A la sombra de un gran nombre
Robert Kennedy, el séptimo hijo de la dinastía, no estaba en principio encaminado por su padre Joe a la Presidencia.
Francisco G. Baterra/ Especial de El País. Madrid
Robert, el séptimo hijo de la dinastía Kennedy, no estaba en principio encaminado por su padre Joe, a la Presidencia de los Estados Unidos. Fue el destino. Sí lo estuvieron, por orden de nacimiento, primero su hermano mayor Joe, quien murió en una acción de guerra en Europa con su bombardero. La antorcha la tomó el siguiente varón, John. Y tras su asesinato en Dallas, el turno fue para Robert, “Bob”.
Cuando RFK decidió postular se para la Presidencia, en el invierno de 1968, lo hizo inicialmente contra la opinión de su padre y de su hermano Ted, traumatizados por la muerte de John. Jackie, la viuda del asesinado presidente, le dijo a su cuñado: “Te matarán”.
Robert había sido un adolescente tímido e inseguro. El más moralista y el más católico de los hermanos, un hombre de fe profunda transmitida por su madre Rose. Adoptaba posiciones de defensa a ultranza de su verdad y veía el mundo en ocasiones en blanco y negro. Uno de sus biógrafos lo definió como “el menos equilibrado, menos articulado y el más extrovertido, el más físico y apasionado de los Kennedy”.
En la presidencia de JFK asumió la Fiscalía General (ministro de Justicia), desarrollando una campaña incesante contra la mafia que acabó con Jimmy Hoffa en la cárcel y otros mafiosos como Sam Giancana, con el que el presidente había tenido tratos, en el exilio. También fue responsable de mirar para otro lado y apoyar los intentos de la CIA para asesinar a Fidel Castro. Estas dos políticas: la lucha contra el crimen organizado y la batalla contra el castrismo, estuvieron para muchos detrás de la supuesta conspiración para asesinar a John Kennedy. Sin embargo, oficialmente, JFK fue asesinado por un solo hombre, Lee Harvey Oswald, que actuó por su cuenta.
Tras el asesinato de Robert también se barajó la teoría de la conspiración, con la mafia utilizando a Sirhan Sirhan. Pero la justicia concluyó en la autoría individual de un hombre perturbado psicológicamente. La defensa se basó en la “responsabilidad disminuida” de Sirhan, el hombre que el 5 de junio de 1968, faltando 5 minutos para la medianoche, descargó un arma contra Robert Kennedy —era joven, atractivo, provocaba profundas emociones, y también odios, como todos los Kennedy— en el hotel Ambassador de Los Ángeles.
Mayoritariamente, el asesinato de RFK fue descrito como el acto de un “lunático” y síntoma de “una sociedad enferma”. No se mencionaron las posibles explicaciones políticas. James Reston, periodista símbolo de The New York Times, se refirió a la motivación “completamente irracional” del asesino sin tonos políticos y habló de “un mundo sin ley amenazando el orden público moderno por todas partes”.
A la muerte de John, Robert mantuvo una pésima relación personal y política con el presidente Johnson, se odiaban mutuamente. Lo mismo le había ocurrido, cordialmente, al presidente Kennedy. Pero Robert, al que también le estaba haciendo la vida imposible el director del FBI, Edgard Hoover, que tenía material de escuchas y espionaje preocupante para los hermanos Kennedy, no se atrevía a desafiar a Johnson. Cuando fue sustituido como Fiscal General decidió presentarse a senador por Nueva York. Ganó las elecciones. La guerra de Vietnam se fue complicando con cada vez más bajas norteamericanas y mayor audacia del Vietcong. Johnson decretó la escalada militar y envió 200.000 soldados más a Vietnam. Robert aprovechó este momento para iniciar el despegue de un presidente que no podía deshacerse del pantano de Vietnam.
Dio un giro a su pasado de “halcón” —los hermanos Kennedy habían sido los artífices en gran medida de esa guerra y Bobby un ferviente defensor de la escalada y la lucha contra la contrainsurgencia—.
En los primeros meses de 1968 pidió la detención de los bombardeos masivos y la negociación. Montó su campaña presidencial sobre un fin de la guerra, lo mismo que Obama ahora con Irak, porque había visto que Vietnam acababa de destrozar la presidencia y las aspiraciones de Johnson. Éste opinaba que Bobby era “un pequeño enano que actuaba como si tuviera algún tipo de derecho hereditario al trono”.
Alrededor de ese movimiento antiguerra y contracultural se formó una coalición del desencanto que Robert intentó conducir. A esta coalición quiso sumar la clase media blanca que, sin embargo, comenzó a temer su candidatura como demasiado “amante de los negros”.
Así llegó hasta el triunfo en California. Probablemente pudo haber alcanzado la nominación demócrata. Lo impidió el revolver de Sirhan. Richard Nixon fue elegido en noviembre del 68 presidente, derrotando al candidato republicano Hubert Humphrey, que había sido vicepresidente de Johnson. Y el mito Kennedy comenzó a diluirse.
