Beirut, un mes después de la explosión en el puerto
Valentina Calderón, una colombiana que ha vivido en Líbano durante los últimos cinco años, relata cómo una fractura de muñeca la salvó de la catástrofe del 4 de agosto en el puerto de Beirut. Ella vivía justo al frente del lugar de la explosión.
La onda explosiva de las 2.750 toneladas de nitrato de amonio que estallaron en un almacén del puerto de Beirut, el pasado 4 de agosto, no hizo distinciones: arrasó con edificios modernos y construcciones antiguas, barrios ricos y humildes, museos, cafés, almacenes y todo lo que encontró a su paso en diez kilómetros a la redonda.
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La onda explosiva de las 2.750 toneladas de nitrato de amonio que estallaron en un almacén del puerto de Beirut, el pasado 4 de agosto, no hizo distinciones: arrasó con edificios modernos y construcciones antiguas, barrios ricos y humildes, museos, cafés, almacenes y todo lo que encontró a su paso en diez kilómetros a la redonda.
Así lo recuerda Valentina Calderón, una colombiana que vive en Líbano desde hace cinco años y que hoy, un mes después de la tragedia, relata cómo intenta sobreponerse a la pérdida de su casa, sus cosas, pero, sobre todo, a ese sentimiento colectivo que desde ese día invadió los corazones buenos y generosos de los libaneses, a quienes hoy siente “con el espíritu quebrado”.
“Yo ya venía haciendo teletrabajo desde que comenzó la pandemia; me había mudado a un moderno edificio construido por Bernard Khoury, un arquitecto que hace una alegoría a la guerra con sus edificios; este en donde yo vivía tenía forma como de tanque de guerra y estaba justo al frente del puerto”, recuerda.
“Una fractura que había sufrido días atrás me salvó de estar en mi casa en el momento de la explosión, porque tuve que ir al Hospital de la Universidad Americana de Beirut, al otro lado de la ciudad, para una fisioterapia. Cuando estoy esperando un taxi, tras salir de la cita médica, se siente la explosión y todos quedamos desorientados, pensamos que había sido una bomba o un temblor, hasta que se ve una nube naranja impresionante en el puerto”, relata.
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En ese momento un video en redes sociales de la explosión ocurrida minutos atrás ya era viral y todos en Líbano comenzaban a enterarse de lo que había pasado. “Me doy cuenta de que no voy a poder regresar a mi casa, ubicada en el epicentro de la catástrofe, y comienzo a caminar hacia la casa de unos amigos; entonces comienzo a ver esas imágenes terribles de gente y carros cubiertos de polvo, personas heridas o manejando como locos… hoy me cuentan que muchos perdieron sus ojos por las esquirlas de vidrios, la explosión acabó con los ventanales de la mitad de la ciudad”, cuenta Valentina.
La tragedia del puerto dejó más de 6.000 heridos, 171 muertos y destruyó más de la mitad de Beirut, una ciudad que se ha levantado de guerras, bombas y otros desastres, pero que en ese momento enfrentaba la crisis económica más grave de los últimos tiempos. Reportes de las autoridades hablan de 640 edificios patrimoniales destruidos, sesenta de los cuales corren el riesgo de derrumbarse, y centenares de casas caídas. El 50 % de construcciones de la ciudad quedaron sin vidrios y la reconstrucción, según estima el Banco Mundial, podría costar US$1.800 millones.
“Yo salí de mi casa sin papeles, sin billetera, dejé todo y me angustié; madrugo al siguiente día de la explosión a buscar esas cosas con un amigo. Empezamos a caminar y llegamos a un punto en donde hay un retén militar. Les explico que yo vivía al frente del puerto y necesito ir a mi apartamento; me dejan pasar a mí sola. Camino como cuatro kilómetros por una autopista que bordea el puerto. Las imágenes son muy tristes, vidrios y escombros volando de las casas destruidas, una destrucción muy grande. Cuando llego a mi edificio, me encuentro con uno de los porteros que no había dejado su lugar de trabajo desde la explosión, me dijo que se había quedado cuidando las cosas de todos los que vivíamos ahí… aunque ya no había nada que cuidar”, recuerda Valentina.
