado local, había un viejo que repartía marihuana a los asistentes. No había bajistas, así que él había estado tocando casi toda la noche, con distintos grupos. A esa hora, se sintió extenuado y salió a respirar el aire del mar, a la puerta del local. “Este jam es malísimo, no tocaré blues nunca más”, le dijo a su novia. En ese momento estalló la bomba.
El terrorista estaba afuera de Mike’s Place. Un rato antes había entrado a explorar el local y se tomó una cerveza. Salió y poco después intentó ingresar de nuevo, pero el agente de seguridad de la puerta no se lo permitió. Forcejearon y entonces hizo estallar el explosivo que llevaba bajo sus ropas. Hubo tres muertos y medio centenar de heridos, entre ellos Ariel y Sagit. Las heridas de ella no fueron graves, pero él quedó con buena parte del cuerpo quemado y se le incrustaron muchas esquirlas y clavos. No perdió el sentido, o lo perdió solo unos segundos. Recuerda que buscaba a Sagit, aturdido, y recuerda también el miedo pánico, total, que se apoderó de él. Una foto lo muestra bañado en sangre y con un aire ido, como si no supiera dónde estaba, quién era ni qué le había ocurrido. Solo cuando lo llevaban al hospital, el dolor se volvió insoportable. Estuvo un mes y medio en cuidados intensivos, tres semanas dormido y con respiración artificial. Cuando convalecía supo que los terroristas eran dos musulmanes británicos, de origen paquistaní, que vivían en Londres y habían sido reclutados y entrenados por Hamás. Solo uno llegó a hacer estallar la bomba que llevaba; al otro lo encontraron muerto, cerca del mar.
“No tuve muchas secuelas psicológicas, ningún trauma”, dice, como pidiendo disculpas. “Solo una gran tristeza, que no se me quitaba con nada. Uno de los muertos era un gran amigo, un guitarrista. Una tristeza por todo el mundo, que me vuelve a veces, como algo físico. Y ya no puedo exponerme al sol, porque mi piel ha quedado lastimada. Lo que me hizo bien fue volver a tocar el bajo y, sobre todo, el que, apenas pude andar, fuera de nuevo a hacer música en las noches, en Mike’s Place”. A Ariel nunca le interesó la política. No siente odio, ni siquiera por el terrorista que casi los mata a él y a Sagit. “Este es un mundo loco”, dice. “Yo no entiendo a esa gente que considera a la tierra algo sagrado, a los que la tierra vuelve fanáticos. Yo apoyaría cualquier acuerdo que trajera la paz, incluso que devuelvan a los palestinos parte de Jerusalén. Sé que se han cometido contra ellos muchas injusticias”.
No hay ni pizca de pose en sus palabras, habla con la sinceridad desarmante de un muchacho que quisiera que la vida fuera menos brutal y complicada de lo que es a veces en Israel para esos jóvenes que deben pasarse tres o, a veces, cuatro de sus mejores años haciendo una guerra que a menudo no tiene nada de heroico, que puede ser muy sucia. Él y Sagit sueñan con ir alguna vez a Cuba, a Brasil, a esos países donde la música es una pasión que embriaga a toda la sociedad.
¿Quiénes son los terroristas que, desde que comenzó la segunda intifada, entre 2001 y 2005 han asesinado a cerca de un millar de israelíes y herido y traumatizado a varios millares más en atentados suicidas como los que padecieron Pnina, Ariel y Sagit? Muchos, acaso la mayoría —pero de ningún modo todos— son fanáticos religiosos, convencidos por la prédica de imanes extremistas que esa forma de inmolación es el más alto servicio que puede prestar el creyente a Alá, a los que las organizaciones islamistas radicales, como Hamás y la yihad islámica, aprovechan políticamente. Aunque sin duda hay una cierta morbosa exageración en ello, muchos hacen énfasis en el incentivo sexual que tendría para el terrorista suicida la promesa coránica de que, en el paraíso, será recompensado con lagos de miel y de vino y 72 vírgenes cuyo himen se renovaría siempre así como su propia potencia sexual. En The Jerusalem Post del 7 de septiembre se reseña un trabajo del estudioso alemán Hans-Peter Raddatz, autor de Von Allah zum Terror?, según el cual muchos terroristas suicidas, antes de cometer los atentados en que sacrificarán su vida, “protegen su pene en una envoltura de aluminio a prueba de fuego, en anticipo de los placeres que vendrán”. El comentarista destaca que la religión islámica, con sus severísimas restricciones en materia sexual, hace que esta promesa de placeres carnales resulte irresistible a veces para quienes se han sometido devotamente a sus prohibiciones.