Robert, el séptimo hijo de la dinastía Kennedy, no estaba en principio encaminado por su padre Joe, a la Presidencia de los Estados Unidos. Fue el destino. Sí lo estuvieron, por orden de nacimiento, primero su hermano mayor Joe, quien murió en una acción de guerra en Europa con su bombardero. La antorcha la tomó el siguiente varón, John. Y tras su asesinato en Dallas, el turno fue para Robert, “Bob”.
Cuando RFK decidió postular se para la Presidencia, en el invierno de 1968, lo hizo inicialmente contra la opinión de su padre y de su hermano Ted, traumatizados por la muerte de John. Jackie, la viuda del asesinado presidente, le dijo a su cuñado: “Te matarán”.
Robert había sido un adolescente tímido e inseguro. El más moralista y el más católico de los hermanos, un hombre de fe profunda transmitida por su madre Rose. Adoptaba posiciones de defensa a ultranza de su verdad y veía el mundo en ocasiones en blanco y negro. Uno de sus biógrafos lo definió como “el menos equilibrado, menos articulado y el más extrovertido, el más físico y apasionado de los Kennedy”.
En la presidencia de JFK asumió la Fiscalía General (ministro de Justicia), desarrollando una campaña incesante contra la mafia que acabó con Jimmy Hoffa en la cárcel y otros mafiosos como Sam Giancana, con el que el presidente había tenido tratos, en el exilio. También fue responsable de mirar para otro lado y apoyar los intentos de la CIA para asesinar a Fidel Castro. Estas dos políticas: la lucha contra el crimen organizado y la batalla contra el castrismo, estuvieron para muchos detrás de la supuesta conspiración para asesinar a John Kennedy. Sin embargo, oficialmente, JFK fue asesinado por un solo hombre, Lee Harvey Oswald, que actuó por su cuenta.
Tras el asesinato de Robert también se barajó la teoría de la conspiración, con la mafia utilizando a Sirhan Sirhan. Pero la justicia concluyó en la autoría individual de un hombre perturbado psicológicamente. La defensa se basó en la “responsabilidad disminuida” de Sirhan, el hombre que el 5 de junio de 1968, faltando 5 minutos para la medianoche, descargó un arma contra Robert Kennedy —era joven, atractivo, provocaba profundas emociones, y también odios, como todos los Kennedy— en el hotel Ambassador de Los Ángeles.
Mayoritariamente, el asesinato de RFK fue descrito como el acto de un “lunático” y síntoma de “una sociedad enferma”. No se mencionaron las posibles explicaciones políticas. James Reston, periodista símbolo de The New York Times, se refirió a la motivación “completamente irracional” del asesino sin tonos políticos y habló de “un mundo sin ley amenazando el orden público moderno por todas partes”.
A la muerte de John, Robert mantuvo una pésima relación personal y política con el presidente Johnson, se odiaban mutuamente. Lo mismo le había ocurrido, cordialmente, al presidente Kennedy. Pero Robert, al que también le estaba haciendo la vida imposible el director del FBI, Edgard Hoover, que tenía material de escuchas y espionaje preocupante para los hermanos Kennedy, no se atrevía a desafiar a Johnson. Cuando fue sustituido como Fiscal General decidió presentarse a senador por Nueva York. Ganó las elecciones. La guerra de Vietnam se fue complicando con cada vez más bajas norteamericanas y mayor audacia del Vietcong. Johnson decretó la escalada militar y envió 200.000 soldados más a Vietnam. Robert aprovechó este momento para iniciar el despegue de un presidente que no podía deshacerse del pantano de Vietnam.
Dio un giro a su pasado de “halcón” —los hermanos Kennedy habían sido los artífices en gran medida de esa guerra y Bobby un ferviente defensor de la escalada y la lucha contra la contrainsurgencia—.
En los primeros meses de 1968 pidió la detención de los bombardeos masivos y la negociación. Montó su campaña presidencial sobre un fin de la guerra, lo mismo que Obama ahora con Irak, porque había visto que Vietnam acababa de destrozar la presidencia y las aspiraciones de Johnson. Éste opinaba que Bobby era “un pequeño enano que actuaba como si tuviera algún tipo de derecho hereditario al trono”.
Alrededor de ese movimiento antiguerra y contracultural se formó una coalición del desencanto que Robert intentó conducir. A esta coalición quiso sumar la clase media blanca que, sin embargo, comenzó a temer su candidatura como demasiado “amante de los negros”.
Así llegó hasta el triunfo en California. Probablemente pudo haber alcanzado la nominación demócrata. Lo impidió el revolver de Sirhan. Richard Nixon fue elegido en noviembre del 68 presidente, derrotando al candidato republicano Hubert Humphrey, que había sido vicepresidente de Johnson. Y el mito Kennedy comenzó a diluirse.