“Subo por la escalera ensangrentada, no había puerta en ningún apartamento; la fuerza de la explosión hizo que las armaduras de las ventanas se salieran y unas quedaran incrustadas en los armarios; veo mi nevera en el parqueadero del frente: ¡voló ocho pisos! Una escena muy impresionante. Encuentro una maleta pequeña donde guardo todos mis papeles debajo de los escombros; miro a mi alrededor y no hay nada que sirva, muebles, ropa, todo quedó destruido y entonces le agradezco a Dios por estar viva; una vecina murió, pero por fortuna, las pérdidas humanas no fueron mayores porque muchas personas no estaban ese día en el edificio”, agrega.
Desde entonces Valentina ha vuelto casi todas las semanas para intentar rescatar algunas de sus pertenencias, arreglarlas y donarlas a aquellos que quedaron literalmente en la calle. “Lo más conmovedor de todo esto ha sido la solidaridad de la gente de Líbano. Todos salieron con escoba en mano a limpiar la ciudad; si hoy caminas ves muchas casas que quedaron destruidas pero que la gente empezó a recomponer como puede, porque el país está en medio de una crisis económica muy fuerte, en cuarentena por COVID-19 y ahora esto, que sorprendió a la mayoría, muy empobrecida”.
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Una tragedia mayor
Valentina reflexiona sobre los daños ocasionados y piensa que la tragedia pudo ser mayor. Lo dice porque, justo por esta época de verano, muchas familias que viven en Beirut regresan a sus pueblos de origen para pasar unas semanas en la playa o las montañas, por lo que en agosto la capital libanesa no estaba tan llena como de costumbre. “Si hubiera sido un día normal, donde la ciudad está llenísima, las víctimas habrían sido muchísimas más”, explica.
Beirut, de un millón de habitantes, está dividida en este y oeste; el sector más afectado con la explosión fue el este, en donde están las casas más antiguas. La arquitectura en Beirut es famosa por tener ventanas con un triple arco en edificaciones que datan del período otomano (1516-1918) o del mandato francés (1920-1943) y que aunque ya estaban deterioradas por el paso del tiempo y la guerra civil (1975-1990) son parte de la atracción y el patrimonio libanés.
También hay barrios elegantes y tradicionales: Gemmayze y Mar Mikhael, cercanos al puerto, que quedaron total o parcialmente destruidos. Eran los barrios bohemios, llenos de bares y tiendas de moda; hoy las calles de ese sector acostumbrado a las exposiciones, teatro y conciertos, relata Valentina, están desoladas. Los museos tampoco se salvaron: el Museo Nicolas Sursock, construido en 1912 en el histórico barrio de Ashrafieh, ejemplo de arquitectura, que fue reabierto en 2015, quedó reducido a cenizas. “El Museo Nacional de Líbano, el lugar más hermoso del mundo para mí y que lograron salvar de la guerra, afortunadamente no fue tan afectado”, cuenta Valentina.
Al lado del puerto también había barrios muy pobres, donde viven trabajadores y recolectores de basura, que quedaron sin nada. La peor parte se la llevaron las personas que llegan de Bangladesh, Etiopía, otros países africanos y Filipinas para hacer trabajos manuales; a ellos la explosión se les llevó todo, absolutamente todo.
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Cabe recordar que Líbano es uno de los países que más migrantes de Siria ha recibido: 1,5 millones de refugiados, que para un país tan pequeño y con tan pocos recursos significa un esfuerzo enorme; además tiene 800.000 refugiados palestinos desde 1948 y 1967, poblaciones que hoy están sin empleo, casa ni comida.
“Hoy los voluntarios están tratando de ayudar a rescatar las cosas, sacando dinero para ayudar a los más afectados, recuperando cosas de entre los escombros para repararlas y donarlas. Son kilómetros y kilómetros de una ciudad destruida y afectada, llena de milagros, pero que necesita ayuda porque está pasando muchas penurias, no hay electricidad sino un par de horas al día y los precios se han disparado. Una señal de la escasez es que ves gente buscando comida en la basura”.
Valentina, conocedora del espíritu de resiliencia libanés, está convencida de que el país va a superar esta tragedia, pero no sin ayuda. “El puerto era el lugar más importante de la ciudad, por ahí entraba la comida, el petróleo… todo dependía del puerto. Lo más lindo de Beirut es que todos son tus amigos. Es un país lleno de festivales, danza, música y eventos gratuitos que convocan a todos. Cuando hoy recorro esas calles llenas de tristeza encuentro una semilla de esperanza, la gente está haciendo colectas para abrir sus locales, la solidaridad está primando, aunque entre los jóvenes el espíritu está muy quebrado; siento que hay mucha gente que se quiere ir, y eso sería gravísimo porque la gente más joven es el motor que va a levantar este país”.