A pesar de la captura de Puigdemont, el independentismo catalán no termina

Aunque el desafío secesionista parece conjurado, el Estado español no ha abierto los canales de diálogo que podrían cerrar la crisis de una vez por todas.

Jerónimo Ríos Sierra*
27 de marzo de 2018 - 03:00 a. m.
La presidenta del Partido Demócrata Europeo Catalán, Merce Condesa, visitó a Puigdemont en prisión. / AFP
La presidenta del Partido Demócrata Europeo Catalán, Merce Condesa, visitó a Puigdemont en prisión. / AFP
Foto: AFP - PATRIK STOLLARZ
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La detención, el pasado domingo, del expresidente catalán Carles Puigdemont es la victoria del Estado español sobre el desafío independentista catalán. Una victoria que llega con la captura del líder del procés —al que muchos desean ver tras las rejas en España— y que se hace extensible con la orden europea e internacional de detención a otros nombres del “desafío soberanista”, como Antoni Comín, Clara Ponsati, Meritxel Serret, Lluís Puig y Marta Rovira.

Era cuestión de tiempo. Se han instrumentalizado los tiempos en términos de oportunidad política para aprovechar que el paso de los meses ha enfriado el clima político de la cuestión catalana y el desgobierno en el que transita la Generalitat en la actualidad tampoco ayuda a mantener posiciones de confrontación rupturista.

Y es que nada sorprende. El Estado siempre gana, y en esta ocasión no podía ser menos. Ya lo advertía en una columna, en este mismo medio, escrita hace meses. La solución, si se opta por la estricta legalidad, supondrá la anulación del gobierno catalán, su persecución judicial y, antes o después, su encarcelamiento. Es el monopolio efectivo de la fuerza.

Sin embargo, legalidad no es siempre sinónimo de democracia. El conflicto por la cuestión catalana llevó a una intencionada polaridad instrumentalizada de parte y parte: Partido Popular, Ciudadanos y partidarios del independentismo. Una polaridad con vistas de rédito electoral que se sustantivaba sobre un cimiento tan emocional como peligroso: la identidad nacional en clave excluyente.

Eso sí, mientras unos y otros enarbolaban banderas, de paso contribuían a enterrar del foco mediático una corrupción endémica que pasó a un segundo plano en la agenda pública. Al español, fruto de todo lo transcurrido en estos meses, lo que le preocupaba era que España se rompía. Una ruptura en términos identitarios aderezada con el viso de la indiferencia respecto del pauperismo creciente, la corrupción y otros tantos problemas relegados a un segundo orden.

Como he defendido en varias ocasiones. Todo se hubiera resuelto con un referéndum vinculante, que bien podía haber supuesto la transformación de una legalidad que no sólo no es inalterable, sino que es susceptible de cuestionamientos a su legitimidad y, sobre todo, al escenario y el contexto de los que emerge. La ley, claro, se puede cambiar, aun cuando todo parece que no, y buena prueba de ello nos la dio Canadá hace unos años, aceptando un referéndum que no estaba previsto en su Norma Suprema.

En España, todo lo que sea sinónimo de orden constitucional e integridad nacional es indiscutible por ser indisociable. Y he ahí el error. Por más que nos guste o no, las detenciones de Puigdemont y sus correligionarios no ponen fin a la cuestión catalana. No ponen fin al independentismo. Y, mucho menos, no suponen solución alguna a un problema hoy por hoy enquistado. La democracia, más que desde la legalidad, se erige desde la legitimidad, la cual exige nuevos debates nacionales o territoriales que no se superan desde el inmovilismo dominante hasta el momento. Más diálogo, más intercambios cooperativos, menos visceralidad y más reconocimiento mutuo. Mientras que la opción dominante pase por un juego de suma cero, en el que uno gana y otro pierde, el diagnóstico seguirá siendo desacertado para un problema que amerita de distinta solución.

* Doctor en ciencias políticas de la Universidad Complutense de Madrid.@Jeronimo_Rios_

Por Jerónimo Ríos Sierra*

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