Pero la locura y la estupidez del fanatismo religioso no explican la conducta de todos los terroristas suicidas. Esto me lo han afirmado, con ejemplos, muchos palestinos que, como los doctores Haidar Abd al Shafi y Mustafa Barghouthi, condenan con toda energía esa horrenda práctica. Según ellos, hay muchos casos en que empujan a cometer esos crímenes ciegos la desesperación, la frustración, la miseria y, sobre todo, el convencimiento de que sus vidas no saldrán jamás del pozo negro en que languidecen. El doctor Mahmud Sehwail, psiquiatra que dirige en Ramallah un Centro para Víctimas de Torturas —que hizo estudios de posgrado en Zaragoza— me asegura también que la religión solo explica a un pequeño número de los terroristas suicidas. “En muchos casos, se trata de gente desesperada, porque han perdido a sus padres, a sus hermanos, a sus hijos, o se han quedado sin trabajo y ven morirse de hambre a su familia, sin poder hacer nada. Hamás y la yihad islámica se sirven del desplome moral, el resentimiento y el odio que esas situaciones extremas provocan para fabricar al terrorista suicida”.
Pocos días después de esta conversación, me entero de un caso, ocurrido en Ramallah, que corrobora esta tesis. Un joven palestino trató de hacerse explotar lanzándose contra una de las barreras militares israelíes abiertas en el muro que poco a poco va cercando a la ciudad. Pero la dinamita que llevaba en el cuerpo no explotó. No era practicante religioso. Salía de un campo de refugiados. Había planeado su acción, para que, luego de su muerte, las organizaciones islamistas ayudaran económicamente a una familia que hasta ahora dependía de él, y a la que, por la falta de trabajo, ya no estaba en condiciones de ayudar. No pretendía servir a Dios con su muerte, ni siquiera a la causa palestina; solo llevar un poco de pan a sus padres y hermanos.
La primera terrorista palestina fue Wafa Idris, enfermera de 29 años, de Ramallah, que había recibido su diploma profesional apenas tres meses antes del 27 de enero de 2002, cuando se hizo volar en pedazos en la calle Jaffa de Jerusalén, matando a una e hiriendo a cerca de 140 personas. Vivía en el campo de refugiados de Amari, que existe desde 1948 en los suburbios de Ramallah. Como todos los campos de refugiados que visité —en este viven unas 6.000 personas— es un laberinto de callecitas estrechas y cubiertas de basuras, donde las viviendas de barro, maderas y algunas de material noble pero casi siempre sin terminar se montan e incrustan una en otra, en un abigarramiento indescriptible. Y por todas partes brotan chiquillos que ensordecen la mañana con sus chillidos. La pobreza es generalizada, pero en este campo hay menos desánimo y ruina moral que los que advertí en los de Gaza. Todos los vecinos a los que interrogo me aseguran que nunca hubieran imaginado que su amiga Wafa Idris pudiera hacer lo que hizo. Era una mujer muy normal, dicen, que nunca dio muestras de una ferviente religiosidad.
También me lo dice su madre, una señora de setenta años, cuya vivienda está empastelada de diplomas, fotografías y recuerdos de su hija, así como de banderas de al-Fatah y de carteles que rinden homenaje “a la heroína y a la mártir”. Ni ella ni sus tres hijos sospecharon lo que Wafa Idris se proponía hacer. No era muy religiosa y ni siquiera se vestía con el recato de las creyentes practicantes. En efecto, en muchas fotos se la ve vestida a la occidental, con los cabellos sueltos. Era una muchacha orgullosa y de mucha dignidad, y por eso no lloró ni se quejó cuando su marido la repudió por ser incapaz de darle un hijo. Pero íntimamente algo se quebró en ella y la atormentaba desde entonces. ¿Acaso fue ese drama el que la incitó a ofrecerse a al-Fatah como “mártir”?
La señora hace un pequeño gesto que puede ser una afirmación o una negación. Parece aturdida, sumida en un vértigo, y deja largos intervalos de silencio antes de responder. “Tal vez lo hizo por su hermano Jaleel, mi hijo que estuvo ocho años preso y al que los judíos torturaron en la cárcel”, dice, al fin. Cuando vio en la televisión la cara de su hija y supo lo que había hecho, se desmayó. Despertó en el hospital y lloró mucho. Ahora, ha dejado de llorar. Dice que si hubiera sabido lo que su hija pretendía hacer, tal vez la hubiera atajado. Pero que no deplora que lo hiciera. “Esta es una guerra. Ellos matan y hay que matarlos también. Las bombas ayudan al pueblo”. Es una mujer casi sin ojos, dos rayitas de las que ha desaparecido toda luz. Habla como quien repite una jaculatoria. “Mi hija está ahora en el paraíso. Pronto la veré allá”.
Cualquier análisis sobre el conflicto israelí-palestino en la actualidad tiene que dar una importancia neurálgica al tema de los atentados suicidas, sin los cuales sería difícil entender el entrampamiento y la hostilidad recíproca a que aquél ha llegado. Los atentados han causado inmensos sufrimientos, y, también, paranoia, miedo, rencor, deseos de venganza. Y, por último, han servido en bandeja un pretexto ideal a los extremistas de la derecha israelí para justificar unas medidas de represión y amedrentamiento contra la población palestina que en otras circunstancias difícilmente habrían merecido la aprobación de una sociedad que se jactaba de ser la única democracia del Medio Oriente.
* Se publica con autorización de Penguin Random House Grupo Editorial.